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La crítica y la historia del arte frente a los derechos de reproducción

Fuentes: Contraindicaciones.net

El artículo, aparecido inicialmente en la revista Lápiz (num. 217, noviembre 2005, pp. 26-41) en el contexto del revuelo organizado a partir del Manifiesto de Soria (que ya comentamos aquí con la réplica de Vegap) es la reflexión, más pormenorizada que el Manifiesto, que Juan Antonio Ramírez ha escrito sobre cómo la aplicación de la […]

El artículo, aparecido inicialmente en la revista Lápiz (num. 217, noviembre 2005, pp. 26-41) en el contexto del revuelo organizado a partir del Manifiesto de Soria (que ya comentamos aquí con la réplica de Vegap) es la reflexión, más pormenorizada que el Manifiesto, que Juan Antonio Ramírez ha escrito sobre cómo la aplicación de la Ley de Propiedad Intelectual está afectando gravemente al desarrollo de su disciplina, la historia del arte.

El texto se reproduce íntegro más abajo, con permiso del autor. A continuación hago un resumen a modo de presentación, con comentarios a éste y otros textos aparecidos recientemente en la misma polémica.

Perfectamente articulado y documentado comienza haciendo un repaso sobre la evolución del carácter icónico-verbal de los modos discursivos en la historia del arte vinculando su desarrollo mismo al desarrollo de la sociedad de la imagen.

Ramírez menciona, además, cómo la tecnología disponible afecta al desarrollo de la disciplina y cómo las últimas revoluciones tecnológicas podrían impulsar la historia del arte hacia «otro gran salto conceptual».

En definitiva, se trata de aplicar a la historia de arte lo que ya se viene diciendo desde otros ámbitos: que las nuevas tecnologías hacen posible otras formas de organización social, nuevas costumbres y maneras de entender nuestro entorno que necesitan de una legislación distinta para conseguir los mismos beneficios sociales que nos aportaba la legislación anterior.

Tras mencionar algunas de las dudosas prácticas recaudatorias de Vegap se mete en un terreno algo pantanoso. La construcción colectiva del valor artístico de la obra por los distintos aparatos legitimadores del arte. Y digo pantanoso porque si bien es cierto que el acto de la creación está íntimamente ligado a la transmisión cultural (se construye siempre a partir de referencias) y que el valor de la obra se construye también de forma colectiva, es igual de cierto que hace falta un esfuerzo personal a la hora de mezclar referencias para devolver un resultado en forma de «creación», argumento éste que se esgrime desde la defensa del copyright restrictivo diciendo, muy razonablemente, que el esfuerzo personal debe ser remunerado.

Precisamente uno de los pilares de la argumentación de Florenci Guntín en su artículo «El salario del artista» (Exit Express nº 17) alude a la tradicional explotación de los artistas cuyo trabajo se consideraba suficientemente remunerado con la simple difusión de la obra. La solución que se ofrece desde la gestión colectiva de derechos de autor produce otras discrepancias sociales tanto o más inaceptables que el origen del problema porque en aras de la solidaridad con los autores acaban siendo insolidarios con el resto, incluso con un sector muy amplio de los mismos autores.

El mismo J. A. Ramírez acierta de nuevo al empezar su artículo «Los verdaderos enemigos de los derechos de autor» (Exit Express nº 17) diciendo que los historiadores también son autores, revelando que el espectro de autores es heterogéneo. Así, dentro del amplio grupo de autores encontramos que se persiguen intereses muy diferentes mientras que Vegap considera sólo los intereses de uno de los grupos (casualmente el grupo con más capacidad recaudatoria).

Conviene subrayar que los dos argumentos son ciertos, que no se puede decidir sobre estas premisas y que nunca se ha hecho. Se decide la implantación de derechos de autor para preservar ciertos monopolios culturales o (según otros) para incentivar la creación (asunto muy discutible). Es decir, se decide para regular ciertos aspectos sociales y económicos pero quién o quiénes intervienen en la creación de una obra es un tema complejo sin una respuesta definitiva porque atañe a una parte de la mente humana completamente inaccesible: la intimidad.

Es necesaria, entonces, la solidaridad entre los autores (entre todos), y también entre autores y aquellos que no lo son, reconociendo por un lado el derecho a la remuneración del trabajo personal y, por otro, reconociendo el derecho al uso de la información que discurre en forma de memes por el imaginario humano porque así resolveremos los problemas, que son: la remuneración de los creadores y la libre circulación de ideas, que redunda en mayor intercambio y riqueza cultural.

Finalmente Ramírez propone, a modo de solución, una clasificación de las imágenes según dos variables: su grado de autonomía y su escala de reproductibilidad (su parecido con el original). Dependiendo de éstas la reproducción estaría obligada o exenta de pago.

Llama la atención que no se hayan tenido en cuenta los beneficios que pueden aportar las licencias Creative Commons pero es en cierta medida comprensible dado que las imágenes que utilizan los historiadores del arte abarcan literalmente toda la historia, y no sólo la época actual. Evidentemente las imágenes producidas con anterioridad a la creación de CC no pueden estar publicadas con una licencia de este tipo.

En cualquier caso, las licencias CC trasladan el control de los derechos de explotación desde la entidad de gestión colectiva de nuevo a las manos del autor, de ahí que estas entidades sean tan reticentes a ellas, y solucionan de golpe algunos de los problemas mencionados, a saber: la diferencia de criterios e intereses entre distintos autores (porque permiten decidir a cada autor sobre las condiciones para la explotación de su obra), la disparidad entre los usos posibles de la reproducción (por que permiten discriminar el uso para fines comerciales de otros usos) y la libre circulación de conocimiento. Es de esperar que en un entorno en el que circula libremente y para fines no comerciales gran cantidad de obra no se prestará excesiva atención a aquella que ponga trabas para su difusión, de modo que por una cuestión de selección natural este tipo de licencias debería imponerse entre muchos autores mientras que los usos comerciales permitirán una remuneración justa.

Pero Ramírez va un poco más lejos que las propias licencias al afirmar que una vez publicado ningún autor es completamente dueño de su producción, por lo menos en su dimensión cultural, y que cualquier trabajo es susceptible de ser citado visual o textualmente independientemente de lo que su autor decida.

En mi opinión su propuesta es más que razonable y combinada con la elección de licencias CC por parte de los autores proporcionaría un marco propicio para la solución de las tensiones que en este momento genera el copyright restrictivo.


