¡Los empresarios amenazan con una huelga! ¿Escucharon? Habrá huelga de empresarios. ¿Entendieron? Claro que, como no les gusta la palabreja, como eso les huele a pueblo, no la usan, pero dicen que no producirán. Eso se llama huelga. Por supuesto que se trata de una huelga contra el pueblo, como no podía ser de otra […]
¡Los empresarios amenazan con una huelga! ¿Escucharon? Habrá huelga de empresarios. ¿Entendieron? Claro que, como no les gusta la palabreja, como eso les huele a pueblo, no la usan, pero dicen que no producirán. Eso se llama huelga. Por supuesto que se trata de una huelga contra el pueblo, como no podía ser de otra manera.
Veamos cómo llegamos a tal situación. Desde siempre, desde que se dictó el decreto 21060, de hecho, desde que se creó la república o, peor aún, desde que comenzó la colonia, los empresarios (dueños de fábricas o de comercios) ponen las reglas del juego conforme a sus intereses. Por supuesto, están convencidos que así debe ser. Esa es la teoría del libre mercado, que les otorga franquicia para jugar con el bolsillo, el estómago y la vida de todos los seres humanos. Podríamos poner mil ejemplos de todas partes del mundo, pero ésta no es una clase de teoría económica.
Dos casos de los últimos años aquí, en Bolivia, son suficientes para demostrarlo. En el esquema del neoliberalismo, la tierra recuperada a medias por la reforma agraria de los años ’50, volvió a ser mercancía (esta vez sin colonos). Los mercaderes la compraban a precio irrisorio, gracias a las deformaciones impuestas por ellos mismos en la ley de reforma agraria, cien veces parchadas. Cuatro o cinco años después, sin haberlas ni siquiera cercado, podían venderlas a cinco o diez veces el valor pagado. No es una exageración que se conozca, ese negocio, como «tierras de engorde». Cuando se les quita esa granjería, echan el grito sosteniendo que la democracia está en peligro. Democracia ¿es sólo el privilegio de enriquecerse? De hecho, están resistiendo el cumplimiento de la ley, con matones armados.
Ahora están enceguecidos con su «derecho» a vendernos el aceite a precios más altos que los internacionales. Para impedir ese abuso, el gobierno prohibió la exportación de aceite, hasta que racionalicen los precios internos. Es entonces que, estos señores, amenazan con dejar de producir.
Las cuentas claras
Los ocho gobiernos que se sucedieron desde agosto de 1985 hasta enero de 2006, entregaron las grandes empresas y los mayores recursos del país a las transnacionales. Los pequeños negocios, como la fabricación de aceite o el cultivo de flores, se destinaron a los empresarios nativos. Los dueños de las grandes plantaciones de soya (principal actividad agrícola de Santa Cruz) venden la producción de esas tierras a las tres o cuatro empresas aceiteras que forman las logias dueñas de ese rubro. Por supuesto, también deben entregarles su producto los medianos y pequeños agricultores.
Ahora bien. A nivel mundial, los alimentos han tenido un alza de precios constante en los últimos años, debido a factores diversos. El más importante, como todos saben, es la crisis económica en Estados Unidos de Norteamérica. Los empresarios bolivianos, como los de todo el mundo, siguen viviendo el esquema neoliberal. La regla es simple: si el precio sube en el mercado internacional, debe subir internamente. Si los empresarios pagan sueldos miserables a los trabajadores que siembran, cuidan y cosechan la soya, así como quienes trabajan en las aceiteras, subirán el precio del producto de toda esa explotación, pero nadie puede obligarlos a pagar más a sus obreros.
De modo que, con salarios míseros, los bolivianos deben comprar aceite a precio internacional. Así lo hicieron siempre y quieren seguir haciéndolo. No importa que, el consumo interno, sea entre un 10 y 15% de la producción total del aceite que comercializa ese grupo.
Las logias gananciosas
Hasta aquí, todo parece claro. Sería muy simple separar a los explotadores de los explotados. Pero, como lo hicieron siempre, recurren al engaño. Al pequeño agricultor que cultiva una o dos hectáreas de soya, lo convencen de que es empresario tanto como el que cultiva mil o dos mil hectáreas; incluso lo incorporan a sus asociaciones y hasta lo eligen directivo, para que defienda los intereses de los grandes. A los obreros de las aceiteras, les echan el discurso de que perderán su fuente de trabajo porque el gobierno no les deja ganar lo que quieren. A los campesinos que siembran, cuidan y cosechan la soya, les dicen que no recibirán el miserable salario que le pagan, porque el aceite produce el dinero que llega a todos los bolsillos.
La gente pobre, el trabajador explotado, el campesino que apenas come con lo que recibe, el pequeño agricultor que se siente rico porque puede comprarse zapatos, se alinean al lado de los explotadores de la tierra y los dueños de las fábricas. Lo hacen, mientras no se dan cuenta que se movilizan en provecho de los dueños del dinero y en perjuicio de sus bolsillos. Pero muy pronto hacen cuentas. Lo que ganan, que sigue siendo lo mismo de antes, no les sirve para comprar la misma cantidad de cosas. Entonces, ¡sólo entonces!, se rebelan contra sus enemigos.
A eso es a lo que llaman inflación los «analistas serios». Se trata de que, el dinero que recibe la gente, ha perdido valor. ¿Cómo ocurre esto? «Porque los precios suben», contestan estos pensadores. Pero, cuando se pregunta por la razón de esas alzas, entonces no tienen respuesta o, para peor, tiran en la mesa una vieja y gastada frase: «el gobierno, que no sabe manejar la economía, tiene la culpa».
La solución es simple
El tema es el precio interno del aceite. ¿Quieren exportar para tener ganancias suficientes? ¡No especulen con el bolsillo de los verdaderos productores del aceite, los bolivianos y las bolivianas! El aceite debe tener un precio interno conforme a los bajos sueldos que ustedes pagan, señores empresarios.