Como nunca, ahora, la cuestión estatal está íntimamente vinculada al realismo político. Ocurre, en los supuestos del realismo político, como si el Estado fuese el núcleo de la «realidad». La hipótesis es la misma: Hay que usar el Estado para transformar. No podemos hacer nada sin el Estado. Los países del Sur requieren […]
Como nunca, ahora, la cuestión estatal está íntimamente vinculada al realismo político. Ocurre, en los supuestos del realismo político, como si el Estado fuese el núcleo de la «realidad». La hipótesis es la misma: Hay que usar el Estado para transformar. No podemos hacer nada sin el Estado. Los países del Sur requieren del Estado para defenderse del imperio. El imperio, mas bien, quiere que no tengan Estado los países dominados, para que no puedan defenderse de sus avasallamientos. ¿Es así? Vamos a tratar de responder a esta pregunta, que parece simple; pero, no lo es. No vamos a repetir lo que dijimos en Genealogía del Estado ni en Acontecimiento político [1] , vamos a intentar otros recorridos. ¿De dónde viene ese apego al Estado, eso de tomarlo como núcleo de la «realidad», incluso como la «realidad» misma?
El Estado, en toda su variedad, dada en las historias sociales y políticas, dada en los distintos contextos histórico-sociales-territoriales, no deja de ser una criatura de las sociedades humanas. ¿Por qué tomarlo como el núcleo de la «realidad»? ¿Cómo algo natural, por así decirlo, forzando un poco las cosas, como algo que se da y se tiene que dar en la historia? ¿De dónde viene esta inversión, desde cuando se toma como origen del desenlace de las fuerzas sociales concurrentes? Hipótesis: Desde que la criatura humana, esta institución, llamada Estado, captura fuerzas, cuerpos, mentes, desde que las convierte en su propia expresión centralizada. A esto hemos llamado el fetichismo institucional.
Pensar de esta manera es pensar fetichistamente, es decir; pensar «ideológicamente». Tener el Estado inscrito en el cuerpo, cristalizado en los huesos, incorporado en la mente. Por más que se pretenda una posición revolucionaria o descolonizadora, respecto a un conjunto de tópicos, de temas, de problemáticas, cuando se parte de esta premisa, se comienza con la colonización interna [2] , la inoculación primordial del poder, el fetichismo institucional. En vano recurrir a la historia de las sociedades antiguas, que desde esta perspectiva institucional, habrían inventado el Estado, antes que la modernidad lo haya retomado, convirtiéndolo en un instrumento fundamental del capitalismo [3] . Pues esto no habla bien de esas sociedades antiguas, que supuestamente habrían conformado el Estado antiguo. Qué la modernidad haya retomado esta maquinaria para lograr la centralidad, la síntesis de la sociedad, la homogeneización, la colonización generalizada y el sistema-mundo capitalista, muestra que esta maquinaria antigua es no solamente efectiva para consolidar las dominaciones contemporáneas, sino que muy probablemente también lo fue para consolidar las dominaciones antiguas. El problema, tanto para las sociedades antiguas como para las sociedades modernas, no deja de ser el Estado, con todas las diferencias históricas que podamos encontrarle.
El tema es: ¿Cómo salir de la genealogía de las dominaciones? A estas alturas, de las luchas sociales contra el imperio, contra la hegemonía del capitalismo financiero, articulador especulativo de las distintas formas y estratos del capitalismo; a estas alturas de las luchas políticas contra el capitalismo, en su etapa tardía, donde acude desmesuradamente a la acumulación especulativa, apoyada por el descomunal desbocamiento de formas extractivistas, altamente destructivas, logrando la acumulación real por despojamiento y desposesión, no se puede retomar la tesis del realismo político de que el Estado es el instrumento que tenemos a mano para transformar. Pues ya sabemos que ha sido al revés, que el Estado ha transformado a los «revolucionarios», convirtiéndoles en sus engranajes de poder.