Revista LÁPIZ, num. 217, noviembre 2005, pp. 26-41

 La crítica y la historia del arte frente a los derechos de reproducción

Juan Antonio Ramírez

Cualquier reflexión sobre la naturaleza de la historia del arte, tal como la entendemos en la actualidad, conduce al análisis de sus modos discursivos. Pero el carácter icónico- verbal de los mismos, diferente al de otras disciplinas humanísticas, no ha existido siempre ni se articula del mismo modo en cada momento, de modo que no será ocioso hilvanar, de entrada, algunas consideraciones históricas sobre el asunto. Los escritos de carácter crítico y teórico sobre las artes visuales que nos ha legado la antigüedad suelen ser autoreferenciales, es decir, que no comportan para su comprensión ninguna demostración o acompañamiento de carácter gráfico. Pero no todos aquellos escritos tuvieron el mismo carácter, pues parece detectarse en ellos una cierta variedad que va desde la mera alusión genérica a ciertas creaciones hasta la ékfrasis detallada de obras concretas. Lo primero está bien ejemplificado en la creación literaria de Pausanias, escrita en el siglo II de nuestra era, pues vemos al escritor dándonos noticia detallada de muchas obras de arte griegas, con un estilo similar al de nuestras modernas guías de viaje, como si invitara a cotejar el texto escrito con la realidad misma que el lector ideal (es decir, el viajero) podría llegar a tener ante sus ojos: «Aparte de todo lo que he dicho -escribe, por ejemplo, situándose en el recinto del Partenón- hay dos estatuas de diezmo ateniense: la estatua en bronce de Atenea, obra de Fidias, y diezmo de los medos que desembarcaron en Maratón; pero se dice que fue Mis quien labró sobre el escudo de aquella la lucha entre Lápitas y Centauros y los otros altos relieves, y que para Mis diseñó esta y las demás obras Parrasio el hijo de Evénor. La punta de su lanza y la cimera del casco de esta Atenea son visibles para los que vienen navegando desde Sunio»[i].

El hilvanado de anécdotas y curiosidades biográficas relacionadas con las creaciones plásticas y arquitectónicas se encuentra por todas partes, aunque algo así parece la especialidad de otros autores, como Plinio el Viejo, cuyo estilo está bien representado en pasajes como el de la célebre competición entre los dos pintores más grandes de la Grecia clásica: «Se cuenta que este último [Parrasio] compitió con Zeuxis: éste presentó unas uvas pintadas con tanto acierto que unos pájaros se habían acercado volando a la escena, y aquél presentó una tela pintada con tanto realismo que Zeuxis, henchido de orgullo por el juicio de los pájaros, se apresuró a quitar al fin la tela para mostrar la pintura, y al darse cuenta de su error, con ingenua vergüenza, concedió la palma a su rival, porque él había engañado a los pájaros, pero Parrasio le había engañado a él que era artista»[ii]. Nunca sabremos nada sobre una multitud de detalles no incluidos en este tipo de narraciones: ¿Cuántas eran las uvas y cómo estaban dispuestas? ¿Y los pliegues, el color, o la naturaleza del paño? La ausencia de imágenes complementarias al texto veda para siempre la posibilidad de responder a ésas y a otras preguntas.

Otro caso distinto es el de los tratados técnicos de la antigüedad, perdidos casi todos, salvo el de Vitruvio. No hay un solo filólogo que no se haya quejado de la oscuridad farragosa del latín de esos Diez libros de arquitectura, que parecen haber sido concebidos para su estudio con el acompañamiento de algunos gráficos o esquemas que no se incluyeron, sin embargo, en las copias medievales de la obra. Esta circunstancia tuvo una importancia muy grande para la cultura artística de la Edad Moderna, pues las diferentes ediciones renacentistas de Vitruvio, a partir de la de Cesariano de 1521[iii], fueron tentativas de clarificación visual, restituciones más o menos fantasiosas de una parte no presente en el original, pero que los humanistas y arquitectos de la época consideraban esencial para que el libro tuviera sentido. Estamos ya en la era de la imprenta y del grabado multiplicado en ediciones de gran tirada, algo que tuvo importantes repercusiones en todos los dominios de la cultura[iv]. Me interesa mucho hacer notar el hecho, poco o nada subrayado, de que todos aquellos autores y editores pensaran que un texto antiguo necesitaba una exégesis visual. Es posible que estos primeros ilustradores de Vitruvio se inspiraran en algunas restituciones del Templo de Salomón, llevadas a cabo por estudiosos que habían interpretado ya los textos bíblicos apoyándose en esquemas y vistas dibujadas (pienso en las reconstrucciones propuestas por Maimónides y otros rabinos, o en la de Nicolás de Lyra)[v], pero es importante también tener en cuenta que la utilización de grabados convertía a aquellas ediciones de Vitruvio en un «medio de masas» que anunciaba muchas características de la futura civilización de la imagen.

Pero no adelantemos acontecimientos. La ékfrasis o descripción literaria de obras que no están presentes de ninguna manera en el texto fue, durante muchos siglos, el procedimiento normal para referirse al arte. Como procedimiento literario parece haber sido para los autores antiguos de la segunda sofística un refinamiento de la descripción de la naturaleza: si el escritor es capaz de contar lo que sucede ante él, en vivo, puede hacerlo igualmente (o tal vez mejor) con la realidad ya domesticada y estática, tal como aparece pintada en un cuadro, por ejemplo. Así se llegó a crear un género literario específico cuya herencia no se ha agotado todavía: desde autores como Filóstrato el Viejo, Filóstrato el Joven, o Calístrato[vi], hasta cierta clase de historiadores del arte actuales hay alguna continuidad. Pienso en esos libros cuyas ilustraciones se han colocado aleatoriamente, o donde éstas no existen en modo alguno, y en los que sus autores comentan cosas que el lector ha tenido forzosamente que ver en otro lugar; su buena retentiva visual y unos recuerdos ajustados son esenciales para que adquiera sentido lo que se le está contando con palabras.

