La política del siglo XXI está marcada por una profunda crisis de representatividad que termina por crear un conjunto de fenómenos los cuales no son fáciles de comprender y tampoco de simple acompañamiento y caracterización. La institucionalización de la participación política es, sin dudas, un pilar importante para pensar este espacio-tiempo. La vida en sociedad […]
La política del siglo XXI está marcada por una profunda crisis de representatividad que termina por crear un conjunto de fenómenos los cuales no son fáciles de comprender y tampoco de simple acompañamiento y caracterización. La institucionalización de la participación política es, sin dudas, un pilar importante para pensar este espacio-tiempo.
La vida en sociedad necesita la política como forma de buscar el bien común. Sin embargo, los conceptos más simples se han convertido en temas de alta complejidad. El rechazo a la política, y como consecuencia la despolitización de la sociedad, se debe -en gran medida- a la institucionalización de la participación política. Observase una exclusión del ciudadanx como actor político cuando este no hace parte de un espacio institucionalizado. No es difícil encontrar movimientos territoriales que se auto-denominan «apolíticos» cuando todavía están construyendo espacios de participación ciudadana. En estos casos, también no son pocas las organizaciones -sobre todo los partidos de izquierdas- que se adelantan a proclamar una supuesta falta de conciencia por parte de estos movimientos, prefiriendo el cuestionamiento al dialogo. Si al primero le falta dar la batalla por el concepto de lo que sería lo político, al segundo le falta revisar el rol del partido político como forma de representación reconociendo al ciudadanx como actor político.
La política viene siendo confundida con el poder. Nada más interesante para los dueños del poder -en términos clásicos de dominación- sobre todo para las corporaciones. Esta falta de interés creciente en la política y la falta de confianza en las instituciones hacen con que la sociedad tenga una postura individualista, una forma de insertarse a través de lo que reconoce como legítimo. El bien común pasa a ser reemplazado por el interés individual. Sin embargo, la respuesta de las izquierdas -que tendría el rol de ofrecer alternativas- es más institucionalidad, con todo lo que esto implica: burocratización, competencias, y por fin, más despolitización y fragmentación. La organización de la lucha pasa a ser una disputa por construir y fortalecer su propia institución, muchas veces utilizando los mismos métodos de las instituciones de lesa-sociedad.
La falta de comprensión que la debilidad de la política construye un malestar social legitima los discursos de las derechas en su afán por despolitizar los reclamos sociales y desideologizar la política. El vínculo utilitarista y clientelar de las instituciones de izquierdas con las bases más precarizadas también es una importante fuente de despolitización. En lugar de aportar a una organización con fines de liberación del poder opresor, habilitan un proceso de pacificación que también es funcional al sistema vigente, lo cual posee más posibilidad de manipulación sostenida por los medios de comunicación de masa.
Asistimos a tiempos de descrédito en las instituciones de todos los colores. El apelo por la politización como herramienta capaz de superar la profunda crisis, es el punto de partida para una forma de organización social que no sea totalitaria en su concepción. Proporcionar espacios para el debate abierto entre las personas sin caer en la tentación de hacer política vía redes sociales -que también es una herramienta despolitizante- y comprender que en este espacio-tiempo pensar y hacer política más allá de las instituciones es el gran desafío. Lo que preguntamos frente a esto es: ¿Es posible desinstitucionalizar las estructuras dogmáticas buscando el bien común?