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La cuestión de Fondo

Fuentes: El Cohete a la Luna

Romper la dependencia no es una mera utopía.

El agravamiento sostenido de la situación social, la sucesión de hechos imprevisibles e impactantes y la sofocante omnipresencia del Fondo Monetario Internacional (FMI) en las decisiones de política económica, no sólo han generado opiniones y debates de economistas y otros militantes del campo popular, sino un verdadero operativo clamor para que el gobierno encare una renegociación del “acuerdo” firmado con ese organismo en marzo de 2022. La oposición, en cambio, no tiene dudas: pagarán los sectores populares “en las primeras 100 horas” de haber asumido (Horacio Rodríguez Larreta dixit).

Si bien semejante estado de cosas obliga a poner el foco en la coyuntura, a la que se agrega el proceso electoral, es importante que no descuidemos una observación más amplia y profunda. A lo mejor encontramos respuestas al agitado presente.

La sucesión de presencias en el país de funcionarios estadounidenses de alto rango es una prueba irrefutable de la injerencia norteamericana, no tanto por lo desembozada como por el explicitado celo respecto de asuntos altamente sensibles para el interés nacional. Es también una prueba inequívoca de que el famoso préstamo del FMI no tenía como finalidad estratégica contribuir al triunfo electoral de Mauricio Macri, sino someter al país a una fuerte y duradera dependencia, por lo que debe ser abordado como problema político, no meramente financiero.

En este cuadro se destacan las últimas pinceladas del gobierno del Presidente Alberto Fernández, que ha elegido esta materia –nada menos– para superar ese estado de vacilación permanente que desconcertaba a propios y extraños, como cuando reimpulsaba el proceso de integración suramericana, pero mantenía congelados los proyectos con China. Ahora, en cambio, parece haber dejado de lado las ambigüedades para optar por la subordinación a las imposiciones norteamericanas, apartándose del camino que transitan gobiernos latinoamericanos afines, como los de México, Colombia y Brasil.

Las visitas consentidas de enviados imperiales no constituyen episodios aislados: acaba de consumarse el apoyo explícito a la OTAN en la guerra que por ahora se libra en Europa oriental, con la presencia de Santiago Cafiero en el encuentro virtual “A Just and Lasting Peace in Ukraine” el 28 de marzo pasado. Fue el único canciller latinoamericano que participó de esa reunión convocada por el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, y de la que participó el Presidente de Ucrania, Volodímir Zelensky, “para discutir estrategias a los efectos de poner fin a la guerra entre Rusia y Ucrania, y establecer una paz duradera en este país, de acuerdo con los principios contenidos en la Carta de la ONU”, acto con el que se desconoce la tradición neutralista argentina y se involucra al país en una guerra en la que no se descarta el uso de armamento nuclear. Asimismo, el Presidente olvida que la OTAN ha emplazado una gigantesca base militar en Malvinas, no precisamente para protegernos, sino para controlar el Atlántico Sur, usurpando nuestra soberanía.

Es tan necesaria como urgente una discusión en el seno del Frente de Todos acerca de cómo encarar la relación con el FMI, en la que no podrá soslayarse el verdadero problema de fondo: cuál es la vinculación externa que más convenga a los intereses de la nación: ni más ni menos que la contradicción principal que enfrentan los países dependientes como el nuestro.

La oposición tampoco tiene dudas al respecto: debemos subordinarnos sin chistar a Estados Unidos.

Dinámica global

Una condición necesaria para romper la dependencia es comprender los mecanismos que la determinan, y para eso es indispensable conocer el funcionamiento de lo que se denomina el (des)orden global: debemos escrutar la evolución de las transformaciones del capitalismo en los últimos años y las consecuentes luchas por el dominio a esa escala, es decir, cómo se fue configurando la llamada globalización.

Si nos situamos a principios del siglo XXI, aparece una crisis capitalista comparable a la de 1930. Se hicieron nítidos dos procesos: uno se daba en el núcleo del poder angloamericano y consiste en una nueva forma de construcción imperialista global, que rompe con el orden anterior: el proceso de transnacionalización económica, política, militar e ideológica se traduce en una conversión de Estados Unidos, que pasaría de ser el Estado-nación central a ser nodo estratégico de una especie singular de Estado global. El otro es el pasaje de la unipolaridad a la multipolaridad: la conformación y emergencia de otros polos de poder mundial que desafían la unipolaridad, ocupando los espacios que generó la crisis, lo que provocó la agudización de las contradicciones con esas formaciones; con Rusia y China, con Irán+aliados y con el bloque suramericano, que alcanzaba su mayor intensidad con el rechazo al ALCA, la constitución del ALBA, la UNASUR y la CELAC y el fortalecimiento del Mercosur.