Debemos dar un gran salto conceptual y cronológico y renunciar a comentar la inmensa masa de literatura artística, de variada naturaleza, producida en Occidente desde la edad media hasta la época contemporánea. La obra clásica de Julius von Schlosser ofreció ya, en los años veinte, un primer mapa del tema, aunque de ello se han venido ocupando también todos los historiadores de la estética y constituye ahora una rama especializada (la tratadística) dentro de la historia general del arte[vii]. Pero esta valiosa masa de estudios debe complementarse con otras investigaciones sectoriales cuyo acento se ha puesto en el peculiar tipo de relación establecida entre los textos y los grabados que, con mucha frecuencia, los acompañaban. Muchas publicaciones de variada naturaleza empezaron a concebirse con un creciente grado de integración entre la parte literaria y la visual: desde la famosa Biblia pauperum, en el siglo XV, hasta las aleluyas decimonónicas que precedieron a la aparición de la historieta propiamente dicha, hay un largo recorrido marcado por varios factores técnicos y sociales[viii]: aumenta cada vez más el público lector, las tiradas de las publicaciones fueron creciendo de modo espectacular, y se perfeccionaron mucho las técnicas de reproducción de las imágenes. Pero lo más importante para nosotros es que todas las publicaciones masivas aceptaban con naturalidad la convivencia de elementos literarios y visuales en un equilibrio espacial que se romperá con frecuencia cada vez mayor en favor de las imágenes[ix]. A finales del siglo XIX ya habían aparecido géneros nuevos, básicamente icónicos, como el cómic o el cartel, y triunfaban por todas partes las revistas plagadas de representaciones visuales, siguiendo el modelo de la francesa L’Illustration, que llevaba ya varias décadas de floreciente existencia.

La historia del arte se verá afectada de lleno por todos esos acontecimientos. No se trata sólo de constatar la influencia de la civilización de la imagen sobre esta especialidad en una medida mucho mayor que en otras ramas de las humanidades (como la filosofía, la historia o la literatura), pues quisiera ir un poco más lejos, aventurando la hipótesis de que fueron estos condicionamientos de la moderna sociedad de la imagen multiplicada los que permitieron la aparición misma de esta disciplina. Dicho de otra manera: toda la larga serie secular de escritos sobre las artes visuales anteriores a las dos últimas décadas del siglo XIX habrían sido solamente un precedente embrionario de la historia del arte propiamente dicha. Denominaremos periodo ekfrásico a todo este estadio primitivo, caracterizado, como ya hemos visto, por el predominio de escritos descriptivos y anecdóticos sobre cosas que el lector debe imaginar o, en el mejor de os casos, recordar, pues no las puede ver cerca del texto.

En el seno de esta primera etapa, y superpuesta a ella en buena medida, se puede diferenciar una segunda fase de la historia y de la crítica del arte a la que llamaremos de referencialidad icónica precaria. Es ésta la era del dibujo y del grabado que acompañan, eventualmente, a muchos discursos artísticos. Estos  procedimientos visuales fueron caros, al principio, pero a fines del siglo XVIII nuevas técnicas como el grabado en madera de corte transversal («a la testa») y la litografía permitieron abaratar la producción de imágenes, consiguiendo también que éstas tuvieran mayor fidelidad a los originales. El problema principal de todas aquellas representaciones, no obstante, fue siempre el de su arbitraria aleatoriedad. Se ha escrito mucho sobre el complejo sistema de convenciones utilizado por los grabadores al aludir a cosas como el claroscuro (evocado en las planchas de cobre y en los tacos de madera con distintos tramados lineales), por no hablar de imponderables como la habilidad variable del dibujante inicial y la mayor o menor competencia técnica del grabador propiamente dicho. Todo ello hacía que las «demostraciones iconográficas» de aquellos textos críticos o histórico-artísticos resultaran poco fiables. La componente ekfrásica de esta segunda etapa de la historia del arte seguía siendo, por consiguiente, muy importante.

Veamos un ejemplo extraído del Museo europeo de pintura y escultura (1860-62). Fue ésta una célebre colección de grabados de línea reproduciendo numerosas obras de arte de distintos museos europeos, acompañadas, en la edición española, por los comentarios críticos e históricos del catedrático de Teoría e Historia de las Bellas Artes de la Escuela de Barcelona, José de Manjarrés. La lámina que escogemos casi al azar reproduce el cuadro Susana en el baño, de Veronés, con sus correctos pero inexpresivos contornos lineales, y en el texto que la acompaña podemos leer, entre otras cosas, lo siguiente: «Envuelta la figura de la mujer en una tela de seda bordada de oro, presenta el colorido del desnudo realzado a un punto al que difícilmente puede alcanzarse. La combinación de tintas es tal que produce todos los accidentes de la luz, todos los tonos necesarios para el modelado, sin necesidad de esos rebajados que tanto pueden perjudicar al buen efecto: en una palabra este cuadro es un modelo de lo que se llama magia del colorido«[x].

Ahora bien, nada de eso está en la reproducción. La distancia entre lo que vemos en la lámina y lo que nos describe Manjarrés es demasiado grande. Pero no es éste ni mucho menos el único caso: las varias versiones grabadas de algunas obras de arte famosas eran tan distintas entre sí que nadie podía conceder a ninguna de ellas el privilegio de ser el «testimonio objetivo» de las creaciones originales[xi]. En estas condiciones los estudiosos y aficionados al arte parecían necesitar de un modo perentorio el nacimiento de la fotografía, cuya rápida popularización, en la segunda mitad del siglo XIX, cambió por completo el universo de la cultura visual. Nadie piensa ahora, claro está, que el aparato fotográfico registre la realidad tal como ésta es, ni tampoco aceptamos que la cámara sea un doble fiel del sistema de la visión humana; pero sí creemos que la fotografía fue un sistema más mecanizado y menos subjetivo para proporcionarnos imágenes del «mundo exterior» que ninguno de los conocidos hasta la época en que este invento apareció. También importa mucho tener en cuenta su facilidad de manejo, la rapidez relativa de las tomas y la economía de los resultados.

Como consecuencia de todos esos factores fue pronto posible disponer de un número ingente de fotografías de obras de arte[xii]. Eran nítidas vistas de conjunto que evocaban muy bien algunas características de los originales, con los colores reducidos a gamas de grises. Había también muchas fotografías de detalles (primeros planos) que aislaban fragmentos significativos o ampliaban otros, «revelando» a veces lo que el ojo del espectador no era capaz de percibir ante las obras artísticas propiamente dichas. Así fue posible comparar sobre la mesa de trabajo cosas cuyos originales se encontraban muy separados en el espacio. Los estudiosos establecieron catálogos razonados y toda la ciencia misma del atribucionismo dio un salto gigantesco, lo mismo que la iconografía. Está claro que la historia del arte como disciplina científica pudo afirmarse cuando se manejaron grandes series fotográficas (no era imprescindible haber visto previamente los originales) y cuando se confrontó toda esa información visual con otros documentos complementarios.

