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La contrarreforma electoral de AMLO: todo el poder

Fuentes: Rebelión

¿Requiere México hoy de una nueva reforma electoral? Sí; pero no la que el presidente López Obrador está proponiendo.

Ésta es la que él necesita o acaricia para su personal aspiración de manejo de los procesos electivos y de ejercicio del poder. Pero en general, lejos de representar un avance en la profundización de la democracia político-electoral, se traduciría en retrocesos y, sobre todo, una mayor concentración del poder en —es redundante decirlo— el poder Ejecutivo a su cargo. Llama la atención que se quiera realizar una reforma de fondo después de tres procesos (2015, 2018 y 2021) en los que no hubo cuestionamientos mayores al órgano encargado de la elección ni a su cómputo, y aun así se la quiera fundamentar en “evitar los fraudes”. Se trata, por supuesto, de mantener el control sobre los comicios federales y, sobre todo, los de 2024 en los que quiere asegurar la sucesión en favor de quien él elija para la candidatura del Morena.

En aras de obtener ese control, el presidente está tensando nuevamente la relación con las fuerzas políticas con las que tendría que llegar a acuerdos, y dividiendo a la opinión pública nuevamente en polos casi irreconciliables. En tanto que todas las reformas electorales desde la de 1978 fueron producto de consensos entre el gobierno y las oposiciones, ésta podría ser, de prosperar, la primera impuesta unilateralmente desde la presidencia usando su mayoría relativa y, necesariamente, como ya ocurrió en la reforma militarista de hace unas semanas, mediante la cooptación de votos opositores en el Congreso. López Obrador quiere aplastar, ganar todas las canicas.

Y no sería una reforma menor, sino una que modificaría los órganos y procedimientos comiciales, pero más aún la naturaleza de la representación popular misma. Como siempre, el discurso se centra en el tema del alto costo del INE y de las elecciones, y en la necesidad de aplicar la muy neoliberal austeridad, ahora en su modalidad de pobreza franciscana. Con ello logra atraer las simpatías de un amplio sector de ciudadanos, convencidos de antemano del parasitismo y poca utilidad de los partidos políticos y contrarios a los excesivos sueldos y privilegios de los consejeros y otros funcionarios electorales, lo que podría dar legitimidad a los retrocesos por venir.

Veo tres aspectos positivos en la propuesta presidencial: uno es precisamente la constricción de los elevados honorarios y prerrogativas a los miembros del INE, en varios sentidos injustificables; otro, la reducción de las prerrogativas económicas a los partidos, que empero no deben llegar al punto de ahogarlos, limitar su presencia social o, en el peor de los casos, conducirlos a buscar el financiamiento ilegal o criminal; y tercero, la eliminación de los senadores plurinominales que, ciertamente, desde su instauración, han desvirtuado la naturaleza originaria y el propósito del Senado como representación paritaria de las entidades de la Federación para ponerlo en manos de las burocracias de partido.

Para el tema de los insólitos ingresos de los funcionarios del INE no es necesaria una reforma constitucional; es un tema presupuestal y de fiscalización que refiere a un abuso cometido aprovechando la condición del organismo autónomo. Pero para el del financiamiento a los partidos, que es un tema más complejo, sí se requiere modificar la Constitución. La partidocracia introdujo fracción II inciso a) del artículo 41 una fórmula en la que los recursos destinados a los partidos están ligados al padrón electoral. Al crecer éste, cada año, debe aumentar, en consecuencia, ese financiamiento. Cuando la partidocracia opositora proclama “El INE no se toca” está diciendo que no se toquen tampoco los inmensos recursos públicos que ella maneja. Pero la democratización implicaría que sí se realice una reforma para modificar esa distribución del presupuesto y poder reducir las erogaciones a los partidos.

El financiamiento público, empero, fue uno de los aspectos progresistas establecidos desde la reforma política de 1978, que por primera vez declaró a los partidos entidades no públicas, sino de interés público. Eliminar totalmente el financiamiento público, o restringirlo sólo a los periodos de campaña, como lo busca ahora la contrarreforma presidencial, sería un enorme retroceso a la situación anterior a esa fecha. Se favorecería, sobre todo, a los partidos vinculados a la oligarquía, que más pueden obtener recursos por donación de los grandes capitalistas, y sería una desventaja para las organizaciones de origen popular o sin esos vínculos con la plutocracia. Equivaldría a una virtual privatización de los partidos y, peor, los expondría aún más que ahora, a la intervención de la delincuencia organizada en su sostenimiento, campañas y definición de candidatos. No me cabe duda de que es una medida pensada con lógica de partido de régimen o partido de Estado, como cuando el PRI se sostenía no con las cuotas de sus militantes sino con recursos públicos. Y Texcoco es una muestra de hacia dónde quieren conducir la política partidaria en ese tema.

Analizar lo que la partidocracia significa implica, además del tema económico, otro aún más trascendente: la conformación de la representación popular. Es decir, más allá del mucho o poco dinero manejado por las burocracias partidarias, está el tema de las candidaturas y los representantes de representación proporcional. Nuevamente, la reforma de 1978 fue un paso adelante porque abrió espacios en la Cámara de Diputados a las minorías que obtuvieran en la elección al menos el 1.5 por ciento de los sufragios válidos, estableciendo así el pluralismo legislativo. Este porcentaje ha ido subiendo hasta el actualmente conocido 3 por ciento; pero desde entonces se estableció la figura del representante plurinominal, elegido no por cada distrito sino de una lista establecida de antemano por cada partido para cada una de cinco circunscripciones. El punto es que esas listas son confeccionadas, es obvio, por las dirigencias de los partidos que son las que determinan, así, más allá y por encima de los electores, quiénes llegan a esos cargos de representación proporcional. Los ciudadanos no eligen; sólo legitiman a quienes los líderes de partido han elegido. Por eso la gente dice, con razón las más de las veces, que son diputados o senadores por las que nadie votó.