No se discute que tengan que haber transiciones. Es posible, dependiendo de las correlaciones de fuerzas, de los distintos campos de fuerzas; sin embargo, hay que distinguir lo que se nombra como transiciones transformadoras de lo que son las transiciones restauradoras. Si no se tiene claro que hay que desmantelar, desmontar, des-construir y destruir el Estado, en transiciones cortas, medianas o largas, entonces el Estado se convierte en el fin de la historia, en la finalidad de la «revolución», convirtiéndose esta actitud conservadora, en el termidor.
Si este fuese el caso, las ineludibles transiciones, lo que hay que discutir es esto, ¿cómo asumir, intervenir, incidir, empujar, transiciones transformadoras? Empero, es esta discusión la que se elude. Se prefiere optar por la apología de la «revolución» estatal, la revolución institucional, lo que, por sí mismo, es un contrasentido. Se lo haga de una manera torpe o de un modo más sutil no importa, pues el resultado es el mismo, la legitimación del poder, en su forma concentrada, centralizada, y separada de la sociedad. Es esta una posición reaccionaria, no solo conservadora, pues re-acciona contra la potencia social, contra las fuerzas creativas de la sociedad, que serían emancipadas si fuesen autónomas.
A la pregunta ¿de si las sociedades pueden funcionar sin instituciones?, respondemos, que esta pregunta no es adecuada, pues, volviendo al principio, de lo que se trata es de que las criaturas humanas, las instituciones, no se conviertan en los amos de sus creadores, sino que sean tan solo instrumentos dúctiles y cambiables al servicio de sus creadores. Esto es salir del fetichismo institucional.
Considerar como fatalidad, inscrita en la realidad, que tengamos obligatoriamente que recurrir a las instituciones, es entregarse de lleno al fetichismo del poder. De lo que se trata es de evitar que los humanos sean seducidos por su propio imaginario, que no pierdan la perspectiva vital de su capacidad creadora. El debate entonces se encuentra en torno a esta fenomenología del fetichismo del poder. Ciertamente, podemos coincidir, que esta es una crítica a la «ideología», como lo hicieron Marx y Engels, en su tiempo; empero, se trata de una crítica integral a la «ideología» generalizada. No solo se trata del fetichismo de la mercancía, sino del fetichismo institucional, del fetichismo del poder, del fetichismo de los signos, del fetichismo colonial, en el sentido de su economía política racial. Al respecto, hay que dejar en claro que esta crítica «ideológica», esta lucha «ideológica», no es solamente «ideológica», sino también política, cultural y epistemológica. Destruir el fetichismo implica también destruir las instituciones que lo sustentan. Colocar en su sitio lo que debería ser la plasticidad de las instituciones como instrumentos, al servicio de la vida; no someter la vida al servicio de estos fantasmas – aunque sustentados por materialidades espectrales -, las instituciones.
Se habla del Estado como si fuera un sujeto; nunca lo fue, ni siquiera cuando el cuerpo del rey simbolizaba al Estado. El cuerpo del rey como símbolo no era más que eso, la materialidad física que hacía de sostén del símbolo; el cuerpo, por así decirlo, del Estado no se encuentra en el cuerpo del rey, sino en el campo burocrático, en el campo institucional. Sin embargo, como hemos dicho, esta maquinaria no es sujeto. No tiene vida propia. Son múltiples de vidas, de vidas humanas, que hacen funcionar esta maquinaria. Son sus relaciones, sus prácticas, sus formas de organización, sus técnicas, en tanto saberes, habilidades, destrezas, composiciones, las que mueven este aparato. No es pues el Estado el que actúa como sujeto, el que pondera, evalúa y decide, son estos conjuntos humanos, organizados de determinadas maneras, los que ponderan, evalúan y deciden, los que actúan. La realización, la efectividad, se encuentra en los movimientos, desplazamientos y composiciones singulares, de los humanos involucrados. Que los humanos interpreten estos movimientos, estos desplazamientos, estas acciones y estas prácticas, como si fuesen actuaciones y decisiones del Estado, es parte de las narrativas que construyen, dando lugar a la representación; es decir, a la significación trágica, en un caso; dramática, en otro, mítica, en otra versión; científica o descriptiva, en las versiones modernas, aunque también pueden ser noveladas. Por cierto, también puede asumir formas discursivas, mas bien, dispersas, fragmentarias, sin lograr una composición ni una trama, como es el caso de lo que se llama «ideología»; empero «ideología» difusa, usada por partes, por los usuarios del sentido común.