La divulgación de los resultados de esta nueva «ciencia» (tan esencial aquí como en todas las ramas de saber) fue posible gracias al descubrimiento de la reproducción fotomecánica. El primer fotograbado directo con semitonos se publicó en el New York Daily Graphic el 4 de marzo de 1880[xiii], pero muy pronto este procedimiento pasó de la prensa a todo tipo de productos editoriales. La última década del siglo XIX inauguró la era de las publicaciones de arte ilustradas con fotografías cuyo número y mejora cualitativa ha aumentado espectacularmente desde entonces hasta nuestros días. Hablamos ahora de revistas especializadas y de libros en los que la integración entre texto e imagen ha tendido a ser cada vez más estrecha, una circunstancia que se ha visto favorecida por el abaratamiento progresivo de todos los procesos tradicionales de la producción editorial, y muy en especial de los que implican el empleo de grabados fotomecánicos. Pero cuenta mucho también la extensión de los modos de pensamiento icónico-verbales característicos de las modernas sociedades de masas, de modo que, si nuestra hipótesis es correcta, la vertiente impresa de la historia del arte se habría beneficiado de la creciente familiaridad del público lector con los nuevos lenguajes hibridados como el cómic, el cartel y el reportaje ilustrado. No estoy afirmando que la artillería intelectual del historiador del arte se haya desplegado del mismo modo que la de esos medios icónicos de masas, pero sí apunto al hecho de que tanto unos como otros emplearon unas mismas estrategias expositivas caracterizadas por la elaboración de narraciones y discursos en los que textos e imágenes impresas forman un todo significante inseparable. El espectacular desarrollo de la historia del arte a lo largo del último siglo, tendría mucho que ver con esta afinidad con las pulsiones profundas de la sociedad de la imagen, lo cual explicaría también el declive relativo de otras disciplinas humanísticas vinculadas exclusivamente a la palabra y a los razonamientos lógicos (de logos), como las filologías o la filosofía[xiv].

Pero la vía impresa no fue la única. La historia del arte se desplegó también mediante una actividad performativa concretada en conferencias y en lecciones académicas. Las primeras cátedras de esta disciplina se fundaron en Alemania a finales del siglo XIX, aunque hubo otros lugares, aparte de las aulas universitarias, donde se «mostraron» oralmente ante el público los hallazgos y saberes de esta nueva ciencia: museos, sociedades culturales, academias, etc. Aquellos conferenciantes dispusieron de un instrumento prodigioso, el proyector de diapositivas, que era la versión electrificada de la antigua «linterna mágica»[xv]. Esto convertía a quien lo utilizaba en un heredero inconsciente de los charlatanes y feriantes, exhibidores ambulantes de imágenes sorprendentes y de historias ilustradas maravillosas. El profesor de historia del arte no era, pues, otro «predicador laico» más: su discurso era también (como cuando publicaba sus resultados en libros y revistas, repitámoslo nuevamente) icónico-verbal. Si los procedimientos de la vía impresa mostraban la proximidad de la historia del arte con el cómic o con el reportaje fotográfico, en la vía performativa se delataba un parentesco evidente con el cine. No olvidemos que la irrupción de este nuevo medio artístico en la última década del siglo XIX, es contemporánea a los desarrollos intelectuales que estamos describiendo. El cine primitivo no era silencioso: junto a lo que se veía en la pantalla había músicos en vivo y comentaristas que aclaraban lo que se estaba proyectando o que imitaban las voces mudas de los actores. No era tan distinta a eso (aunque sí más sobria, seguramente) una lección habitual de historia del arte, con un conferenciante gesticulante explicando las imágenes procedentes del proyector de diapositivas.

A veces había más de uno de estos aparatos, y se dice que fue Heinrich Wölflin el inventor del método de la doble pantalla, muy adecuado para las comparaciones estilísticas simultáneas (lo clásico frente a lo barroco, el mismo asunto realizado por dos artistas diferentes, etc.). En la Biblioteca de Aby Warburg, en Hamburgo, se concedió mucha importancia al proyector de diapositivas, reservándosele un lugar de honor en la famosa «sala oval».

A propósito de este último estudioso quisiera detenerme en el proyecto inconcluso de la Mnemosyne, que habría sido una especie de atlas o enciclopedia donde se mostraría algo así como la vida secreta de las imágenes artísticas, las complejas vías de las transmisiones formales y significativas, a través de los siglos, desde la antigüedad hasta la época contemporánea[xvi]. Warburg iba colocando numerosas fotografías de distintos tamaños y procedencias en unos grandes paneles (o «pantallas», una palabra que refuerza el vago parentesco fílmico del procedimiento), dedicados cada uno de ellos a un tema o problema específico. Entre aquellas imágenes había de todo: obras de arte famosas, grabados insignificantes, recortes de la prensa ilustrada de su época, sellos de correos, mapas, etc. No es éste el lugar para aventurar una interpretación global de la Mnemosyne, pero sí podemos afirmar que Warburg intentó llevar a sus últimas consecuencias la idea de que la historia del arte era una disciplina caracterizada por un modo de pensamiento que no era exclusivamente «literario». Está claro que no le parecía posible argumentar lo que él quería sin las imágenes, sin las demostraciones fotográficas que desplegaba sobre sus negros soportes de tela.

Éste y otros grandes pioneros de la historia del arte dejaron claro algo que los profesionales actuales hemos heredado con tanta naturalidad que nos parece sorprendente tener que reflexionar sobre ello: las reproducciones de las obras de arte son esenciales en nuestros discursos, orales o escritos; forman parte de ellos. Nuestro lenguaje intelectual es híbrido. Si se atienden las demandas de algunos agentes que dicen gestionar los «derechos de reproducción», la moderna historia del arte perderá su independencia intelectual y se verá obligada a sobrevivir (en el caso de que ello sea posible) con subvenciones oficiales o empresariales. ¿Tendrán que regresar a la fase ekfrásica los pocos estudiosos independientes que queden en los medios académicos?

