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La dignidad de los bolivianos y los intereses de los accionistas de REPSOL

Fuentes: Rebelión

Comencé a leer Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, durante un viaje nocturno desde Encarnación hasta Trinidad, en Paraguay. Allí era invierno, hacía frío y, aunque el autobús en el que viajábamos se anunciaba como de gran clase, no consiguieron hacer funcionar la calefacción. Así que me recogí en uno de los […]

Comencé a leer Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, durante un viaje nocturno desde Encarnación hasta Trinidad, en Paraguay. Allí era invierno, hacía frío y, aunque el autobús en el que viajábamos se anunciaba como de gran clase, no consiguieron hacer funcionar la calefacción. Así que me recogí en uno de los escasos asientos con luz de lectura, y a los pocos minutos la falta de mantas parecía la menor de las preocupaciones.

El terrible espectáculo que describe el libro alcanza cotas sobrecogedoras cuando trata el pasado y el presente de Potosí, en Bolivia. Nada brilla ya en las minas que abastecieron de plata las arcas de los poderosos y los banqueros europeos durante siglos y que hizo posible una nueva revolución del metal en Europa; quizás queda algo de estaño, que los españoles desechaban como basura. Como escribe el autor, Bolivia, hoy uno de los países más pobres del mundo, podría jactarse -si ello no resultara patéticamente inútil- de haber nutrido la riqueza de los países más ricos. Ya en pleno siglo veintiuno, después de muchos años desde la primera edición del libro, los indígenas de Potosí siguen masticando coca para matar el hambre y siguen quemándose las tripas con alcohol puro, como describen sus páginas. «Esto vale un potosí», le decía el Quijote a Sancho; ahora sería lo mismo que decir que no vale nada. Coincidí con Galeano por primera vez en Santo Domingo, pocos días antes de la segunda victoria de Leonel Fernández, y no pude evitar comentarle mi impresión de la lectura mientras caminábamos por las húmedas calles de la capital dominicana. Le creí firmemente cuando me comentó que no encontraba palabras suficientes para describir la impotencia que sentía cada vez que era testigo de las injusticias en las que viven muchos pueblos latinoamericanos.

Una gran parte de América Latina ha sido objeto de saqueos y pillajes desde su «descubrimiento», y lo sigue siendo en la actualidad. Los procesos de independencia que conformaron las actuales naciones latinoamericanas estuvieron liderados en buena parte por las clases pudientes, los criollos, educados en Europa y poseedores de las haciendas, y lo que querían es adueñarse de todo beneficio y no tener que compartir el trabajo de los otros con la metrópoli. Los pobres siempre han sido los desheredados de estas sociedades y, entre estos pobres, los indios, porque -como he escuchado en varios lugares desde Caracas a Santiago- sólo hay una cosa peor que ser pobre: ser indio. Indígena, diríamos ahora, en ese afán eufemístico por ocultar lo que no nos gusta como quien tapa un desconchado con un cuadro, pero en el fondo es lo mismo; no comen más, ni viven mejor, ni ven un futuro más claro por el uso de uno u otro término.

Pero sí ven su futuro más claro en otras cosas; por ejemplo, en la llegada al poder de personas que sienten cercanas, y que emprenden políticas que creen que les van a favorecer. como la nacionalización de los hidrocarburos. Y es que no les queda mucho más que algunos recursos naturales que no fueron objeto de saqueo en aquel momento porque no se conocía su utilidad, o porque no les dio tiempo. Aun así, lo son ahora por parte de grandes multinacionales, aunque en algunos casos parece que se llegará a tiempo para evitar su total expoliación. La nacionalización de los recursos naturales debería ser la norma habitual en los países pobres, porque se trata de lo poco que les queda. A los bolivianos, por no quedarles no les queda ni mar, porque el trozo que heredaron de la época de la colonia se lo anexionaron los chilenos -cuando si algo le sobra a Chile es justamente costa- en una de las múltiples guerras en las que, impulsadas por los gobernantes criollos, se vio inmerso el país y de las que, por cierto, no ganaron ni una.