El Estado es una idea, es imaginario, es la interpretación dada, sobre todo en la modernidad, al efecto masivo que producen las acciones, movimientos, desplazamientos y prácticas sociales, en lo que respecta a las composiciones políticas. Lo que existe es la malla institucional, como materialidad social, es decir, como dinámica de relaciones y composiciones sociales. Por lo tanto, lo que importa es comprender las formas de organización, de relación, de variación organizativa y de variación en los flujos y ritmos de las prácticas y relaciones. No se trata de conocer el Estado; esto equivale a decir que de lo que se trata es de conocer un concepto. No se puede conocer un concepto, se lo puede construir, aprender, usar; lo que se conoce es el referente o los referentes del concepto, las dinámicas sociales que son señaladas por la estructura conceptual. Por eso mismo, lo que importa es comprender las formas de uso de esta maquinaria, llamada Estado, no conocer el Estado.
Cuando se dice el Estado es la soberanía, defiende la soberanía, no se hace otra cosa que convertir al Estado en un sujeto y creer que este sujeto es la soberanía y defiende la soberanía, cuando son los humanos, cumpliendo los papeles que se otorgan, los que ejercen el poder, los que llaman a este ejercicio soberanía, los que la defienden con estrategias, tácticas, dispositivos, incluso normas y leyes. No es pues el Estado el que defiende la soberanía de los pueblos, que deberíamos entenderla como autonomía y autogobierno, sino son los mismos pueblos los que la defienden, organizándose de una determinada manera. Entonces se trata de lograr las mejores formas de organización, las más eficaces y apropiadas; no de estructurar el mejor Estado, el que más se parezca a su concepto o a su norma. Cuando los pueblos se embarcan en defender al Estado o a un Estado en singular, se embarcan no solamente en defender una idea, sino quizás una forma de organización pretérita, inadecuada en el momento, en la actualidad, para responder a los desafíos y problemáticas del presente. Lo más dramático, es que defienden, en última instancia, la legitimidad de las dominaciones.
La discusión entre la posición política o filosófica que dice Estado y la posición que dice no-Estado es abstracta; es como si peleara por un concepto que afirma esta idea, en un caso, en el opuesto, por otro concepto que la niega. No es esta la discusión concreta; la discusión concreta tiene que ver con liberar o no las capacidades creativas de la potencia social, sus facultades de composición, sus posibilidades, pasando de una forma de organización a otra, dependiendo de las circunstancias. Que se le llame o no Estado a estas acciones, organizaciones y composiciones sociales, sería indiferente si es que la idea de Estado, incluso la malla institucional, que es su materialidad política, materialidad jurídica, no fuese una idea conservadora y un campo inmovilizador e inhibidor de la potencia social. Sin embargo, este es el caso. La idea de Estado y su campo burocrático, su campo institucional, su campo político, se convierten en obstáculos para la el flujo de fuerzas, de potencia y capacidades sociales. Lo que importa no es decir sí o no al Estado, sino seleccionar, inventar, construir las formas de organización más adecuadas, dependiendo de las problemáticas. Esto equivale a pensar formas institucionales plásticas, flexibles dúctiles, cambiables y combinables.