El asunto es especialmente grave, pues estamos asistiendo desde la última década del siglo XX a una nueva revolución tecnológica que puede llevar a la historia del arte a dar otro gran salto conceptual, equiparable al que supuso en su día la aparición de la fotografía. La imagen digital, el video y el universo de internet ponen a nuestra disposición instrumentos mucho más versátiles y sofisticados para gestionar la documentación iconográfica. El coste de todas estas imágenes es, además, reducidísimo. Por primera vez en la historia, la imagen puede utilizarse «democráticamente», casi tanto como ocurre con el lenguaje natural por cuyo empleo nadie ha reclamado pago de derechos (al menos, no todavía). El discurso performativo de la historia del arte está ya cambiando mucho, gracias al empleo generalizado de programas como Power Point, y es esto lo que nos autoriza a hablar de una última fase en nuestra disciplina a la que llamaremos etapa informática. No sabemos aún en qué sentido evolucionaremos a partir de ahora, pero algunos síntomas nos invitan a reconocer una creciente propensión a atender las realidades artísticas del mundo contemporáneo, con una peligrosa inclinación (importada de los campus norteamericanos) a fundir el arte en el magma de los «estudios visuales».

El interés social por la Historia del Arte es en España muy elevado, y ésta es, de hecho, la única especialidad que no ha sufrido ese descenso notable de alumnos matriculados que ha golpeado brutalmente a las otras carreras humanísticas. El Libro blanco, elaborado por un equipo muy numeroso de especialistas, nos ha permitido saber que hay entre nosotros más de 16.000 estudiantes de Historia del Arte. La carrera se imparte el año 2005 en 24 universidades, y está atendida por más de medio centenar de profesores dedicados exclusivamente a esa tarea[xvii]. A ello hay que sumar la importancia creciente de la «industria artística», tal como se manifiesta en galerías, ferias, nuevos museos, turismo cultural, etc. Es una dinámica muy poderosa, y no es previsible que la amenaza institucional de integrar en un solo título de grado los estudios de historia e historia del arte (nos referimos a la propuesta hecha en la primavera de 2005 por la Subcomisión de Humanidades del Consejo de Universidades) logre frenar a medio plazo el desarrollo de nuestra disciplina.

Pero sí es muy seria la amenaza que procede de los gravámenes por la utilización científica y didáctica de las imágenes artísticas. El problema no se ha originado en España y parece haber llegado hasta nosotros como otro efecto colateral del mimetismo generalizado con el mundo anglosajón. No hemos tenido en cuenta el insuficiente grado de reflexión sobre esto en los países de nuestro entorno. Porque el asunto de los «derechos de reproducción» está teniendo en Estados Unidos el mismo efecto que una plaga devastadora, y me atrevo a sugerir que la decadencia actual de la historia del arte en ese gran país (donde trabajó tras la segunda guerra mundial una espléndida generación de emigrados europeos) es consecuencia, en buena medida, de la dificultad para publicar libros y artículos de arte eludiendo el pago de abusivos «derechos de reproducción». Muchos trabajos ingleses y norteamericanos de carácter ensayístico son muy pobres en su componente visual. Como no es fácil hacer libros de arte ilustrados con normalidad la producción intelectual tiende a orientarse en una doble dirección: catálogos de exposiciones (casi siempre subvencionados), y ensayos teóricos. En ninguna de estas direcciones se desarrolla bien esa historia del arte cuyas argumentaciones, de naturaleza icónico-verbal, requieren imágenes adecuadas colocadas en el sitio preciso.

Las demoledoras consecuencias de estas prácticas económicas en otros países europeos están empezando a ser reconocidas. Philippe Sénéchal, en un folleto reciente dedicado a divulgar lo más significativo de la producción editorial francesa en al campo de la historia del arte, hace un diagnóstico agridulce, con algunas consideraciones amargas: «En cuanto a la edición [francesa] de arte, es muy frágil: la Reunión de los Museos Nacionales se escabulle y su política editorial es cada vez más tímida; en el sector privado … incluso los editores más poderosos cortan ramas y detienen colecciones prestigiosas. Los costes de los derechos de reproducción han explotado lo que hace que los  editores sean muy reticentes. Uno de los dramas de los libros de arte es su débil duración: costosos, tiradas reducidas, saldados en seguida o almacenados, se hacen muy pronto inencontrables»[xviii].

¿Qué decir de la situación en España? En algunos aspectos podríamos hacer una descripción menos pesimista que la de nuestro colega francés. Pero en los últimos años todos los que nos ocupamos de un modo u otro de la publicación de libros y artículos de arte hemos sentido la tremenda presión negativa de VEGAP y de otros agentes encargados de gestionar los «derechos de reproducción». Sus demandas económicas, aunque no suelen tener una base jurídica muy sólida, amedrentan a los editores y a los responsables de los centros de arte. Nadie quiere tener problemas, así que, en algunos casos, pagan una cantidad negociada (casi nunca las desmesuradas cifras que los agentes reclaman de entrada como «tarifa oficial»), aunque piensan que  estas operaciones son como extorsiones mafiosas: se avienen, en fin, a entregar una cantidad monetaria para evitar el peso psicológico de las amenazas jurídicas y las posibles consecuencias políticas de una hipotética ilegalidad (esto último podría explicar el entreguismo de los museos y centros de  arte, dependientes de instituciones oficiales). Pero mucho más frecuente es que el editor, simplemente, no publique las obras en cuestión, o decida mutilar de un modo radical la parte visual de las mismas. No hablamos en términos generales, ni sobre cosas que alguien nos ha contado, pues conocemos de primera mano muchos ejemplos concretos: en todas las editoriales que alimentan colecciones de arte de cierta importancia (así como en las instituciones educativas o centros de arte que tienen alguna línea editorial) se ha rechazado la edición de libros ilustrados «por el elevado coste de los derechos de reproducción». En estos momentos (otoño de 2005) me consta la existencia de varios libros «retenidos», pendientes de que los gabinetes jurídicos de las editoriales decidan si se atienen al artículo 32 de la Ley de Propiedad Intelectual (lo cual haría viables esos proyectos), resistiendo las amenazas judiciales de VEGAP, o si se rechazan, simplemente, en favor de otros trabajos literarios no sujetos a semejante gravamen. Esto afecta de un modo especialmente dramático al arte contemporáneo, un ámbito que, paradójicamente, necesita más que otros el apoyo de la crítica y el estímulo de los estudios históricos.