Esta situación planetaria –que muchos califican de cambio civilizatorio– implicó también el agravamiento de contradicciones en los territorios centrales del capitalismo: Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. Citemos dos de los episodios que jalonaron el camino que llega hasta hoy: a) la fractura al interior del núcleo angloamericano (estallido de 2008) y b) el reclamo de un nuevo reparto de poder por parte del Estado continental Unión Europea/Euro (estallido de 2010). Hoy es evidente la subordinación de la Unión Europea a la OTAN.

La información disponible permite afirmar que el estallido de 2008 no se produjo por un colapso financiero debido a las hipotecas subprime, por la desregulación de los bancos. Ese sería un análisis superficial, que oculta las causas profundas que empujaron a semejante debacle: el sistema no funciona si no genera una burbuja tras otra; así, la estampida en el año 2000, atribuida a las “tecnológicas” (las punto.com), precedió a la de 2008, adjudicada a las subprime. Y antes hubo otra, en 1997; y ahora la vinculada a las “informáticas” de Silicon Valley. Se trata de un estado de crisis permanente, que ha profundizado los padecimientos sociales y que no se soluciona instituyendo un nuevo sistema financiero: es una crisis de las relaciones sociales de producción a nivel internacional.

El multilateralismo

En el centro capitalista, la unipolaridad dio lugar a dos estrategias: el unilateralismo de la fracción neoconservadora y “americanista”, y el multilateralismo de la fracción neoliberal y “globalista”. Como no podía ser de otra manera e independientemente de los avatares de tales disputas, los dos proyectos imperialistas implican el sometimiento de los países periféricos. Sin embargo, por tratarse de un imperialismo en formación que ha experimentado un avance relativo, conviene detenerse en el multilateralismo y establecer su diferencia con la multipolaridad.

Empecemos por la diferencia: para el multilateralismo, los países “emergentes” son mercados del capitalismo transnacionalizado, múltiples frentes de un único polo de poder y de un mismo proyecto político-estratégico. La multipolaridad, en cambio, se da a partir del surgimiento de bloques de poder con proyectos político-estratégicos propios. He aquí la encrucijada a la que se enfrentan los países periféricos: o son mercados emergentes o forman bloques de poder con capacidad para ejercer su soberanía.

Pero, ¿qué es el multilateralismo? Para responder es importante considerar que el capital es una relación social de producción: el multilateralismo es la forma de organizar la producción social que impulsa el capitalismo a partir de los años ’60-’70 del siglo pasado, que se consolida en los ’80 con el despliegue de la estrategia neoliberal, el boom financiero de las cities –Londres y Nueva York– sobre la base de transformaciones tecnológicas y jurídicas, y que se torna dominante con la caída del Muro de Berlín. Conforma una red financiera global que combina todo tipo de actividades productivas y especulativas en unidades relativamente autónomas, especializadas y flexibles, que constituyen la nueva forma de las relaciones sociales de producción universalizada, como capital transnacional.

Este cambio se proyectó con vastos y profundos alcances, como un marcado aumento de la productividad, formación de cadenas de valor globales y un sistema productivo que dejó atrás la clásica organización piramidal con casa matriz en un país central. Es un nuevo modo de acumulación, que lleva implícita una nueva organización y racionalización del proceso de trabajo que se traduce en la ya famosa tríada: flexibilización, informalización y tercerización.

En esta somera descripción se encuentran los factores que determinan el estado de inestabilidad permanente. En efecto, se generan enormes diferencias de productividad que devienen en crisis, que a su vez se resuelven en pujas políticas y estratégicas: una dinámica letal para países que aún no han optado entre un modelo de desarrollo o permanecer en situación de dependencia.

En el proyecto del multilateralismo, el capital pone en crisis el sistema político institucional del Estado-nación, tanto en los países centrales como en los dependientes, porque constituye un obstáculo para su despliegue, que necesita el control privado de tres flujos cruciales: mercancías, dinero e información, y configura un tipo de territorialidad global. En otras palabras, así como el Estado-nación moderno, impulsado por la burguesía naciente, se forjó sobre la base del desarrollo de las relaciones sociales de producción capitalistas que ponían en crisis las relaciones sociales feudales, su organización territorial y estatal, en la actualidad, los actores capitalistas globales, de procedencia angloamericana dominante, están imponiendo una lógica que conduce a la formación de un Estado-global que no es compatible con los Estados-nación.

Si la Argentina no se libera a tiempo de este mecanismo, corre el riesgo de convertirse en un conjunto de protectorados: el del petróleo, el del litio, el de la soja, el del agua dulce, etc., con jeques posmodernos del tipo Gerardo “el litio es mío” Morales al mando, y millones de hombres, mujeres y niños padeciendo.

