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La casa sigue en llamas

Fuentes: Rebelión

Más de 60.000 El lunes 6 de enero Alejandro Encinas anunció la cifra, corregida y actualizada, de personas desaparecidas en México: 61,637 desde 1964 a 2019. Reconoció también que están lejos de resolver el fenómeno de las desapariciones: los primeros 13 meses de la 4T hubo 5,184 desaparecidos (La Jornada , 2020a). Para dar una […]

Más de 60.000

El lunes 6 de enero Alejandro Encinas anunció la cifra, corregida y actualizada, de personas desaparecidas en México: 61,637 desde 1964 a 2019. Reconoció también que están lejos de resolver el fenómeno de las desapariciones: los primeros 13 meses de la 4T hubo 5,184 desaparecidos (La Jornada , 2020a). Para dar una referencia, en enero de 2019, se contaba 40,180 en el malogrado registros de la Comisión Nacional de Búsqueda heredada de Peña Nieto (RNDPED 2019) .

Pero la estadística es aún es muy incierta. De acuerdo con estimaciones de organismos de derechos humanos y colectivos de familiares de personas desaparecidas, por cada denuncia de desaparición, hay al menos otras ocho que no se denuncian por miedo o por desconfianza en las instituciones y sus funcionarios (MVS Noticias, 2017). Esto sin contar los miles de migrantes extranjeros víctimas de la desaparición forzada en su paso por México, sin que haya ningún conteo que pueda ser confiable. En 2016, el Movimiento Migrante Mesoamericano (MMM) estimaba que alrededor de 70 mil personas habían desaparecido en el país en 10 años (2006-2016). Es decir, casi el doble de las desapariciones de personas registradas hasta ese momento.

Un dato estremecedor es que aunque se mostraban datos de más de 50 años, el 97.43% de las desapariciones totales registradas sucedieron sólo entre 2006 y 2019 . Si bien el registro de desapariciones del pasado es aún más deficiente que el actual, resalta la proporción de lo que desató Calderón con la llamada «guerra contra el narcotráfico» como parte de su estrategia de control y entrega de los recursos del territorio mexicano a los intereses norteamericanos. El principal ejecutor de esta guerra, Genaro García Luna, ex-Secretario de Seguridad Pública, se encuentra bajo juicio en EU por haber colaborado con el Cártel de Sinaloa. La dimensión de la hecatombe ya coloca a México junto a Camboya, España y Colombia, entre los países con más desaparecidos del mundo.

Guerra de amplio espectro en la 4T

La sentencia final del Tribunal Permanente de los Pueblos explicaba con pormenores cómo la violencia responde a la refuncionalización del territorio y base productiva de México al capital trasnacional. La política de seguridad de AMLO no ha roto con la subordinación a los dictados geopolíticos estratégicos del Comando Norte de Estados Unidos. El despliegue militar continúa fortaleciéndose cercando territorios indígenas (principalmente en Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Veracruz y Chiapas) para garantizar las dinámicas económicas de las grandes empresas frente a las resistencias existentes o potenciales -más que para combatir a los grupo del narcotráfico, como suele argumentarse-. Esto nos convierte en un país militarizado a partir de una estrategia de guerra irregular en que el enemigo está entre los civiles.

Como saldo de esta guerra destacan la continuidad en el asesinato y desaparición de líderes comunitarios y opositores a megaproyectos. Tan sólo en el primer año del gobierno de la 4T se registraron 28 activistas asesinados. Dos casos recientes han encendido la indignación de los defensores del territorio: el asesinato de Samir Flores, opositor a la Termoeléctrica de Huexca, ocurrida el 20 de febrero de 2019 en Amilcingo, Morelos; y el de Josué Bernardo Marcial Santos, alias Tío Bad, defensor del territorio sayulteca en Veracruz, desaparecido y asesinado hace apenas un mes.