Un corolario negativo es que esta situación fomenta el colonialismo cultural: como es más barato traducir algunos libros que ya tienen resuelto el asunto de los derechos de reproducción, se opta por publicar las versiones españolas de los mismos en detrimento de proyectos autóctonos de temática y calidad equivalentes. Porque es obvio que las demandas sobre «derechos» afectan poco al inmenso poderío económico de los grandes grupos editoriales multinacionales pero sí hacen prácticamente inviable el tipo de edición semiartesanal, de bajas tiradas, que caracteriza de modo inevitable a textos críticos especializados, y a toda la edición de arte de los países medianos o pequeños.

Así que no dudaré en afirmar que nos hallamos ante una situación escandalosa. Esos mismos agentes que dicen defender los derechos de los artistas están yugulando dominios esenciales del sistema del arte como son la crítica independiente y la historia del arte, atentando de modo indirecto contra el derecho de los creadores a que se hable de ellos y de sus obras con entera libertad. Este comportamiento autodestructivo debe ser enmendado evitando que una concepción demasiado simplista de los fenómenos artísticos se consolide entre los juristas que dirigen esas agencias. Quisiera, por ello, recordar algunas ideas relativas al «valor artístico» y a la noción de «reproducción» que pueden ser pertinentes en estos debates.

Las pretensiones de VEGAP y de otros entes similares se basan en la premisa de que si un artista visual ha creado una obra de arte y esa obra se «reproduce», debe el reproductor pagar un canon. Establecen así una traslación directa desde el ámbito de la literatura al de las creaciones visuales, pues ya sabemos que en el precio de cada ejemplar de una misma novela, por ejemplo, hay un porcentaje de derechos para su autor. Pero semejante asimilación entre artes visuales y creación literaria se basa en premisas candorosas, carentes de justificación. Lo que llamamos «valor artístico», en primer lugar, no lo crea exclusivamente el autor inicial de la obra, pues es algo que se adquiere en el interior del sistema del arte, gracias a la labor interactiva de otros agentes (galeristas, museólogos, críticos, coleccionistas, etc.[xix]). Semejante valor adquirido es de naturaleza cultural y se produce, en buena medida, como resultado de un complejo proceso de apropiación social que implica la elaboración de comentarios y las tomas fotográficas de las obras. Sin semejante circulación no existiría esa sobrecarga de valor que convierte a un objeto cualquiera en algo tan excepcional como es el arte. Su precio depende tanto de este mecanismo que se puede afirmar que lo necesita. El asunto descrito es mucho menos relevante en el dominio de la literatura porque, aunque el «valor literario» sea también la resultante de instancias complejas, lo que cuenta a efectos económicos es el precio de los ejemplares efectivamente vendidos. Cada copia de El Quijote es el original, algo que no podremos decir nunca respecto a ninguna fotografía o dibujo de Las meninas.

El meollo de la cuestión es, en efecto, la ingenua suposición de que la imagen de una obra plástica (fotografía o grabado) es una verdadera re-producción (otra producción) y tiene la misma sustancia del modelo. No puede negarse que esa imagen es una referencia, y puede funcionar dentro de un texto crítico o histórico-artístico como un eficaz recordatorio de las cualidades plásticas y de los valores iconográficos del original. Pero el equivalente literario de este tipo de «reproducciones» no es la copia completa de la obra literaria sino la cita, la paráfrasis o el resumen: un autor puede referirse a otro libro o artículo y para ello sintetiza su argumento o recoge algún fragmento literal, y nadie piensa que es ilegítima semejante apropiación. Por eso el legislador español que elaboró la Ley de Propiedad Intelectual reconoció el derecho de cita visual (véase apéndice a este escrito), un artículo que pretenden olvidar, por cierto, los gestores de los «derechos» en algunas de sus demandas.

Ahora bien, todos los malentendidos sobre este asunto no se darían si no existiera algún fundamento para ciertas reclamaciones. Porque no hay duda, todos creemos que los creadores tienen derechos susceptibles de traducirse en porcentajes monetarios. Una obra que se reproduce de modo literal, con fines comerciales, pertenece a su autor y no se pueden soslayar las implicaciones económicas de esta realidad. ¿Dónde está, pues, el límite entre lo que puede o no estar sujeto al cobro de derechos de reproducción? Para avanzar en la reflexión sobre esta problemática propongo tener en cuenta tres variables: a) el grado de fidelidad al original; b) el nivel de autonomía de las reproducciones; y c) el uso social o comercial de las mismas.

Con la primera de ellas hemos elaborado una escala de reproductibilidad con la que pretendemos dar cuenta de la adecuación al original. Está dividida en diez niveles decrecientes, desde la total similitud con el original de la obra reproducida hasta la mera evocación literaria de la misma. He aquí una descripción somera de estos grados:

1.  Identidad absoluta entre el elemento visual re-producido y el modelo. No es posible distinguir en este caso entre originales y copias. El ejemplo típico de este nivel podría ser la reproducción de un DVD con los habituales procedimientos informáticos.

2.  Identidad sustancial entre original y copia, aunque se introduzcan cambios en algunos aspectos materiales. Podemos imaginarnos como ejemplo la reproducción impresa muy fiel de un cómic completo (un facsímil), aunque el papel, la tinta, o incluso el tamaño de las imágenes no sean idénticos a los del original.

3.  Copia artesanal muy fidedigna, como ocurriría con una  escultura rehecha a la misma escala, o un cuadro al óleo reproducido del mismo modo, con mucha habilidad. (No hablamos aquí de «falsificaciones», pues éstas implican una voluntad de engaño de carácter fraudulento, lo cual es ajeno al mecanismo de la reproducción que estamos tratando ahora).

4.  Fotografía de gran calidad de una obra bidimensional (cuadro, dibujo, grabado u otra fotografía).

5.  Fotografía muy buena de una escultura, creación  arquitectónica, performance, o cualquier otro trabajo desplegado en el espacio.

6.  Fotografía de una obra artística de calidad media o baja.

7.  Grabado o dibujo, monocromo, de una producción artística multicromática.

8.  Copia libre, artesanal, de un trabajo artístico.

9.  Evocación remota o caricatura visual de una obra original.

10.Descripción literaria de una creación visual (ékfrasis).

