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Consecuencias de la salida pactada

La crisis global, única «oposición» a Evo

Fuentes: Le Monde Diplomatique (Bolivia)

Las nubes que anunciaban las peores tempestades, que suelen hipnotizar a analistas de dentro y de fuera de una Bolivia (casi) siempre convulsionada, fueron disipadas por un acuerdo político sorpresivo, no tanto en el fondo como en la forma: los interlocutores no fueron, como podía esperarse, los prefectos autonomistas -que mantuvieron posiciones intransigentes que bloquearon […]

Las nubes que anunciaban las peores tempestades, que suelen hipnotizar a analistas de dentro y de fuera de una Bolivia (casi) siempre convulsionada, fueron disipadas por un acuerdo político sorpresivo, no tanto en el fondo como en la forma: los interlocutores no fueron, como podía esperarse, los prefectos autonomistas -que mantuvieron posiciones intransigentes que bloquearon las negociaciones-, sino la debilitada bancada parlamentaria de Podemos que, pese a su desprestigio generalizado y sus fracturas internas, mantiene un importante peso institucional. Otra vez, los intereses «particulares» de la fuerza heredera de ADN jugaron -involuntaria pero efectivamente- a favor de la consolidación del gobierno de Evo Morales: si tras el referéndum del 10 de agosto el apoyo a Evo se expandió territorialmente a lo largo y ancho del país (quedando en el olvido los «análisis» sobre la pérdida de las clases medias y de la «media luna ampliada»), con el acuerdo político del 21 de octubre el gobierno pasa a concentrar toda la iniciativa y deja en evidencia la carencia de estrategia -y de fuerza- de la oposición regionalista, sin métodos de lucha, pericia política ni apoyos externos para mellar un liderazgo blindado en la zona andina con el 80% de los votos en el referéndum revocatorio y con un piso de más del 40% en las zonas más hostiles del país.

Desde ahora y hasta el 25 de enero, todo el aparato masista y gubernamental se ha dado a la tarea de subir ese piso electoral en el oriente del país de cara a «llegar al 90%» de aprobación para el nuevo texto constitucional. Y generar una inercia electoral para el futuro.

Desbande   

En el actual desbande de la oposición se conjugan múltiples elementos. En primer lugar, una subestimación del liderazgo presidencial -que expresa a un verdadero movimiento nacional equivalente al del ’52, incrustado en la Bolivia profunda siempre invisible para la clases acomodadas- incluso en las regiones autonomistas donde la intensidad del ciclo de luchas 2000-2005 fue mucho más débil que en el occidente, e incluso inexistente. En segundo lugar, la falta de experiencia política de la dirigencia cívica-prefectural -cuyos devaneos intentaron, sin suerte, ser reconducidos por el más «político» Mario Cossío- que rifó la ratificación de los cuatro prefectos en una violenta y desesperada toma de instituciones, masacre de pando de por medio, que como casi todos los putch, de izquierda o de derecha, terminan condenados al fracaso (1). Y en tercer lugar, el factor regional: Unasur y los países vecinos jugaron fuerte en favor de la estabilidad institucional y restaron legitimidad a la «causa» autonomista en sus versiones radicales. Nuevamente, queda claro que Bolivia se gobierna desde La Paz : de allí salen los recursos que sostienen los tesoros regionales, allí (y en todo el occidente) se concentra la mayoría del padrón electoral y también allí existe una visión nacional (lo que no implica necesariamente capacidad para «entender» al oriente) que la media luna fue incapaz de construir.

Esta crisis de la derecha ha profundizado, al mismo tiempo, las acusaciones cruzadas entre cívicos, prefectos y podemistas, y ha acelerado la pelea por la sucesión de Rubén Costas. Una parte de la oposición (Samuel Doria Medina, sectores cívicos de Tarija y probablemente Carlos Mesa) votará sí al texto constitucional mientras que quienes decidan hacerlo negativamente quedarán en la incómoda situación de rechazar una Constitución que legaliza las autonomías y apoyar, por defecto, una carta magna (la actual) ferozmente unitaria. A tal punto llegó la desmoralización conservadora que ahora sus líderes esperan que la crisis global logre, finalmente, un efecto devastador sobre la gestión de morales, que sus estrategias erráticas no sólo no desestabilizaron sino que ayudaron a consolidar (2).

Los intentos por reconstruir una derecha desde las cenizas de los actuales líderes del civismo cruceño, como Branko Marinkovic, conllevan el peligro de recibir una respuesta negativa de sus propias bases, provocando un mayor aislamiento social y/o una radicalización sin rumbo claro. La aparición de nuevos liderazgos en la derecha regional, especialmente la cruceña, llevará un tiempo, el necesario para buscar nuevos rostros no «quemados» y especialmente nuevas banderas bajo las cuales resguardarse y concebir un programa político que pueda ser presentado como alternativa futura, a medio o largo plazo, al evismo y sus efectivos estandartes nacionalistas de izquierda con rostro indígena que ha logrado, de la manera más inesperada, erigir una nueva hegemonía nacional-popular, que quizás no es la soñada por todas las eclécticas bases del oficialismo. Pero es la que hay.

El fracaso de la Constituyente

Con todo, no provienen de la derecha todas las víctimas del acuerdo político. El recuento de daños es más amplio. El triunfo de la «salida pactada» por encima de la vía «revolucionaria» a la que la intransigencia de los prefectos estaba potenciando -como se pudo ver con la detención de Leopoldo Fernández- se llevó puestas las ilusiones de la «nueva izquierda» acerca de la refundación del país por la vía de una Asamblea Constituyente que iba a ser la puesta en acto del poder de la multitud, materializada en una pluralidad de «movimientos sociales».

