Nuestro país (Uruguay), en un fenómeno que no es ajeno a muchas otras sociedades, atraviesa un déficit de capital cultural, cuyo trasfondo implica un problema valorativo, o sea, forma parte de una crisis que es moral, asunto nada menor y que condiciona nuestro presente y futuro. Urge, por lo tanto, reflexionar y tomar cartas en […]
Nuestro país (Uruguay), en un fenómeno que no es ajeno a muchas otras sociedades, atraviesa un déficit de capital cultural, cuyo trasfondo implica un problema valorativo, o sea, forma parte de una crisis que es moral, asunto nada menor y que condiciona nuestro presente y futuro. Urge, por lo tanto, reflexionar y tomar cartas en el asunto, involucrando a todos los actores sociales posibles, particularmente a aquellos, que, por su actividad y relevancia social, son determinantes a la hora de pensar un cambio de rumbo.
En tal sentido, el sistema escolar es absolutamente clave. La educación -inseparable del campo valorativo- tiene por finalidad principal -más allá de otros papeles que le caben- el generar espacios de reflexión y acción, espacios de la sensibilidad, que nos permitan alcanzar la felicidad colectiva, el mejoramiento individual que redunde en el mejoramiento de la «polis».
Y esta tarea debe darse en el devenir de un contexto histórico donde, justamente, a la actual disminución del capital cultural se asocia (como causa y consecuencia a la vez) una modernidad «líquida», en la cual se han dejado de lado los valores de la modernidad «sólida», fundada en los viejos pilares de la Ilustración, motivo por el cual se vuelve vital reivindicar la necesidad de pensar, haciéndolo desde la reactivación de los vínculos de cooperación y acción colectiva. En tiempos donde el conocimiento ya no se asocia a la idea de autorrealización ética vinculada al mejoramiento del colectivo, sino que parece estar demasiado atado a los vaivenes del mercado laboral y/o la formación estrictamente técnica, los educadores debemos retomar fuertemente la impronta humanística, centrándonos -entre otros puntos- en la perspectiva aristotélica de «felicidad», la cual presupone una faceta ética vinculada al conocimiento y se basa en la autorrealización dentro de un colectivo humano, adquiriéndose mediante el ejercicio de la razón que valora.
El valorar, el sopesar, el elegir -en el marco de un tiempo histórico que ha dado un nuevo giro al viejo debate entre valores universales y relativos- parece haberse convertido en mala palabra, en algo propio de «conservadores» y «autoritarios» y es, al menos, políticamente incorrecto sostener que determinados valores culturales son preferibles a otros. La bienvenida diversidad cultural parece haber devenido en una incapacidad valorativa. Se ha impuesto la mirada de que «todo vale lo mismo», lo cual no ha significado más que decir que «ya nada vale».
Por otra parte, la idea de un canon universal siempre ha supuesto una mirada elitista y la marginación de toda expresión ético/cultural que no estuviera en sintonía con esa medida de todas las cosas. Y los juegos de poder parecen emerger allí más claramente, en tanto, en definitiva, ¿quién establece el canon y bajo qué legalidad? No se puede negar que el fuerte acento en la diversidad cultural ha dotado a nuestras sociedades de una mayor riqueza y ha permitido escabullirnos del autoritarismo de la considerada a sí misma elite cultural, el «resguardo moral» de toda sociedad.
Ambos posicionamientos llevados a su extremo -ya sea el autoritarismo cultural del universalismo o el relativismo que ya nada valora- parecen ser fieles representantes del agotamiento de un momento u otro del transcurso de los más recientes cambios de nuestra humanidad. En ese vaivén pendulante de conceptos hegemónicos que suele mostrar la historia, los cambios culturales de la globalización posmoderna parecen haberse inclinado fuertemente a favor de un relativismo que ha ido exacerbando su postura y que, sin embargo, comienza lentamente a generar un movimiento en contrario.
El aporte innegablemente positivo de los estudios antropológicos en el campo de la cultura, el beneficio conceptual y democrático de la idea de diversidad cultural, son valores que han llegado para quedarse, pero que en su propio devenir han instalado el germen de la vieja tradición universalista de marcar límites valorativos, en tanto comienza a operar socialmente el reclamo de escapar a las consecuencias de su radicalización.
No la tienen sencillo quienes de algún modo están en el primer frente de esta batalla entre los cambios culturales y los valores.
¿Y quiénes son aquellos que están en ese primer frente? ¿Qué actores constituyen lo público, quiénes son determinantes en la producción y circulación de los valores educativos y culturales y proyectan las posibilidades de enriquecimiento del capital cultural en una sociedad? Entiendo que existen al menos cinco actores fundamentales, relacionados y en modo alguno interdependientes: el núcleo familiar, las instituciones educativas, los medios de comunicación, los gestores culturales y quienes toman las decisiones políticas en el campo educativo.
Y en buena medida cualquier proyecto educativo y deseable para el bien común de una sociedad contemporánea, debe construir su política cultural sobre la base de enfrentarse al desafío desde una óptica ética que atienda la problemática de manera integral, o sea, incorporando decididamente a esos otros actores.
En tiempos donde el valor supremo de lo cultural parece estar arraigado en lo divertido, lo simpático, lo espontáneo, lo fresco, lo efímero e incluso lo decididamente chabacano no será sencillo apelar a una subjetividad ávida de «consumir» otros «productos» educativos y culturales, aquellos cuyas huellas escapen al mero divertimento de ocasión y, en definitiva, marquen valores positivos en la comunidad.
Los principales problemas que el país está padeciendo en materia educativa, tienen que ver básicamente con esta cuestión de la desvalorización del capital cultural, con la debilidad del entramado que conforma el espacio cultural-ético. Fallará toda política de gestión o proyecto técnico en áreas como la educación sino es abordada desde el concepto central que es el del fortalecimiento del capital cultural, abordaje que requiere ir más allá de la mirada meramente economicista o del modismo de la diversidad carente de valoraciones.
Una cultura de valores y valores culturales que fortalezcan la idea de convivencia y bien común es la propuesta que debe encabezar una política educativa que logre superar las actuales dificultades (que son globales y suponen el signo de una época). Articularla y ponerla finalmente en juego es el desafío por el que se debemos estar trabajando todos los involucrados.
En lo inmediato, en ese espacio central de la educación, se vuelven propedéuticos tres ejes de reflexión y trabajo:
- a) El visualizar los espacios educativos como espacios de resistencia ética (y contracultural, visto nuestra actualidad).
- b) Apostar a la formación permanente de los educadores bajo una perspectiva que supere la crisis de la separación entre lo pedagógico y el campo de la investigación.
- c) Humanizar la educación.
Sobre cada uno de estos puntos, reflexionaremos en nuestras próximas columnas, esperando generar un diálogo fecundo, que genere un intercambio público que se nos presenta de modo urgente, porque nuestra crisis, antes que económica, es cultural, es educativa, o sea, es moral.
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