 

Quizá pueda matizarse o refinarse esta escala pero creemos que da cuenta de los principales supuestos de la reproducción visual. Pero en ningún caso bastaría por sí sola, pues esta dimensión debe conjugarse con los otros aspectos que he mencionado antes. Con el segundo de ellos, el grado de autonomía, nos referimos a la hipotética independencia de la reproducción, o a su posible funcionamiento como parte de un discurso artístico o intelectual diferenciado de la obra original propiamente dicha. Es un tema algo más escurridizo, pues los productos artísticos funcionan casi siempre descontextualizados y no es posible saber si la hipotética pérdida de autonomía respecto a las intenciones originales es una parte de la obra o un «accidente» sobrevenido en la compleja vida social del arte. Por estas y otras razones no creemos conveniente hacer de esta dimensión una escala muy compleja de modo que proponemos solamente tres niveles:

1.  La obra reproducida es autónoma y no se percibe ningún otro contexto creativo o intelectual al que pueda remitirse. Un libro de artista puede ser un buen ejemplo, pero también una tarjeta postal o un poster decorativo reproduciendo un cuadro, etc.

2.  La reproducción participa de otro discurso intelectual o artístico, aunque mantenga un cierto grado de autonomía, en tanto que obra individualizada. Creemos que este puede ser el caso de las imágenes que aparecen en muchos libros de arte cuya componente básica es la ilustración (los llamados «libros de regalo» o coffee table books). También podrían entrar aquí los catálogos de muchas exposiciones (aunque no las reproducciones incluidas en los ensayos que se insertan en ellos, que pertenecen al nivel siguiente).

3.  La imagen reproducida forma parte de otro discurso intelectual o creativo. Este es el caso de las obras de los artistas «apropiacionistas», así como de las ilustraciones que hay en los ensayos críticos o histórico-artísticos, manuales escolares, y publicaciones académicas en general.

Está claro que si ha de existir un pago por «derechos de reproducción» éste no deberá plantearse en los niveles medios y bajos de ambas escalas. Combinándolas ambas en un cuadro de doble entrada podemos obtener una línea diagonal ideal, gracias a la cual se delimitarían los casos sujetos a gravamen y los que estarían libres de pago (los que pueden acogerse al mencionado «derecho de cita visual»). Hay algunos casos dudosos, entre ambos extremos que, en caso de discrepancia, podrían someterse a un arbitraje independiente que dictaminase sobre ellos atendiendo a cada circunstancia particular.

Grado de autonomía de la reproducción.

 

 

Escala de

reproductibilidad

1. La obra reproducida es autónoma y no hay en ella ningún otro contexto al que pueda remitirse.

2. La reproducción participa de otro discurso intelectual o artístico, aunque mantenga un cierto grado de autonomía.

3. La imagen reproducida se inserta plenamente en otro discurso intelectual o creativo.

1. Identidad absoluta entre el elemento visual re-producido y el modelo.

 

      P

 

       P

 

     PD

2. Identidad sustancial entre original y copia.

 

       P

 

      PD

 

      PD

3. Copia artesanal muy fidedigna

       P

      PD

       E

4. Fotografía de gran calidad de una obra bidimensional.

      

       P

    

      PD

    

       E

5. Fotografía de gran calidad de trabajos desplegados en el espacio.

 

      PD

 

       E

 

       E

6. Fotografía de una obra artística de calidad media o baja.

 

      PD

 

       E

 

       E

7. Grabado o dibujo monocromo de una producción artística multicromática.

 

       E

 

       E

 

       E

8. Copia libre artesanal de un trabajo artístico.

 

       E

 

       E

 

       E

9. Evocación remota o caricatura visual de un original.

 

       E

 

       E

 

       E

10. Descripción literaria de una obra visual (ékfrasis).

 

       E

 

       E

 

       E

 Claves: P: pago de derechos; PD: pago dudoso o discutible; E: exento del pago de derechos de reproducción.

Y es en estas situaciones dudosas donde podrían ser útiles las matizaciones aportadas por el último de los tres aspectos  aludidos más arriba. Me refiero ahora al propósito o destino social de la reproducción. También es éste un asunto delicado, y no estoy pensando sólo en la posibilidad de que haya engaño en las intenciones expresas de quienes promueven las «reproducciones», sino en la eventual transformación, con el tiempo, de las condiciones iniciales (una reproducción concebida con un propósito puede acabar teniendo otro muy distinto, gracias a mil circunstancias azarosas). Pero insisto en el valor moral que tiene la consideración del uso probable previsible de esas reproducciones. Parece razonable, en consecuencia, eximir del pago de derechos a las imágenes destinadas a un empleo crítico, científico y didáctico, mientras que sí parece lógico plantear la posibilidad de esos gravámenes cuando hay una intencionalidad comercial o una voluntad de situarlas en contextos ajenos a la vida de las creaciones, en tanto que obras de arte. ¿Cómo va a ser lo mismo publicar en un manual escolar la fotografía de un óleo de Picasso que utilizar la firma de este artista para hacer una camiseta o para dar nombre a una marca de automóviles? ¿Y cómo vamos a considerar del mismo modo la imagen creada por un artista cuando se emplea en un cartel para anunciar desodorantes (es un decir) que cuando anuncia una exposición de ese mismo creador en un museo?

Quisiera acabar estas consideraciones con una llamada dramática a los gestores y directivos (juristas y economistas) de las agencias que se ocupan de los derechos de reproducción. El universo del arte es frágil, muy delicado. Sus asuntos poseen una complejidad mucho mayor que cualquier otro sector de la actividad empresarial. Es fácil hacer creer a algunos artistas que todo el mundo se aprovecha de ellos y que por eso deben cobrar indiscriminados «derechos de reproducción» de sus obras, como, supuestamente, harían los músicos y los escritores. Pero ya hemos visto que el asunto tiene muchos matices y que una concepción equivocada de la naturaleza de las artes visuales puede volverse en contra todos los subgrupos de este sector (y especialmente contra los artistas). Sólo las grandes empresas editoriales (casi todas extranjeras) y los creadores muy consagrados pueden obtener a corto plazo algunos beneficios con la aplicación «a ciegas» de los cánones por las reproducciones. Los artistas emergentes, sin excepción, tienen mucho interés en que sus obra se reproduzcan y se comenten todo lo posible, algo que no es factible si se mantienen las pretensiones mostradas últimamente por los agentes que operan en España. Sería bueno que se supiese, al menos, a quiénes, y con qué cifras, está favoreciendo la situación actual. ¿Cuánto dinero va a qué artistas y cuánto a los aparatos burocráticos de las agencias? Es doloroso tener que reconocerlo abiertamente, pero somos muchos los que pensamos que VEGAP (un ente surgido con el loable deseo de velar por los intereses legítimos de los creadores visuales) es, en estos momentos, una de las peores amenazas para el desarrollo de la crítica y de la historia del arte. Ojalá se imponga el buen sentido y los debates actuales sirvan para que sus directivos y algunos de sus socios más candorosos recuperen la razón.