La política de guerra en México tuvo un nuevo viraje tras el 11 de septiembre de 2001, cuando EU desató un nuevo esquema de seguridad a nivel hemisférico. Bajo este esquema, todo lo que ocurra en territorio mexicano se atiende como un asunto de seguridad del suelo patrio ( Homeland Security ). A partir de entonces, nuestra frontera se considera la contiguous defense zone . Desde ese entonces, a través de distintos mecanismos, acuerdos y tratados se entregó por completo la soberanía política del país. Entre estos tratados está el ASPAN (2005); la Iniciativa Mérida (2008) -que debe entenderse como la aplicación del Plan Colombia a la mexicana-; un Memorándum de Cooperación para prevenir el incremento de la violencia fronteriza, mejorar la seguridad pública bilateral y fortalecer la cooperación conjunta (2013); el Programa Frontera Sur, entre otros.

Desde entonces la guerra, la violencia y las desapariciones se han intensificado. Los mandos de los cárteles más sanguinarios, como los del Golfo y los Zetas, provienen de militares desertores del Ejército mexicano y entrenados en agencias estadounidenses bajo los acuerdos antes mencionados. De esta forma, ambos «bandos» en la guerra, narcotraficantes y militares, fueron formados bajo la política de seguridad contrainsurgente impuesta por Estados Unidos.

Destaca también el grave problema de tráfico ilegal de armas de Estados Unidos a México, principal fuente de pertrechos de guerra y de escalada bélica de la violencia. Y no sólo nos referimos al tráfico hormiga, que constituye una de las principales flujos de armas, sino al planeado por el propio gobierno estadounidense. El caso más conocido fue la llamada Operación «Rápido y furioso», con la cual unilateral y deliberadamente la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF), bajo la orden de Hillary Clinton, dejó que se traficara ilegalmente a México miles de armas con el pretexto fallido de rastrear a los delincuentes, pero que sirvieron para cometer miles de asesinatos.

Las víctimas hablan: los casos y las causas

Durante esos diez años de «guerra contra el narcotráfico» los movimientos transformaron la conciencia política nacional, superando su condición de víctimas y elevando sus reclamos hacia los nudos estructurales del problema: contra el complejo industrial militar y el tráfico de armas, a lo que el gobierno federal ni siquiera ha puesto personal ni equipo mínimo para evitar el tráfico hormiga de armas en la frontera (Proceso, 2020); están por el juicio a los responsables del genocidio, mientras que el gobierno federal lo dilata aún más que la justicia estadounidense; están por una política de paz compartida con Centroamérica, y lo que se ha vendido es una versión del muro de Trump en el Istmo de Tehuantepec. La meta presidencial de bajar los niveles de violencia un 30%, al menos en cifras de desapariciones, nos llevaría a niveles de …. 2015, bastante lejos de la paz.

Existe una Comisión nacional de búsqueda que con insuficiente presupuesto e inexperiencia, atiende una serie de casos de víctimas, pero no basta el «máximo de justicia para un mínimo de casos», el ritmo de las desapariciones sigue en niveles de conflicto bélico, y es urgente atender las causas del fenómeno sin desatender los casos . Esto implicaría por lo menos:

  • Acabar con la impunidad histórica que involucra al Estado: desde Tlatelolco hasta Ayotzinapa, por lo menos
  • Desmantelar el entramado estructural del Ejército mexicano y su estrecho vínculo con el norteamericano
  • Desmilitarizar la vida pública y concientizar a la sociedad a través de la verdad
  • No criminalizar, ridiculizar ni ningunear la protesta social ni a los familiares de víctimas a través del Estado y sus herramientas de comunicación

Sin embargo, reconociendo la experiencia de otros países y la de nuestra propia historia sabemos que la justicia sólo vendrá de la voz de los pueblos y no de negociaciones privadas. A su vez nos queda claro que para que eso suceda la fuerza estará en las calles, reclamando lo que corresponde y no callando frente al poder. La peor salida es aquella que encuentra acomodarse a los discursos de un gobierno, allí es cuando nuestra voz queda sumida a las paredes institucionales que siempre buscan la manera de usar nuestros reclamos como políticas de consenso. Y mientras la impunidad continúe cualquier acto de acomodo será sinónimo de complicidad.

¿Hay condiciones para un diálogo verdadero?

En este contexto es que el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD) convocados por Javier Sicilia se movilizará este próximo 23 al 26 de enero. Los diálogos entre movimientos de víctimas y funcionarios del Estado ya se han dado. Los resultados son frustrantes. Los movimientos denuncia que no se han atendido a sus reclamos. Los funcionarios evaden su responsabilidad argumentando que la culpa es de las administraciones anteriores, piden paciencia y confianza en ellos «por ser diferentes».