Sorprenden las formas de representación política a las que llegaron las sociedades humanas. No solo que las representaciones se convierten en el lugar privilegiado de la racionalidad instrumental, como si este campo imaginario fuese el lugar substancial de la «realidad», sino que los significantes de esta representación, los cuerpos de la significación política, se convierten no sólo en el cuerpo del símbolo del poder, sino que se los presenta y asume como si así lo fueran; es decir, ocurre que se atribuye a estos cuerpos la cualidad y el atributo de contener esa sustancia «mágica»; seductora, al mismo tiempo, aterradora, del poder. Con esto se habría llegado a una de las desmesuras perversas del fetichismo del poder. Por ejemplo, se cree que los caudillos encarnan a la nación, al pueblo, a los oprimidos, por lo tanto, contienen, en su cuerpo, como una sustancia histórica, que les hace actuar y hablar de una determinada manera. Podríamos llamar a esta interpretación, tan peculiar de la ciencia, del análisis, del comentario político, así como también del sentido común, metafísica política.
Este fenómeno, de la transferencia de atributos sustanciales o esenciales a los cuerpos de la representación, pasa no sólo con los cuerpos de los caudillos, algo parecido a lo que pasaba con el cuerpo del rey, sino con toda arquitectura institucional, en el sentido de su materialidad estructural, propiamente arquitectónica. Se les atribuye también poderes «mágicos», lo mismo que pasa con los fetiches. Este animismo político, por llamarle algo, forma parte de la antropología política moderna. En otras palabras, la política moderna, política no en el sentido pleno, sino restringido, prejuicio de poder, se constituye e instituye sobre la corporeidad fantasmagórica de los mitos. La política, en este sentido, es creencia. Los que se toman en serio el Estado, la máxima expresión de esta metafísica política, no hacen otra cosa que manifestar elocuentemente esta antropología política, que tiene como contenido los mitos modernos del poder.
En el fondo, este es el armazón del discurso nacional-popular o de lo que en Bolivia se llamó nacionalismo revolucionario. Este armazón, esta estructura «dura», reside, como gesto dramático, en el mito del caudillo. En este mito se manifiesta, como condensación patética, el imaginario de la dominación patriarcal; base «ideológica» y cultural del conjunto de dominaciones. Si podemos hablar de colonialismo, llegando hasta la raíz, vamos a encontrarnos con las estructuras patriarcales de poder. El cuerpo del caudillo, como símbolo del poder, es el lugar somático donde reluce plenamente este patriarcalismo heredado, por consiguiente, el colonialismo inscrito en los cuerpos. Llama la atención, por eso que los nacionalistas, populistas y estatalistas, de toda laña, sean los más esforzados en encontrar en estas marcas históricas del poder, dibujadas en el caudillo, señales de «emancipación» o de «liberación». ¿No hay algo más grotesco, en el significado del contrasentido?
Las paradojas de la existencia, esta vez las paradojas de las sociedades humanas, manifiestas en las paradojas políticas, aparecen evidenciadas en las contradicciones inherentes a las «revoluciones», a los proyectos socialistas, que efectivamente se dieron, cuando estas «revoluciones» y estos socialismos reales recurren al mito, al cuerpo del rey, al cuerpo del caudillo, como núcleo esencial del Estado policial, para, sorprendentemente «emancipar» y «liberar». Hay que tomar atención en estas paradojas políticas, las mismas que nos muestran los nudos mismos problemáticos del poder y la política efectiva.
Utilizando una palabra comprometedora, empero, por su uso común, puede ayudarnos a ilustrar, podemos decir que el secreto del poder se encuentra en estas paradojas políticas. El poder, es decir, el dominio, se ejerce; el objetivo del poder es primordialmente ejercer la dominación, inscribirse en los comportamientos y conductas de los cuerpos de la población. Por lo tanto, cuando se discursa sobre la «emancipación» o la «liberación», desde la pronunciación ronca del poder, se lo hace convirtiendo a la emancipación y la liberación en una excusa para conservar y prolongar el poder, para efectuar la reproducción del poder. La «emancipación» y la «liberación» son aditamentos edulcorantes para que se cumpla el ejercicio supremo del poder. En sentido pleno, las emancipaciones y las liberaciones no pueden convivir con esta estrategia de poder, pues son su opuesto. Las emancipaciones y liberaciones efectivas interpelan al fetichismo del poder, a los mitos políticos; plantean colmadamente no solo la igualdad, la libertad, la justicia, sino también la autonomía, el uso crítico de la razón integral [4] , que implica, la condición lograda del pre-juicio de igualdad y la consciencia de libertad.
