En la mañana del lunes 28 de agosto, el ministro de Gobierno, Eduardo Del Castillo, llevó a cabo una conferencia de prensa que, a grandes rasgos, puede ser divida en dos partes: una para mostrar una serie de datos sobre los resultados exitosos de su gestión en términos de combate al narcotráfico, y la otra para -en sus propias palabras- mostrar información «inédita» de la lucha contra de este flagelo. Para ello, en esta segunda parte, se prometió a los periodistas que se mostraría una nueva herramienta para llevar la lucha contra el narcotráfico a «otro nivel»: un sistema de georeferencia de altísima tecnología, nombrado el «El Mapa del Narcotráfico en Bolivia».
Sobre la primera parte no nos extenderemos mucho. Solo apuntaremos que esta necesidad de presentar datos de éxitos de la gestión, records rotos y reconocimientos, no se dan en un momento aleatorio o como parte de la rutina administrativa. En realidad, se inscriben en un contexto político bastante claro: un momento de impopularidad y cuestionamiento al ministro, quien coronó -tras estar en el centro de varios escándalos- un severo deterioro de su imagen a raíz de la fuga del narcotraficante uruguayo Sebastián Marset, quien vivía y operaba con bastante holgura y comodidad en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra. Ante la crítica y la crisis, mostrar pomposidad y altisonancia, diríamos. O como el mismo ministro concluyó en su conferencia de prensa: en realidad, por nuestros grandes e importantes resultados es que nos atacan y cuestionan ciertas «organizaciones criminales», por nada más.
Dejamos a los especialistas demostrar -como ya lo vienen haciendo- si los datos del ministro realmente suponen un nuevo y brillante episodio en la lucha contra el narcotráfico en Bolivia, o si se trata de mantener viejas tendencias y/o un deterioro. Solamente expresaremos nuestras sospechas a la altisonancia de la conferencia de prensa, debido a que no es una novedad que el ministro sea tan hábil como para exponer un fracaso como si fuera una victoria. En realidad esta práctica y estilo ya tienen su recorrido. Un ejemplo. En diciembre del 2021, en otra conferencia de prensa, el ministro de Gobierno exhibió en pantallas led la cifra de 9.457 hectáreas de plantíos de coca erradicados, lo cual habría -en sus palabras- superado sus propias expectativas, colocadas a sí mismo en la meta de erradicar 9000. Sin embargo, nótese la sutiliza comunicativa, se habló de cuánto se erradicó, no del cuánto crecieron los plantíos ilegales.
De acuerdo a la Ley General de la Coca (2017) en Bolivia son permitidos legalmente 22.000 hectáreas de plantíos de coca -14.300 en los Yungas de La Paz y 7.700 en el trópico de Cochabamba-, en el entendido de que esta cantidad estaría destinada al consumo y uso tradicional en Bolivia y no a propósitos ilegales. De acuerdo con el informe del 2021 de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDC), en la gestión 2019 se tenían 25.500 hectáreas en Bolivia, quiere decir, 3.500 hectáreas excedentarias o ilegales (15.9%), en el 2020 -durante el régimen de Áñez- 29.400, siendo 7.400 de estas ilegales (33,6%). ¿Y durante la gestión de Del Castillo, aquella que superó sus propias expectativas? En el 2021, un total de 30.500 hectáreas, siendo 8.500 ilegales (38.6%), lo cual supone un aumento, en relación al régimen de Áñez, de coca presumiblemente destinada a actos ilícitos. Quiere decir ¡se celebró en pantalla led (victoria) que el aumento de las hectáreas ilegales de plantíos de coca no haya sido tan desastroso!
Dicho esto y expresadas nuestras sospechas de estos «datos y no relatos» -como al ministro le parece gustar repetir actualmente-, nos interesa más profundizar y responder desde la crítica en la segunda parte de la conferencia de prensa del 28 de agosto. Esto principalmente porque desde el 2019, a raíz de la Masacre de Huayllani de los cocaleros de Cochabamaba, estamos comprometidos, junto a otros compañeros, con la causa de combatir precisamente aquellas etigmatizaciones que permitieron que gran parte de la población boliviana se adhiera a los relatos del ex ministro de Gobierno Arturo Murillo, quien justificó ejecuciones sumarias hacia esta población alegando que serían terroristas, narcotraficantes, que estarían drogados y/o ebrios sin ningún respaldo científico.
