Históricamente la tasa de ganancia de un capital invertido en la producción ha sido del 20 por ciento anual. De modo que a un capital de un millón de unidades monetarias ha correspondido a lo largo de los últimos 200 años una ganancia de 200 mil unidades monetarias. Ese 20 por ciento es, sin duda, […]
Históricamente la tasa de ganancia de un capital invertido en la producción ha sido del 20 por ciento anual. De modo que a un capital de un millón de unidades monetarias ha correspondido a lo largo de los últimos 200 años una ganancia de 200 mil unidades monetarias.
Ese 20 por ciento es, sin duda, una buena ganancia. Sobre todo si se le compara con el 3.5 por ciento que paga un banco o el 4 por ciento que reditúan algunos fondos de inversión.
Pero ese 20 por ciento no va a parar íntegramente a las manos del productor. Éste tiene que cubrir el costo de la renta de la tierra (o del edificio o de la nave industrial). Y a ese 20 por ciento histórico también debe descontársele el costo del financiamiento, es decir, el pago de interés del dinero obtenido en préstamo para arrancar el negocio.
De modo que ese 20 por ciento de ganancia histórica debe repartirse entre fabricante, terrateniente y prestamista. Salvo, claro está, que el fabricante aporte por sí mismo el millón de unidades monetarias necesario, cosa que, obviamente, no es lo común.
Queda claro, en consecuencia, que la ganancia del fabricante o productor sólo puede ser de entre 6 y 7 por ciento, es decir, una tercera parte de aquel 20 por ciento histórico.
Por eso los bancos o los fondos de inversión o los fondos de ahorro para el retiro sólo pueden pagar tasas de interés reales de 3 ó 4 por ciento, como acontece en la realidad. La diferencia entre ese 3 o 4 por ciento y el 7 por ciento que es la ganancia del productor constituye la ganancia del banco o del fondo de inversión.
Estos son los hechos económicos. Constatables histórica, estadística y matemáticamente. Cabe, entonces, preguntar: cómo puede una persona, una institución o una sociedad ofrecer tasas de interés que superan, a veces por mucho, el máximo posible que es ese 3 o 4 por ciento.
Cuando esto último acontece, cabe fundadamente sospechar un fraude, una simulación, un engaño para atraer incautos que lleven su dinero a la empresa que ofrece «buenísimos rendimientos», simplemente para ser despojados de su patrimonio. Se trata de las mil y una variantes de la celebérrima pirámide de Ponzi: ofrecer altos rendimientos para recibir recursos y luego no devolverlos.
Esos porcentajes (20, 7, 4 o 3) de los que estamos hablando son la norma, la constante histórica en una economía legal. Pero es obvio que la economía criminal (producción y comercio de drogas, trata de personas, robo de vehículos o secuestro, por ejemplo) es capaz de pagar muy altos rendimientos a quienes invierten en esos «negocios».
Pero en la economía legal el rendimiento real a lo largo del tiempo no puede ser superior a ese 3 o 4 por ciento, digamos estándar. Véase a título de ejemplo de esta forma de engaño los «rendimientos» que ofrecen los bancos regulados por la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro (Consar). Van de un máximo de 8 por ciento a un mínimo de 5 por ciento, con un promedio simple de menos de 7 por ciento.
Por eso frecuentemente la Consar reporta pérdidas (ella, eufemísticamente, dice minusvalías). Hay que ir ajustando los rendimientos para que, en el mejor de los casos y al paso del tiempo, el ahorrador reciba el 3 o 4 por ciento estándar y nada más. Una forma, ciertamente, menos perversa que la pirámide de Ponzi clásica.
Blog del autor: www.miguelangelferrer-mentor.
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