No se puede seguir entonces, reproduciendo las mismas paradojas políticas de la modernidad, que sostienen esta metafísica política, no se puede seguir apostando a proyectos «emancipadores» o de «liberación» sobre el substrato de mitos patriarcales, sobre el fetichismo estatal, sobre la elocuencia de las representaciones. Las emancipaciones y liberaciones o son liberación de la potencia social, en contra de toda forma de poder; es decir, son realización efectiva de las autonomías múltiples, cohesiones colectivas y comunitarias, basadas en construcción de consensos, o, en contraste, no son efectivamente emancipaciones y liberaciones. En este último caso, serían la reiteración perversa de las dominaciones efectuadas a nombre de las víctimas. Esta es pues la ironía sarcástica del poder.
Ciertamente, estas contradicciones no sólo se dan en el campo socialista, por así decirlo, sino también en el campo liberal. En realidad, forman parte de las paradojas inherentes al poder y a las políticas modernas, paradojas que atraviesan el sistema-mundo moderno, envolviendo a todas sus composiciones, estructuras y disposiciones políticas, además de los comportamientos y conductas sociales. Si nos concentramos en las paradojas políticas de las expresiones que se reclaman de «vanguardia», de «revolucionarias» o, con menores pretensiones, de reformistas o progresistas, es porque, precisamente, en estas expresiones, que prometen «emancipaciones» y «liberaciones», se dan de manera notoriamente explícita las paradojas del poder; los gobiernos «revolucionarios» efectúan las supuestas «emancipaciones» y «liberaciones» recurriendo al Estado policial.
No es que los gobiernos liberales no contemplen la posibilidad del Estado policial; al contrario, en momentos de emergencia o de crisis, recurren a este ancestro, pues este es, en realidad, el origen, llamado Estado de Excepción, de la genealogía estatal. Esto no podría extrañarnos, tratándose de Estados liberales, que explícitamente defienden, garantizan e impulsan la acumulación de capital. Lo que llama la atención es que los gobiernos «revolucionarios» sean los que explícitamente recurran al Estado policía, sacándolo de la sombra, ocultando, por el contrario, su vinculación opaca con la reproducción del capital.
En la historia de estas paradojas políticas, son elocuentes las defensas del Estado-nación de parte de los «revolucionarios», de los «antiimperialistas». Ellos suponen que la mejor defensa contra el «imperialismo» es el Estado-nación soberano. El argumento usado es que el «imperialismo» encuentra las resistencias nacionales en el Estado-nación soberano. También se dice que el «imperialismo» quisiera no encontrar resistencias en su camino, por lo tanto, no quisiera encontrarse con Estado-nación soberanos. Esta es una verdad a medias. Si bien las luchas de liberación nacional, los gobiernos populistas y nacionalistas del siglo XX, lograron constituir soberanías populares y nacionales, lograron recuperar el control de sus recursos naturales, por lo menos en lo que respecta al control en su condición de reservas, incluso de propiedad de materias primas, oponiéndose a la vorágine del despojamiento extractivista trasnacional, con el tiempo, este control nacional, esta soberanía sobre los recursos naturales, estos Estado-nación, se convirtieron en dispositivos indispensables del orden mundial y de la acumulación ampliada de capital, en la geopolítica renovada y recompuesta del sistema-mundo capitalista. Este es el problema contemporáneo.
