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La cancillería frente a Chile

Fuentes: Rebelión

Una parte mayoritaria de la población boliviana reacciona con rencor frente a Chile al recordar el enclaustramiento geográfico, originado en la guerra de 1879. Otra, sin olvidar la usurpación, siente fascinación por el país vecino, similar a la de los ingleses por su reina de turno. Unos y otros admiten que Chile se caracteriza por […]

Una parte mayoritaria de la población boliviana reacciona con rencor frente a Chile al recordar el enclaustramiento geográfico, originado en la guerra de 1879. Otra, sin olvidar la usurpación, siente fascinación por el país vecino, similar a la de los ingleses por su reina de turno. Unos y otros admiten que Chile se caracteriza por su disciplina, unidad, orden, espíritu de sacrificio y patriotismo, a diferencia de nosotros que seríamos indisciplinados, desunidos, desordenados y egoístas. La oligarquía boliviana, al igual que la peruana, es pro chilena por antiindígena, ya que, desde su punto de vista, la presencia mayoritaria de quechuas y aimaras es un lastre que impediría el desarrollo nacional (Ver mi libro «La Conciencia Enclaustrada». Editorial Contemporánea. 1995. La Paz-Bolivia).

El Presidente Aniceto Arce (1884-1888), representante de los oligarcas fascinados, planteó a Bolivia encabezar las conquistas militares de Chile, apropiándose de Tacna y Arica, con lo cual Bolivia hubiera mantenido su condición de país costero. Sin embargo, la iniciativa olvidaba los lazos históricos y antropológicos que vinculan a Perú y Bolivia. Por su parte, los sectores populares, depositarios de la bronca histórica, no dejan de masticar la amargura centenaria. Estas corrientes antagónicas generan la pendular política exterior de Bolivia, la que fluctúa desde raptos de optimismo ante la posibilidad de abrir un resquicio a la tozudez vecina y la angustia sin esperanza.

La pugna retrasa la elaboración de políticas que nos acerquen a la recuperación costera, que pasan por dejar de ver a Chile como a país de superdotadas y superdotados o como a conglomerado de amigos de lo ajeno. Chilenos y chilenas poseen, efectivamente, las cualidades anotadas, pero también tienen debilidades y falencias. El euro centrismo de la mayoría de sus intelectuales, hace que su pueblo tenga una visión distorsionada de nuestra América mestiza que necesita de acciones coordinadas y conjuntas para sobrevivir en los tormentosos tiempos presentes.

Chilenos y chilenas, con excepciones, obviamente, se tragan en silencio sus propias inconsecuencias. Anotemos sólo una de ellas. Las Fuerzas Armadas vecinas rinden enfervorizadas pleitesías a la Gran Bretaña. Esta óptica enfermiza hizo que el general Augusto Pinochet convirtiera a parte del territorio chileno en base de operaciones de aviones ingleses en la guerra de las Malvinas. En «reconocimiento» a ese acto indigno, el dictador fue tratado en Londres como vulgar delincuente, a requerimiento del juez español, Baltasar Garzón.

PEDRO GODOY: LA CONCIENCIA LATINOAMERICANA DE CHILE

Lo anterior es sólo el eslabón de una cadena de distorsiones conceptuales que el profesor Pedro Godoy ha resumido en sus «Siete Tesis Equivocadas en la Historia de Chile» (Revista «Patria Grande» N. 5, abril de 1986, La Paz – Bolivia). En ellas, Godoy deja constancia de la resistencia de sus compatriotas intelectuales a admitir la influencia incaica en territorio chileno, lo que los conduce a una andinofobia obcecada, que desemboca, dice, en una «araucomanía» desequilibrada. La alienación se acrecienta al inventar infranqueables barreras entre el Virreinato de Lima y la Capitanía de Chile (o Nueva Extremadura), bajo la prédica de una insularidad inexistente. Sigue Godoy: Una rama de las FFAA admira al almirante escocés Tomás Cochrane, quien acompañó a las fuerzas patrióticas que, encabezadas por el Libertador José de San Martín, expulsaron por primera vez de Lima al poder hispano. La idolatría a Cochrane trata de disminuir la importancia de los grandes capitanes de la gesta libertaria sudamericana, como Bolívar, San Martín y O Higgins. El afirmar que «Bolivia nunca tuvo mar», como dijera Pinochet, o el sostener que nuestro reclamo es una aspiración y no una demanda, o el afirmar que «no hay nada pendiente» entre los gobiernos de Santiago y La Paz, busca distorsionar la memoria histórica del pueblo chileno y es parte del premeditado aislamiento de Chile, que silencia su propia formación indomestiza.