Ahora dicen los de REPSOL, y no sólo ellos, que la nacionalización estaba anunciada, que la esperaban, pero que no han sido correctas las formas. ¿Pero de qué formas estamos hablando? ¿Es que acaso una nacionalización a través de un decreto presidencial no sirve en un país donde una familia vive un año con menos de lo que en España cobra un obrero en un mes?. Yo sé a qué formas se están refiriendo, porque he conocido a alguno de esos sujetos que viajan en business class de traje y corbata con un maletín del que no se desprenden, y que se acercan al gobernante de turno susurrándole al oído que tú y yo nos entendemos, y acercándole los fajos lo suficiente para que al menos pueda olerlos. Como cuando llegaban los europeos a América y cambiaban los espejitos por oro. El problema es cuando la dignidad está por encima del egoismo, y el gobernante no está en venta. Los sujetos encorbatados no lo entienden, porque no hablan ese idioma. Para ellos, el término «dignidad» es, como tantas otras cosas, relativo. Por eso no se acaban de creer cómo el mismo señor del jersey a rallas al que le tuvieron que prestar un abrigo cuando emprendió su viaje a Europa sea el mismo que ahora interponga su dignidad a los intereses de las grandes multinacionales. El lenguaje de la dignidad es para los ejecutivos de las multinacionales, como canta Djavan, japonés escrito en braille.

Si de formas se trata, no quiero perderme el pataleo de las multinacionales y sus súbditos cuando la Asamblea constituyente boliviana, dentro de algunos meses, apruebe la constitucionalización de la tenencia pública de los recursos naturales, como soberanamente hicieron los venezolanos en 1999. Entonces sí habrá una forma bien clara: la del poder constituyente del pueblo, que decidirá que si alguien quiere en algún momento vender las riquezas de su suelo deberá consultarles primero. En ese momento, la alternativa no será esperar a que cambie el gobierno, sino plegarse a la necesidad de incrementar la justicia en los tratos comerciales. Claro que siempre queda, como pasó en Venezuela, promover un golpe de Estado. Las multinacionales saben mucho de este procedimiento, llevan años utilizándolo para proteger sus intereses.

Mientras se reconoce la dignidad de esta decisión, habrá que aguantar marea. Entre ella, la de los tertulianos que nos despiertan cada día con pesimistas lamentaciones sobre el futuro de las bolsas y avisos sobre quién se ha creído que es ese cocalero porque, no olvidemos, cocalero es el que cultiva la hoja de coca. Son los mismos que quedaron desconcertados cuando Hugo Chávez ganó el primer referendo revocatorio de la historia contemporánea con casi el 60% de los votos, y que -la ignorancia es atrevida- son capaces de afirmar que en Venezuela no se ven resultados de las políticas sociales del gobierno bolivariano. Entonces, ¿cómo se explicarán en diciembre la reelección de Hugo Chávez en una Venezuela donde, según ellos, hay más pobreza, más injusticia y más violencia? ¿Cómo se explican la victoria de Humala, el éxito de algunos programas de Lula, la popularidad de Kirchner? Son incapaces de darse cuenta que los pueblos latinoamericanos reniegan de consensos como el de Washington, por el que los pobres siguen siendo pobres y los ricos son más ricos. También, en este caso, no hay mayor ciego que el que no quiere ver.

Pues sí, a mí los accionistas de REPSOL no me dan ninguna pena. Y un Gobierno consecuente no se lanzaría a defender con uñas y dientes los intereses de una minoría económica, sino que se preguntaría por qué los precios de la gasolina crecen a ritmos mucho mayores que el del petróleo y mucho antes de que el barril de petróleo que se compra por determinado valor pueda llegar a los surtidores. ¿No tendrá algo que ver el aumento del consumo ante la cercanía de días festivos, o el consenso de precios entre los distribuidores, atentando contra toda normativa de la libre competencia? Ojalá nuestro Gobierno se interese más por estas cuestiones, que afectan a la mayoría de la población, que por los miramientos hacia los accionistas de REPSOL, y es sólo un ejemplo. Porque la dignidad de los bolivianos y los intereses de los accionistas son incompatibles. Y, me van a perdonar si es el caso, pero yo me quedo con la primera.

El autor es profesor de Derecho Constitucional en la Universitat de València

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