La constatación de esta situación no le quita ningún mérito a las luchas de liberación nacional de los pueblos, tampoco a los gobiernos nacional-populares, dados dramáticamente en los contextos del siglo XX. De ninguna manera. Empero, le quita todo mérito a los gobiernos neo-populistas, neo-nacionalistas, pretendidamente «antiimperialistas», investidos de las remembranzas de los héroes del pasado; sin embargo, gobiernos claramente entregados a políticas económicas extractivistas, en el mejor de los casos desarrollistas. Estos gobiernos «progresistas» son, en la práctica, los mejores dispositivos del orden mundial, en lo que respecta a la legitimación del sistema-mundo capitalista, en su etapa de dominio financiero. Estos gobiernos atacan el fantasma del «imperialismo» del pasado; empero, dejan indemne, la estructura del imperio, del orden mundial del capital actual. De manera comprometedora tienen lazos y relaciones concomitantes con los circuitos financieros, con los circuitos y recorridos de las materias primas, con el sistema financiero internacional y las trece empresas trasnacionales del extractivismo, consorcios oligopolios, controladores efectivos, no nominales, como lo que ocurre con los Estado-nación, de las reservas del planeta.
Para decirlo de una manera provocadora; los «antiimperialistas» de hoy son de pacotilla. No tienen la voluntad de lucha, la convicción, la capacidad de enfrentamiento y de confrontación, que tuvieron los antimperialismos del siglo XX. Los «antiimperialistas» de hoy forman parte del emblemático diagrama de poder de la simulación. ¿Cuál entonces la estrategia de estos «antiimperialistas», de estos «revolucionarios» del siglo XXI? Es una estrategia de poder. El uso de las figuras revolucionarias, «antiimperialistas», el investirse con los logros y gastos heroicos del pasado, los convierte, simbólicamente, en el teatro de las representaciones, en los que monopolizan la verdad, apoyándose en dispositivos disciplinarios, como los partidos, incluso de domesticación; por lo tanto de subalternización. Usan el prestigio de las revoluciones y del antiimperialismo con fines privados.
Las luchas contemporáneas de los movimientos sociales anti-sistémicos se encargan de desmontar este teatro político, de interpelar a estas pretendidas «vanguardias», que cobijan conservadurismos recalcitrantes, prejuicios patriarcales, prejuicios sexuales, prejuicios de género y prejuicios generacionales, incluso prejuicios raciales. Estos «vanguardistas» son esquemáticos; reducen la historia a códigos morales, como lo hacen las religiones monoteístas y trascendentales. Son los nuevos sacerdotes represores, en un siglo donde los patriarcas se aferran a sus bastones bajo los celajes del crepúsculo.
[1] Revisar de Raúl Prada Acontecimiento político. Editorial Rincón; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[2] El concepto de colonialismo interno tiene varios nacimientos. El que conocemos más y nos parece próximo, es el que se refiere a las sociedades poscoloniales; es decir a la continuidad colonial después de la independencia; pero, antes, el concepto de colonialismo interno se refería a lo que hace el Estado con los cuerpos, al inscribirse en ellos, en la superficie de los cuerpos como historia, en el espesor de los cuerpos como subjetividad.
[3] Este argumento es, en todo caso discutible. ¿Es adecuado utilizar un concepto, como la del Estado, que tiene una consolidación teórica fuerte en la modernidad, bajo los paradigmas usados por la ciencia política, para referirse a formas de organización compleja y marcadamente distinta de las sociedades antiguas? Lo que reclaman los que argumentan de esta forma, que el estado tiene sus orígenes en sociedades antiguas, en sociedades que se encuentran, en pleno esplendor, en tiempo pretéritos y en geografías no europeas. Esto puede ser ponderado como perspectiva no eurocéntrica; empero, en la medida que se quedan ahí, afirmando que el Estado nace antes y no en Europa, en Asía, solo mejoran la posición estatalista, la posesión del dominio estatal, reforzando, al mismo tiempo la perspectiva, de la excepción europea. Convierten al Estado-nación; es decir, al Estado moderno, Estado por excelencia colonizador, en parte de una historia más larga y no sólo europea, historia que abarca al mismo planeta. Esto es hacer una apología del Estado y de las dominaciones históricas.
[4] Emanuel Kant, en ¿Qué es la ilustración?, propone la madurez como uso crítico de la razón; sin embargo, habla de la razón abstracta, no de la razón integral, que forma parte del acontecimiento integral de la percepción.
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