Desde el principio -y pese a sus títulos de órgano plenipotenciario y «originario»- quedó claro que la Constituyente careció de poder real no sólo para redactar el nuevo texto constitucional sin (excesivas) interferencias, sino para articular acuerdos políticos que permitieran construir una mayoría con sectores moderados de la oposición y aislar a la derecha dura que apostaba al boicot (3). A diferencia de Colombia o Ecuador, el cónclave no quiso -o no pudo- asumir temporalmente las funciones del actual Congreso. Entrampada en debates formales (como los dos tercios, que consumieron varios meses) tampoco pudo -o quiso- generar un verdadero debate nacional más allá de ciertas élites sindicales, ONG y dirigentes políticos. Y terminó por quedar entrampada en la demanda de capitalidad plena de Sucre, un reclamo sacado de la galera y apoyado de manera oportunista por la «media luna» para embarrar la cancha e impedir que la convención lograra sus cometidos. Para los constituyentes que tampoco pudieron -o quisieron- defender la autonomía de la Asamblea ya es tarde para quejarse -con razón- por el manoseo del texto de Oruro por el poder más desprestigiado del Estado. Uno más, en todo caso.

Tampoco valen ahora las quejas de los «radicales» alteños: durante los dos años de sesiones, esta ciudad que cuando se moviliza es imparable, sólo salió a la calle para gritar, corporativamente, que «la sede no se mueve», pero en ningún momento hubo manifestaciones importantes en defensa de la Asamblea o contra la desestabilización de la derecha regionalista.

La retórica de la teórica y prácticamente inconsistente «izquierda de la izquierda» opuesta al «cambio de más de 100 artículos» no resistió los primeros embates de la previsible campaña militante y mediática del oficialismo para el cierre de filas en «defensa del proceso de cambio» y su wawa orgullosa: la nueva Constitución Política del Estado. Concebida como un horizonte de resistencia en medio de una hegemonía neoliberal que condenaba a los disidentes a arar en el desierto, la Constituyente fue víctima de los propios éxitos del movimiento popular: los tiempos se aceleraron y los constituyentes quedaron frente a la incómoda tarea de pensar un país sin insumos -ni teóricos ni materiales- para hacerlo, y la expectativa de que del teatro Gran Mariscal emergiera una nueva generación de cuadros logró muy parcialmente sus objetivos.

Pese al wishful thinking (4) de muchos intelectuales «antisistémicos», Evo Morales actuó, en la negociación congresal, como lo que siempre fue: un político popular con fuertes dosis de realismo y reacio a proyectos de toma revolucionaria del poder (si es que esa formulación tiene hoy algún sentido). En 2003, en 2005 y ahora. Y con una compleja relación con los sindicatos que combina, no sin contradicciones, autonomía y verticalismo por parte de las dirigencias, sobre todo campesinas.

Por otra parte: ¿hubiera sido deseable -y sostenible en el tiempo- un fujimorazo de izquierda que cerrara el Congreso y forzara el referéndum constitucional de manera bonapartista; es decir sostenido en el apoyo de la calle pero sobre todo de las FF.AA.? Porque eso iba a ser, y no la revolución india y antioccidental que los indigenistas pachamámicos -muchos de ellos mestizos clasemedieros- imaginan.

Pese a las concesiones, la nueva Carta Magna tiene todo lo que Evo Morales necesita para construir su proyecto de poder: reelección, mayores espacios para la intervención del Estado en la economía y ciertos insumos para una descolonización entendida como igualdad.

Nuevos desafíos   

Pero la consolidación del «proceso de cambio» quizás tenga otra consecuencia auspiciosa: que sin el fantasma de la conspiración de la derecha -como una sombra en la nuca- se vaya relajando el estado de alerta y consigan surgir críticas constructivas tan necesarias como ausentes en las filas del gobierno (y una izquierda renovada, si es que existe una izquierda en Bolivia). Con el cielo más sereno, empieza una etapa posiblemente más difícil que la anterior (sin los enemigos que al tiempo que amenazan tensan y cohesionan a la propia base): transformar las aspiraciones de cambio -dibujadas en el proyecto de nueva Constitución- en políticas públicas que comiencen a cambiar las condiciones de vida de la mayoría de los bolivianos. Salud, educación, vivienda, nuevas exploraciones y explotaciones de gas, desarrollo rural necesitan para llevarse a la práctica instituciones fuertes y eficientes, que nos alejen del eterno drama nacional: imaginar estatismos sin Estado que acaban sumergidos en esa combinación letal de corrupción patrimonialista e inoperancia burocrática tan familiar a los latinoamericanos.

Todo eso en un nuevo contexto: el mundo ya no es el benéfico receptor de nuestras materias primas a precio de oro, sino un mar de temores sobre el futuro, oscurecido por una crisis por ahora sin luz al final del túnel. Y, con el «enemigo» en retirada, al menos por el momento, las demandas postergadas pueden ir tomando forma en nuevos desafíos a un poder que, hasta ahora, los sectores populares perciben como propio.

NOTAS:

(1) Fue notoria la evolución del discurso del prefecto Rubén Costas, que mutó de posiciones «socialdemócratas» durante el referéndum autonómico del 4 de mayo a la radicalización sin estrategia -que reemplazaba la política por cataratas de insultos- después del revocatorio.

(2) El Deber, 27-10-2008.

(3) Paradójicamente, Carlos Romero -desplazado como posible presidente de la Constituyente a favor de las más «alineada» Silvia Lazarte- fue el artífice del acuerdo congresal.

(4) Tomar los deseos por realidad.

Pablo Stefanoni y Ricardo Bajo son, respectivamente, director y subdirector de la edición boliviana de Le Monde Diplomatique.