A nueve años de que surgió el MPJD, el reclamo de paz es más urgente, sobre todo con un gobierno que ha llegado de la mano de la esperanza del pueblo. Esperanzas de un México nuevo, un México vivo. Lo mínimo que le toca al Estado es oír el grito de justicia que enarbolan los familiares de las miles de miles de víctimas de estos últimos años, y reconocer las faltas y los desaciertos. Lo mínimo que le toca a nuestra sociedad es acompañar a quienes luchan por la vida, el elemento básico de cualquier forma de convivencia humana. Esto no tiene que ver con defender banderas políticas: es una pelea vital que le toca al Estado afrontar de manera seria y decidida, y nos toca a nosotros como ciudadanos reclamar una y mil veces hasta que se haga justicia.

Aprendimos de la historia que la memoria no le pertenece al poder, nos pertenece al pueblo. Entregarla a las instituciones y olvidarnos de ella sólo nos llevará al olvido. Lamentamos la posición de quienes quieren juzgar a las víctimas acusándolas de «hacerle el juego a la derecha». Aquello no es más que un maniqueo político que debiera ser inaceptable. Criminalizar a las víctimas, ese es el juego de la derecha, del olvido, de la complicidad. Por supuesto que querrán sumarse a este reclamo intereses que nada tienen que ver con la lucha por la paz en nuestro país y buscarán capitalizar la movilización a través de sus medios hegemónicos. Las contradicciones no están sólo en el Estado, también existen en la calle. Nuestra responsabilidad será evidenciar esos mecanismos perversos y demostrar que sus intereses no nos pertenecen.

Sin verdad ni justicia no habrá paz

La desaparición forzada, de la mano de los asesinatos a mansalva, son un mecanismo de exterminio social que al ser parte de nuestra cotidianidad dejamos de verla como una excepción. El horror, así como la vida, se relativiza y los márgenes se estrechan: nos acostumbramos a morir y vivimos inmersos en un terror cotidiano que nos impide hablar, contar, denunciar.

A diferencia de la Doctrina de Seguridad Nacional de la década del 70 en América Latina, en la que la desaparición se justificaba por la amenaza del enemigo interno y se realizaba través de golpes de Estado y gobiernos militares, en México no ha sido evidente esta estrategia aunque los mecanismos sean los mismos. Se ha intentado presentar como un devenir fortuito de choque de intereses entre cárteles y sus víctimas colaterales. Ahí parecería que la participación de algunos funcionarios fuese sólo producto de la corrupción y los intereses inmorales de los políticos de turno. De esta forma, las explicaciones oficiales se parecen más al guión televisivo de una serie hollywoodense que a la verdad de fondo que hace años ha condenado a México.

La deuda principal es la justicia con el pasado, con los casos ya denunciados y demostrados de responsabilidad del Estado con los crímenes de lesa humanidad: Tlatelolco y Ayotzinapa a la cabeza. La responsabilidad directa recae en los jefes de Estado y sus partidos en el entramado criminal contra la población civil. Lo que sigue es desarmar el hilo conductor que comienza con el Ejército y la instrucción norteamericana en la introducción del narcotráfico en nuestro territorio. Luego sigue entender que la violencia que opera en México no es una excepcionalidad. Su exacerbación en el nuevo de gobierno demuestra que se trata de un problema estructural que se ha instalado como una forma de sostener las dinámicas económicas y políticas dominantes.

Sin verdad ni justicia no habrá paz. El perdón no puede ser sinónimo de complicidad. Callarnos ante esta situación no va a resolver nada, peor aún: nos hará cómplices del terror en el que estamos inmersos. Nuestro deber es gritar por quienes no pueden, es buscar a los nuestros, es exigirle al Estado que cumpla con su principal función: velar por nuestra seguridad. Mientras eso no suceda, mientras el Estado no pueda garantizarnos la vida y nos criminalice por decir la verdad, no habrá paz. Mientras las víctimas no puedan hablar, mientras el miedo se apodere de nuestra vida cotidiana, mientras el silencio sea nuestra posibilidad de supervivencia no podemos decir que haya democracia para todos.

Referencias:

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.