Qué duda cabe, debatir la corrupción, es una tarea ineludible de la revolución política y descolonizadora. Es un asunto que debe tratarse con rigurosidad estratégica: Ver de cerca, lo que nos oferta a lo lejos, la coyuntura. Y la coyuntura está cargada de un tema eje: la red de extorsionadores. Este tema ha cargado la […]
Qué duda cabe, debatir la corrupción, es una tarea ineludible de la revolución política y descolonizadora. Es un asunto que debe tratarse con rigurosidad estratégica: Ver de cerca, lo que nos oferta a lo lejos, la coyuntura.
Y la coyuntura está cargada de un tema eje: la red de extorsionadores.
Este tema ha cargado la tinta de analistas, politólogos, futurólogos, dóxofos y sábelotodos.
Es un tema de coyuntura política, pero que a diferencia de otras coyunturas, devela y revela la política en su forma comprimida, en formato de crisis, y la crisis -como diría Zavaleta- es un método de conocimiento.
Por eso la red de extorsionadores, supera con creces la idea de un clan satánico compuesto por abogados del Órgano Ejecutivo, el Judicial -incluido el Ministerio Público.
Pone en evidencia que la economía política de la corrupción, no es ese pequeño pago en la fila para los carnets, la coima al varita por una infracción de tránsito, sino que es capaz de afectar intereses de Estado, que es capaz de afectar negativamente la imagen ética de la revolución y con ello la posibilidad de acelerar la transformación económica hacia el socialismo.
Esta red explica -en su estructura intima-, los déficits institucionales de un Estado todavía débil en una transición difícil, una transición que nos oferta a cada paso, casi como destino sonso, el retorno del colonialismo interno, el imperial y el transnacional.
Por ello es que la red de extorsionadores, nos exige, nos impele, a explicarnos la corrupción, no como un problema de «chicos malos» y «chicos buenos». De «malos abogados» y «buenos abogados», sino como un problema político que puede tener serias consecuencias en los avances de la revolución.
Dicho de otra forma, mientras por un lado la revolución avanza raudamente (en lo económico y social), por el otro, se gesta -oculta y subrepticiamente-, una restauración neoliberal. ¿Acaso no hubo régimen más corrupto que el neoliberalismo?
El capitalismo no duerme, quiso decir el presidente Evo, cuando se refirió a la corrupción.
Es que la corrupción se constituye en el núcleo difuso del capitalismo, es decir la corrupción es capitalismo, pero capitalismo difuso.
La corrupción se nutre del capitalismo a la vez que nutre al capitalismo. Es un camino de doble vía.
Y es difuso porque se encubre, porque a la vez que se muestra como delito, el capitalismo necesita de este delito para la reproducción ampliada de la acumulación genocida.
Es difuso además, porque se diluye entre la tolerancia social y el encubrimiento político y del encubrimiento político a la tolerancia social.
La empresa capitalista por excelencia, fue corrupta. Efectivamente la invasión de lo que hoy conocemos como América, y que nuestros abuelos indios Kuna, llamaban Abya Yala, fue una empresa mercantil, que al inaugurar la modernidad estaba abriendo las compuertas para el ascenso del capitalismo.
Desde Colón a nuestros días, la historia de la corrupción está ligada indisolublemente a la historia de la modernidad en todas sus formas estatales (Virreynatos y Republicas)
La historia de la infamia nos enseña, que el colonialismo necesita de la corrupción, como el capitalismo necesita de la corrupción, son una pareja inseparable.
Y el modelo neoliberal, no fue ajena al fenómeno, sino el campo amplificador que en lo temporal, al menos en Bolivia, data desde 1986 hasta el 2005.
Por ello, debatir la corrupción al interior de nuestra revolución, al interior de nuestras instituciones, al interior de nuestras propias organizaciones sociales, es algo que no se puede dejar de lado, es una tarea para la formación de cuadros.
No podemos cerrar el caso echando la culpa a un grupo de amigos que se «aprovecharon de la confianza»
Y este debate, tiene que darse como lo dijo en una ocasión la dirigenta Julia Ramos «sin enojarse».
No es casual, pues que la propia definición de corrupción sea tan amplia como tan cerrada a la vez. Su ambigüedad, merece ponerse en tela de juicio y con ello ampliar el campo conceptual de nuestra revolución.
Solo cuando la palabra tiene una dirección correcta es posible un uso políticamente acertado, con horizonte histórico sobre las posibilidades y límites de la revolución.
La ambigüedad de la palabra es aliada del capitalismo, como del colonialismo, porque ayuda a encubrir lo que merece destaparse, porque tapa lo evidente para mostrar la farsa como verdad.
Aquí la desambiguación del concepto equivale a la descolonización del lenguaje, particularmente del lenguaje político.
Y la corrupción, nos ha mostrado al menos en dos veces ya, su peligrosidad política, su fondo y sus formas, los agentes subjetivos que actúan y las embajadas que están por los costados.
Su peligrosidad raya en la desmoralización de la militancia popular.
Su fondo y sus formas son esencialmente capitalistas y colonialistas, son la antítesis de la ética protestante planteada por Weber.
Los agentes subjetivos provienen de diversos segmentos, y de diferentes espacios sociales de poder, pero muy particularmente profesionales del derecho. Lo que denuncia lo conservadora que es la formación del jurista en tierras de matriz colonial. Si un agente colonial queremos encontrar, miremos a la profesión de la abogacía. Las excepciones -en este caso al menos-, lo único que hacen es confirmar la regla.
Y la embajada americana no está ausente. Es la que menos aparece, pero es -en general-, la que más esfuerzos ha realizado para el caso Ostreicher, aunque no por los canales formales, sino por otros poco convencionales, como aquellos legisladores norteamericanos que se aparecieron por estas tierras.
La corrupción no duerme dijo el presidente, el capitalismo no duerme, está al acecho como una hiena, como un chacal.
La corrupción es la aliada fundamental del capitalismo y de los colonialismos interno, imperial y transnacional contemporáneos.
Su puesta en debate es urgente, como urgente es la construcción de la ética pública y un sistema de sanciones fortísimo pero a la vez apegado a la Constitución y los límites del poder sancionador estatal.
Nos toca, como lo diría el Ché: «Ventilar las cuestiones prácticas al calor de las divergencias concretas»