La figura de Pedro Godoy merece párrafo aparte. Pese al silencio sobre su obra, no cabe duda que pasará a la Historia de América Latina como el chileno que más esfuerzos desplegó, en las últimas décadas, por integrar a su país en la comunidad latinoamericana. En medio de una enorme soledad, se atrincheró en la Centro de Estudios Chilenos (CEDECH), para desde allí predicar la hermandad chilena con el Perú, vecino al que, en su opinión, Chile debe devolver sus trofeos de la guerra del Pacífico; con Argentina, país con el que hace causa común por el reclamo de las Malvinas usurpadas por el colonialismo inglés, y con Bolivia, república a la que exige que Santiago le reintegre su condición costera. Con estos elementos, Godoy ha publicado el libro «Chile versus Bolivia, Otra Visión», en el que reitera que la unidad latinoamericana es condición de nuestra común sobre vivencia.

El aislamiento de Godoy y de los pocos intelectuales que comparten sus ideas, como Enrique Zorrilla, Leonardo Jeffs y Cástulo Martínez, podría deberse a que las corrientes nacionales en Chile no han alcanzado las dimensiones del peronismo en la Argentina, del MNR en Bolivia o del aprismo peruano. Sin embargo, la figura de Marmaduque Grove, quien, el 4 de junio de 1932, proclamó la República Socialista de Chile, sobre la base de un programa antiimperialista e indoamericano (aquí se advierte la influencia de Víctor Raúl Haya de la Torre), demuestra que el país vecino, y mucho más con Salvador Allende, no está ausente de las gestas conosurianas. .

UNA CANCILLERIA SIN BRUJULA

Estos y otros antecedentes hacen ver que la supuesta inflexibilidad e infalibilidad de la política exterior de Chile es un invento. En el fondo de su conciencia, todo chileno sabe que su país ha despojado a Bolivia de su litoral. Por eso, sólo le queda guardar silencio o admitir entre murmullos la justicia de la demanda boliviana. El «no existe problemas pendientes» se desgrana como galleta al rememorarse el abrazo de Charaña de 1975, entre Banzer y Pinochet, o las recientes declaraciones del ex cónsul en La Paz, Emilio Ruiz Tagle, quien dijo que en algún momento Bolivia tendrá acceso soberano al Pacífico. Los constantes apoyos internacionales a la causa marítima boliviana, cada vez más insistentes y constantes, como los del Secretario General de las Naciones Unidas, Koffi Anan, o de los presidentes de Venezuela, Cuba, México, Brasil y tantos otros golpean al chauvinismo aislacionista de «La Moneda». Si a lo anterior se añade la actitud de chilenos dignos que respaldan a Bolivia, encabezados por Pedro Godoy, se demostrará que la solución del problema marítimo boliviano no es una causa perdida ni que pueda ser postergada por otro siglo.