NOTAS

[i] Pausanias, Descripción de Grecia: Atica y Laconia. XVIII, 2. Traducción de A. Díaz Tejera. Ed. Aguilar, Madrid 1964, p. 120.

[ii] Plinio, Textos de historia del arte. Edición de Mª Esperanza Torrego. Visor-La Balsa de la Medusa, Madrid 1988. Libro 35, 65, p. 93.

[iii] Vitruvio, De architettura traslato commentato et affigurato da Cesare Cesariano (1521). Cfr. la excelente edición de Edizioni il Polifilo, Milán 1981. Muchas de los grabados que ilustraron las ediciones renacentistas y barrocas se han reproducido en la versión traducida por José Luis Oliver Domingo con prólogo de Delfín Rodríguez, Vitruvio. Los diez libros de arquitectura. Alianza Editorial, Madrid 1995.

[iv] Sobre todo esto véase Mario Carpo, La arquitectura en la edad de la imprenta. Ediciones Cátedra, Madrid 2003.

[v] Véase J. A. Ramírez (editor), Dios, arquitecto. Ediciones Siruela, Madrid 1991. Cfr. especialmente el capítulo 3: «El rigor de la ciencia: los tratados tradicionales sobre el Templo de Jerusalén», pp. 81-152.

[vi] Vid. la excelente edición castellana de estos autores: Filóstrato el Viejo, Filóstrato el Joven, Imágenes. Calístrato, Descripciones. Edición a cargo de Luis Alberto de Cuenca y Miguel Ángel Elvira. Ediciones Siruela, Madrid 1993.

[vii] Julius von Schlosser, La literatura artística. Manual de fuentes de la historia moderna del arte (1922). Presentación y adiciones por Antonio Bonet Correa. Ediciones Cátedra, Madrid 1976. Una obra pionera para el caso español es la de Marcelino Menéndez Pelayo, Historia del las ideas estéticas en España (1883). CSIC, Madrid 1974.

[viii] Cfr. Gérard Blanchard, La bande dessinée. Histoire des histoires en images de la préhistoire à nos jours. Editions Gérard, Verviers 1969.

[ix] Nos ocupamos de algunos aspectos de esta historia en J. A. Ramírez, Medios de masas e historia del arte. Ediciones Cátedra, Madrid 1976.

[x] Museo europeo de pintura y escultura, o sea colección de láminas grabadas en perfectísimo contorno por el célebre Reveil representando los más nobles Cuadros, Estatuas y Bajo relieves de todos los museos y galerías de Europa con descripciones críticas e históricas por D. José de Manjarrés. Serie IX, num. 621, Barcelona 1862.

[xi] Son muy interesantes las diferentes reproducciones del Laocoonte que recogió W. M. Ivins jr. en Imagen impresa y conocimiento. Análisis de la imagen prefotográfica. Editorial Gustavo Gili, Barcelona 1975, pp. 181-185.

[xii] Los hermanos Alinari llegaron a tener hasta doscientos mil negativos ya en los años setenta del siglo XIX. Cfr. Michel Frizot, Histoire de voir. Le medium des temps modernes (1880-1939. Centre National de la Photographie, París 1989, p. 36.

[xiii] Vid. Philip B. Meggs, Historia del diseño gráfico. Ed. Trillas, México 1991, pp. 195-97. También J. A. Ramírez, Medios de masas… Op. cit., pp. 122-23.

[xiv] Hemos hablado ya de ello en otros lugares. Cfr. J. A. Ramírez, «¿Quién teme a la Historia del Arte? (Sobre la guerra contra y entre las Humanidades)». El Cultural, 19-25 de mayo de 2005, pp. 6-7. También Historia y crítica del Arte: Fallas (y Fallos). Art History and Critique: Faults (and Failures). Kunstgeschichte und Kunstkritik: Kennen (und Können). Fundación César Manrique (Lanzarote), Colección Cuadernas, Madrid 1998.

[xv] Cfr. Robert S. Nelson, «The Slide Lecture, or The Work of Art History in the Age of Mechanical Reproduction». Critical Inquiry, num. 26, primavera 2000, pp. 414-434.

[xvi] Véanse algunas consideraciones sobre el tema en la «Introducción» de Kurt W. Forster a Aby Warburg, El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo. Edición a cargo de Felipe Pereda. Alianza Editorial, Madrid 2005. El atlas ha sido editado en Aby Warburg, Der Bilderatlas Mnemosyne. A cargo de Martin Warnke y Caludia Brink. Akademie Verlag, Berlín 2000. Vid. también Kurt W. Forster y Katia Mazzucco, Introduzione ad Aby Warburg e all’Atlante della Memoria. A cargo de Monica Centanni. Bruno Mondadori, Milan 2002.

[xvii] Título de Grado en Historia del Arte. Libro Blanco. Coordinación general: Gaspar Coll i Rosell. Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación [2005]. Informe informatizado.

[xviii] Philippe Sénéchal, 100 titres sur l’histoire de l’art. Adpf, Ministère des Affaires étrangères, París 2005, p. 10. El subrayado es nuestro.

[xix] Hay una amplia literatura sobre este tema. Véanse, entre otros, los siguientes trabajos: Raymond Moulin, L’artiste, l’institution et le marché. Flammarion, Paris 1992; P. M. Menger y J. C. Passeron, L’art de la recherche. Essais en l’honneur de Raymonde Moulin. La documentation française, París 1994; J. A. Ramírez, Ecosistema y explosión de las artes. Anagrama, Barcelona 1994.

Enlace original:
http://www.contraindicaciones.net/archives/2006/02/la_critica_y_la.html