En estos días las pantallas de televisión y las tapas de diarios y revistas nos devuelven el espectáculo cuasi obsceno de las pujas por candidaturas, las ‘internas’, de los interminables seguimientos ‘informativos’ hechos de rumores, palabras pronunciadas off the record y sobreinterpretaciones de discursos públicos de funcionarios y dirigentes. La democracia parece convertirse en una […]
En estos días las pantallas de televisión y las tapas de diarios y revistas nos devuelven el espectáculo cuasi obsceno de las pujas por candidaturas, las ‘internas’, de los interminables seguimientos ‘informativos’ hechos de rumores, palabras pronunciadas off the record y sobreinterpretaciones de discursos públicos de funcionarios y dirigentes.
La democracia parece convertirse en una suerte de entretenimiento menor, un espectáculo barato en el que no se debaten cuestiones programáticas, ni se reflexiona en torno a la compatibilidad entre la democracia y el hambre, la mortalidad infantil, el desempleo masivo y la precarización laboral generalizada.
Se especula sobre ‘imagen’ y encuestas, mientras la verdadera política, la que es portadora de proyectos sociales y confronta para instaurarlos o mantenerlos, queda relegada a un último plano. La riña Kirchner-Duhalde está haciendo escarnio de la voluntad popular expresada en torno al ¡Que se vayan todos¡ Lo mismo que los escarceos sin principios del grueso de quienes ocupan el lugar de oposición. Ponen en evidencia, apenas camuflada por ‘buenos’ indicadores económicos, que existe el ‘partido único del gran capital’, tal como alguien lo bautizó certeramente. El pueblo ‘no delibera ni gobierna’ como dice la Constitución Nacional. Lo hacen sus ‘representantes’. Los que en realidad, están atentos a los dictados de sus verdaderos ‘mandantes’, no al de los supuestos representados. Los gobernantes deciden impunemente ignorar la voluntad de los gobernados. No para ejercer su libre voluntad, sino la de quienes tienen variados y poderosos instrumentos para condicionarla, como la gran empresa, los dueños de los medios de comunicación, las cúpulas eclesiásticas y sindicales. Para todos ellos es útil volver a una situación lo más parecida a la anterior a la rebelión popular, en la que se crea que de asambleas y cacerolazos «no quedó nada», y se vuelva a mascullar un escepticismo general, estúpido en su fingida astucia.
Para el actual estado de cosas no debe esperarse remedio ‘desde arriba’. La impunidad con que los gobernantes pueden incumplir sus promesas o abandonar plataformas electorales, no es una ‘falla’ del sistema. Al contrario, allí radica su mayor virtud, apreciada desde el ángulo de las clases dominantes que la diseñaron. La democracia directa, los mandatos imperativos y revocables, las prácticas colectivas no regidas por el dinero ni el poder; sólo florecen cuando las mayorías populares manifiestan activamente la voluntad de tomar protagonismo, forzando los límites de las instituciones oficiales. De eso nos hablan las rebeliones populares que sacudieron diversos países sudamericanos desde comienzos del milenio.
Una minoría de poderosos está tratando de volver a la perversa ‘normalidad’, en la que los oprimidos eligen calladamente cuáles de entre sus opresores los van a gobernar. Si eso es ‘lo normal’, es indispensable oponerle nuevamente algo de locura. La verdadera democracia empieza a construirse cuando el pueblo deja de comportarse como los dueños del poder esperan, y las vallas que parecen infranqueables se saltan. Cuando cunde y se proyecta la pregunta de por qué demonios permitimos que se llame ‘gobierno del pueblo’ al dominio de los políticos al servicio del gran capital. La democracia auténtica, la de los ‘niveladores’ británicos; los sansculottes y los comuneros franceses, la de los movimientos liberadores de América Latina y el mundo, debe ser rescatada de los que la usurpan, de los que, como dijeron los clásicos del socialismo, disfrazan con el manto de la igualdad y la libertad la dictadura del capital.
[*] Artículo publicado en la revista Treinta Días, de Buenos Aires.