Sin embargo, para obtener resultados positivos, Bolivia necesita terminar con el carácter pendular y nebuloso de su Cancillería. Tal debilidad, que no nos abandonó a lo largo de la historia, volvió a repetirse en la década pasada, debido a que el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997), no reclamó ni una sola vez la restitución del litoral cautivo. El silencio fue tan marcado que al asumir el siguiente gobierno, presidido por el General Hugo Banzer Suarez, el nuevo Canciller, Javier Murillo de la Rocha, tuvo grandes dificultades para reinsertar la demanda marítima en la agenda latinoamericana. El hecho se debió a que Sánchez de Lozada y su canciller, Antonio Aranibar, redujeron a negocios las relaciones con Chile para beneficio oligárquico y de las transnacionales. Todo en el marco de la liquidación de las empresas estratégicas del Estado, lo que fue aprovechado por la oligarquía del país vecino para adquirir tierras, bancos, supermercados y ferrocarriles a fin de enterrar el sentimiento marítimo. En este contexto, plutócratas chilenos, como los Pérez Yoma, los Lucsics, los Urenda, se aliaron a oligarcas nativos, como los Petrisevic, los Valdez, los Saavedra Bruno para engrosar sus cuentas bancarias a costa del interés nacional. Para ellos, el recuerdo del Litoral era un estorbo.

Pero si Banzer restituyó el tema marítimo en la agenda internacional, también debilitó a la Cancillería al crear, sin razones valederas, el Ministerio de Comercio Exterior. La idea de separar las relaciones exteriores del comercio internacional no podía ser más descabellada. La decisión no fue adoptada como fruto de reflexiones patrióticas, si no del cuoteo (reparto) de cargos políticos. Bánzer, al no satisfacer la exigencia del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) que, en 1997, pedía ocupar la Cancillería, compensó al Partido de Jaime Paz Zamora con el Ministerio de Comercio Exterior, que recayó en su militante Jorge Crespo Velasco. El hecho originó una constante pugna entre ambos ministerios, cuyas funciones no están delimitadas hasta el presente. Con semejante desorden interno, difícilmente se podrá avanzar en una política sostenida y coherente frente a Chile.

Por otra parte, «gonistas» «miristas» y «banzeristas» (y «tutistas» – partidarios del ex Presidente Jorge Quiroga–) tienen sus cuotas en la Cancillería. Todos hablan, desde la fundación de la República, de tener una diplomacia coherente. Los hechos demuestran, sin embargo, que el servicio exterior sigue siendo asilo, salvo pocas excepciones, de oligarcas desocupados. La discriminación a gente de origen popular se inicia en la escuela diplomática y termina en la designación de embajadores y cónsules. Los oligarcas nativos se creen predestinados a ser diplomáticos, en cumplimiento del «acuerdo de caballeros», llevado a cabo por Adolfo Costa du Rels, en la tercera década del siglo pasado, y en virtud del cual uno de los integrantes del núcleo de predestinados debía ser el Ministro de Relaciones Exteriores y sus amigos íntimos embajadores en EEUU y en los países más importantes de Europa, de manera rotativa.

La orientación oligárquica de nuestra política exterior se caracteriza por otorgar gran resonancia a los comunicados y declaraciones públicas y por su cobardía e incapacidad en los asuntos concretos. Casi todos sus exponentes son incurables memoriones que no se cansan de repetir la importancia de las «notas reversales» de 1950 y la Declaración de la OEA de 1979, en las que se obtuvo promesas de Chile y apoyos externos, respectivamente, a la cuestión marítima. No se trata de disminuir la importancia de esos documentos, pero a condición de no olvidar que, en tanto obteníamos «victorias morales», Chile destruyó la Confederación Perú Boliviana (en 1839), nos arrebató el Litoral, nos maltrató con las agresiones verbales de Koening y del almirante Merino, nos alejó aún más del Océano con el Tratado de 1904 y el Protocolo de 1929, se apropió de las aguas del río Lauca, ha minado sus fronteras, no deja de remover hitos fronterizos y, en los últimos años, ha incursionado en Bancos, supermercados, tierras y decenas de empresas industriales y comerciales del país.