Eliminar la representación proporcional sería un nuevo retroceso, que marginaría a las organizaciones minoritarias —pero con posibilidades de transformarse en mayoritarias, como ocurrió con el mismo Morena entre 2015 y 2018— de la representación política. Lo que habría que hacer es, en cambio, modificar la forma de elección de los representantes de minoría, de manera, según lo he planteado ya con anterioridad en estos mismos espacios periodísticos (“La posible reforma política del sexenio”, 27 de agosto de 2021), que se supriman las listas partidarias elaboradas por las cúpulas y los legisladores de minoría sean, en cambio, los que habiendo hecho campaña en su distrito, hayan obtenido los mejores porcentajes para sus respectivos partidos en cada circunscripción. Es la única forma de devolver a los electores la determinación de sus representantes legislativos, que hoy está en manos de las elites partidarias.

La propuesta presidencial actual va, en este tema, exactamente en sentido contrario a la democratización. Lejos de eliminar los listados de candidatos plurinominales pretende convertir a todos los legisladores en tales, surgidos todos ellos de la determinación cupular. El ciudadano no votaría ya por candidatos sino sólo por partidos, y éstos estarían determinando de antemano, por el orden en la lista, quiénes se integrarían a la representación nacional o en los legislativos estatales. Es una reforma, dígase nuevamente, para fortalecer esa partidocracia, en realidad una deformación o simulación de la democracia. Nuevamente también, el Morena razona como el partido de régimen que ya es, una calca de su antecedente tricolor.

Esa forma de elegir se corresponde a la de los regímenes parlamentarios, donde el partido que obtiene el mayor número de diputaciones conforma, solo o en coalición, el gobierno; pero no a un régimen presidencialista como lo es el mexicano.

La iniciativa de López Obrador propone, además, siempre por razones de austeridad monetaria, suprimir los organismos públicos locales electorales, OPLEs, y tribunales electorales locales para transferir todas las tareas de organización, realización, cómputo y resolución en los procesos electorales a lo que ahora, se plantea, sería el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas, INEC y al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. No es sólo un fuerte golpe al federalismo sino una centralización del poder sin precedente desde que la Secretaría de Gobernación, antes de 1990, manejaba la Comisión Federal Electoral, y aún más. El consejo del INEC se integraría no por once consejeros como el del INE actual, sino sólo, austeridad de por medio, por siete. Pero éstos ya no serían electos en la Cámara de Diputados entre las fuerzas políticas sino por el voto popular. Es el aspecto más demagógico y no menos peligroso de la propuesta. Los candidatos a ser votados surgirían de una lista elaborada por las cámaras de Diputados y Senadores, de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y… el Ejecutivo.

Es decir, serían, en definitiva, el presidente de la República y la fuerza o fuerzas mayoritarias en el Congreso quienes determinarían la composición del consejo electoral. Ninguna autonomía. Bastará con que esa lista de candidatos esté compuesta en su totalidad o en su mayoría por adictos o incondicionales al presidente y a su partido, para que, mediante el “voto popular” se integre un órgano totalmente controlado por el Ejecutivo y el partido mayoritario. Adiós también al servicio electoral de carrera que permite tener funcionarios electorales profesionalizados, para hacer del árbitro electoral objeto de disputas a dirimir también en las urnas. Se quiere justificar la contrarreforma lopezobradorista en una falsa economía de recursos, pero ahora se agregaría a las elecciones del Ejecutivo y Legislativos federales y de los Estados este nuevo tipo de elección que, sin duda, representará un costo adicional en organización y campañas.

Por increíble que parezca, el mismo procedimiento electivo se pretende aplicar —hay que controlarla también— a los magistrados de la Sala Superior del TEPJF; esto es, los jueces encargados de resolver en definitiva los conflictos electorales también serían sometidos al sufragio del “pueblo bueno y sabio” a partir de listas similares a las de los candidatos a consejeros, elaboradas por los partidos mayoritarios en el Congreso y, faltaba más, por el presidente de la República. Con ello se vulnerará irremediablemente la autonomía del Poder Judicial y, por tanto, la división de poderes, que quedaría como un mero enunciado sin concreción ninguna.

El punto no debiera ser, no puede ser, por tanto, si la propuesta presidencial cuenta con mucha o poca aceptación entre los ciudadanos, que difícilmente la conocen en detalle, sino cuáles son sus contenidos e implicaciones concretos y sus posibles resultados. Mucho más que para democratizar los procesos electorales se trata de una iniciativa que fortalecerá a las elites partidocráticas y, sobre todo, al poder presidencial, a costa de debilitar el federalismo y la autonomía de los organismos públicos de ese carácter, en aras de una austeridad democraticida y de la demagógica premisa de que el voto popular es el mejor procedimiento para resolverlo todo. Está visto que la popularidad de un político no es sinónima, ni mucho menos, de eficiencia o de honestidad.

Por eso y otras razones que aquí ya no caben, la reforma electoral de López Obrador no debe pasar. Las fuerzas organizadas de la sociedad y los ciudadanos deben madurar, en cambio, propuestas de reforma que mantengan y profundicen la autonomía de los organismos electorales construidos hasta ahora, pongan límites al poder de las burocracias partidarias, garanticen la rendición de cuentas, aseguren una representación popular compuesta equilibradamente con apego al voto ciudadano y garanticen condiciones equitativas y parejas de competencia. ¿Será mucho pedir?

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

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