Multipolaridad y enfrentamientos entre bloques

No es aventurado afirmar que desde la caída de Lehman Brothers, en septiembre de 2008, el orden mundial cambió para siempre: la situación incubada desde 1999-2001 se cristalizó en una nueva realidad estratégica. Hoy, el eje de los enfrentamientos o contradicción global principal es la puja entre el polo global angloamericano junto a un grupo de bloques de poder del capitalismo central vs. los polos de poder emergentes: se oponen dos modos de organizar la producción social, dos tipos de sociedad.

En este contexto, golpear a China y limitar su desarrollo es crucial para el bloque angloamericano: el fortalecimiento militar chino en el Pacífico, la principal área de acumulación, en la que se conectan los procesos productivos de las cadenas de valor globales –cuyos núcleos estratégicos se encuentran en Estados Unidos y Europa–, es una preocupación central para las fuerzas angloamericanas. Una cosa es China como país-mercado emergente y otra muy distinta como bloque de poder autónomo en alianza con Rusia y otros bloques como la UNASUR y el MERCOSUR, rompiendo el esquema de poder angloamericano y su transición hacia un nuevo imperialismo.

Con los triunfos electorales de Barack Obama y Joe Biden se reforzó la estrategia tendiente a lograr que China sea un mercado emergente y renuncie a constituirse como bloque de poder, intento que viene fracasando con todo éxito. La guerra en Siria fue el preludio de la situación actual: allí se observó una ofensiva del bloque angloamericano global y sus aliados frente a Rusia, Irán y China. A partir de entonces se profundizó la ruptura en el Consejo de Seguridad de la ONU y se abrió la posibilidad de enfrentamientos militares de mayor envergadura.

La disputa por la disposición de materias primas energéticas es un primer elemento –central– en esta pulseada: el avance de China sobre África y América Latina como principal inversor y comprador de materias primas, así como su aprovisionamiento energético con el petróleo de Medio Oriente, son datos imprescindibles para comprender la disputa por esas regiones: en toda guerra o enfrentamiento geopolítico, una de las principales cartas de triunfo sobre la estrategia enemiga consiste en interrumpir o controlar sus líneas de aprovisionamiento. Si, por ejemplo, el comercio de granos Mercosur-China es realizado por transnacionales como Monsanto, y los fletes, los seguros y la financiación por otras de la misma filiación, entonces esos recursos estratégicos y esa cadena de valor no están controlados por un bloque de poder emergente, sino que son parte de un negocio global entre mercados emergentes, es decir, están controlados por el proyecto globalista.

¿Y nosotros?

Romper la dependencia no es una mera utopía: la Argentina no tiene un problema de generación de excedentes, sino de su distribución y radicación. Es decir, la riqueza y el producto nacional se concentran en pocas manos y su realización se radica fuera del país.

No se trata de salir de un tipo de dependencia para sumergirse en otra, como podría darse en una relación con China o cualquier potencia o bloque, en la que no se tuviera como norte un desarrollo progresivo y auto-centrado, es decir democrático; tampoco de incentivar una especie de aislamiento político o económico, sino de retirarse de cualquier integración explotadora. Es una tarea ciclópea que, por definición, es responsabilidad del movimiento nacional-popular. Si existieran discrepancias insuperables a este respecto en la superestructura del Frente de Todos, la tan mentada unidad sería una cáscara vacía.

No alcanza con los rezongos contra la derecha, tampoco con la –justa– reivindicación de los años del kirchnerismo, que no dejaremos de añorar. Se impone reflexionar sobre las limitaciones que encontró el proceso de esos doce años, que generaron tensiones y rupturas políticas. Los problemas no se solucionaban en términos de “gestión”, con la –necesaria, pero insuficiente– “sintonía fina”; eran más complejos de lo que suponíamos: habíamos chocado con los límites de todo capitalismo dependiente, que se materializan en distintos frentes, como la incapacidad estatal para controlar los flujos financieros –corridas cambiarias, etc. – y el manejo soberano de otros recursos estratégicos.

No será fácil desvincularnos del dispositivo de dominación en el que nos reintrodujo Macri, pero bien explicado, este desafío puede ser más atractivo para los argentinos que convocarlos para “quemar el Banco Central”, reducir salarios con la “dolarización” o “dinamitar casi todo”. También que la propuesta que trajo la trabajadora social Wendy “primero hay que saber sufrir” Sherman, subsecretaria de Estado de Estados Unidos. Es lo que enseña la historia.

Fuente: https://www.elcohetealaluna.com/la-cuestion-de-fondo-2/