EL PARADIGMA DE LA INCAPACIDAD

El tema de las vertientes del Silala (en el sudoeste de Bolivia) es el mejor ejemplo de la incapacidad de nuestra diplomacia de «niños bien», a la que acompañan, como la sombra al cuerpo, el nepotismo, el abandono, la negligencia y la falta de estrategias. En interpelación al canciller Javier Murillo de la Rocha, el 16-3-99 (publicada íntegramente un día después en el periódico «El Diario», de La Paz), sostuve, en mi condición de diputado nacional, que se trataba del problema más sencillo, más claro y transparente de nuestra política exterior y, en consecuencia, de más fácil solución.

Para comenzar, nuestra Cancillería nunca hizo el menor esfuerzo (y su descuido continúa hasta el día de hoy) por dejar constancia que la palabra «Silala» no existe ni en la geografía ni en la historia de Chile y de Bolivia. Se trata de un invento del ingeniero neocelandés Hosías Harding, quien, en 1906, acuñó la palabra para bautizar un río que sólo existió en su afiebrada mente. El ingeniero Antonio Bazoberry examinó más de cien fotografías satelitales en la Biblioteca del Congreso de EEUU y no encontró el supuesto río por ninguna parte. Se trató de un abuso de Harding, quien, aprovechando su condición de gerente del ferrocarril Antofagasta-Bolivia (de propiedad de los ingleses) y asesor del gobierno de Chile para el trazado de las nuevas fronteras chileno-bolivianas, dibujó el río «Silala».

¿Si no existe el río Silala, que es lo que existe? Existe el Cantón Quetena, del departamento de Potosí, los bofedales (áreas húmedas) del Quetena y los ojos de agua de esos bofedales. Nuestros diplomáticos no supieron defender ni siquiera el nombre de la región donde se originó el conflicto. El invento de Harding sirvió para que su empresa firmara, en 1908, una concesión de uso de aguas de las vertientes del Silala, para 10 locomoras que operaban en la zona y que debían gastar 50 litros diarios de agua. Desde hace 96 años, empresas chilenas están utilizando alrededor de 200 litros por segundo (17.950 litros diarios más de lo pactado) de los bofedales del Quetena, los que son vendidos a empresas mineras y poblaciones chilenas, de cuyas enormes utilidades ni Bolivia ni Potosí obtuvieran un solo centavo. Por otra parte, hace más de medio siglo que las locomotoras a vapor han dejado de operar en esa región. Chile aduce que el 50 % de las aguas del Quetena le pertenecen por tratarse de un río internacional. Santiago nunca pudo explicar el por qué no utilizó y utiliza esas aguas en su territorio, sin necesidad de concesión alguna. Y no lo hace, porque las aguas del Quetena se insumirían en el terreno arenoso de la zona, sino se hubieran construido canales de mampostería que permiten que fluya el líquido elemento hasta territorio chileno. Confundir un río con un canal artificial es otra de las «habilidades» del gobierno de Santiago.

El problema es de fácil solución porque nada impide a Bolivia usar dentro de su territorio y en su propio beneficio por lo menos el 50 % de las aguas de sus bofedales, a lo que Chile no puede oponerse. Sólo se necesita voluntad política para llevar al cantón una comunidad campesina interesada en sembrar quinua, criar camélidos o embotellar el agua para vender a los propios chilenos. En lugar de ello, altos personeros de la Cancillería, como Alberto Zelada y Jorge Gumucio, encargaron al Servicio Geológico Minero (Sergeomín) un estudio para el uso conjunto de las aguas que son exclusivamente bolivianas. El acuerdo considera que debe abarcar a la fauna y la flora de la región. El convenio tendría el nefasto precedente de permitir que Chile interfiera, a título de jurisprudencia, en el uso de todas las aguas de la Cordillera que limita entre ambos países. Si este que es el problema más transparente y sencillo de nuestra política exterior, ¿podrá la actual diplomacia resolver el problema macro de nuestro enclaustramiento? En síntesis, la política exterior de Chile no es una fortaleza invulnerable. Tiene vacilaciones y contradicciones que la castrada diplomacia oligárquica de Bolivia no sabe aprovechar.