No nos sorprendería, no obstante, que debido al ambiente político que atravesamos se busque reducir este ensayo a los afanes de la carrera electoral del 2025, lo cual ya empujará a algunos, que se han obligado a dejar de pensar, a que en nombre de la «unidad» electoral abandonemos nuestro criterio crítico y no pensemos en estos excesos y sus consecuencias sociales y políticas. Pero nosotros, al contrario, les respondemos que por precisamente los intereses puestos en la disputa interna electorera, el ministro de Gobierno «cruzó la raya» para inscribirse en una larga y lamentable tradición discursiva que, además de falsa, no golpea necesariamente al «evismo», sino que tuvo y tiene terribles consecuencias en contra de sectores campesinos y trabajadores. Lo cual en sí ya es un peligro más serio para la unidad de las organizaciones sociales, pero que además nos hace preguntarnos a si el modelo seguido por los gobierno del MAS-IPSP de lucha contra el narcotráfico, basado en la soberanía y la colaboración con el sector cocalero, sigue en vigencia o estamos entrando en un giro programático de diferente sepa política. ¿Todo a nombre de qué? Pues eso intentaremos responder.
Empecemos por la «inédita» información presentada, tan «novedosa» que incluso el ministro conminó a los periodistas presentes a que saquen su móvil personal para sacar fotografías. Remitámonos a sus palabras:
«Con todo esto, con antelación, queremos pasar a un dato muy importante que seguramente el pueblo boliviano ya tenía algunos elementos pero no teníamos a ciencia cierta de lo que pasaba el tema de narcotráfico en el territorio nacional: Dónde se produce la pasta base de cocaína, dónde se cristaliza la cocaína dentro del territorio nacional. Por tanto en esta parte que la hemos denominado “El mapa del narcotráfico en nuestro país” es algo inédito y que hasta hoy en ningún gobierno se atrevió a hacerlo. Para quienes tienen unidades móviles les recomiendo transmitir esta parte a todo el pueblo boliviano para que se tenga un panorama más amplio y cabal del narcotráfico en nuestro país.»
¿Y cual fue esta información inédita, que requirió tecnología de punta para saberse a ciencia cierta, que hasta ahora los bolivianos desconocíamos y que fue escondida por todos los gobiernos por cobardía (hasta este día)? Que en el Chapare se concentra la mayor parte de laboratorios de cristalización de cocaína destruidos por su ministerio. ¡Vaya novedad! ¿Será que alguien lo habría sospechado antes?
Me atrevo a decir que, en realidad, es uno de los mayores sentidos comunes propagados entre la población boliviana. Y uno de los problemas de los sentidos comunes tan sedimentados es que son difícil de ser cuestionados, y, por lo tanto, suelen rayar en el prejuicio. En este caso, ignorar deliberadamente la complejidad de la cadena de relaciones sociales y causas que supone el narcotráfico, para reducirlo al simplismo: «como en el Chapare hay laboratorios de narcotráfico, entonces la región y sus sectores sociales es y son de narcotraficantes».
Un buen ejemplo de cómo estos relatos -y no datos- pueden ser altamente engañosos por más «aceptados» y difundidos que estén en nuestra cultura, y que revela que no por ser caricaturezcos y grotescos dejan de tener consecuencias serias, es el caso ‘Lamborghini’.
El 2019 los medios de comunicación reportaron con revuelo que un automóvil de lujo, un Lamborghini blanco, llegó a Cochabamba. Ante el desconocimiento inicial del propietario, en redes sociales se supuso que el propietarios tendría que ser de un narcotraficante y, por lo tanto, necesariamente un cocalero del Chapare; en esta ocasión, el linchamiento cayó sobre el actual senador cocalero Leonardo Loza. Pero ¿este espectáculo se quedó en el alboroto de las redes sociales? Lamentablemente no, la cuestión escaló al punto de que un diputado nacional, Amilcar Barral, solicite al mismo Ministerio de Economía y Finanzas Públicas que revele quién seria el dueño de dicho vehículo debido a que se especulaba que provendría de recursos ilegales. Al final, por supuesto, la propiedad cocalera del automóvil fue desmentido y este, como era de esperarse, en realidad fue importando por las tradicionales élites de la ciudad de Cochabamba.
Pues bien, como se puede apreciar, más que suponer información que nadie se «atrevió a decir», lo del ministro es en realidad el repaso de un lugar bastante común, pero que es tan común y simplón que fácilmente cae en prejuicios y bochornos como el anteriormente señalado y que no necesariamente tienen que ver con la realidad. Por lo cual, quizás sería más adecuado que una autoridad sea más cuidadosa en transmitir información y conclusiones que puedan nutrir prejuicios de la población boliviana, en el entendido de que estos, por más aceptados que sean, no nos acercan a la realidad, sino al contrario, nos alejan de ella. La cosa, entonces, es entender bien los datos y los hechos.
En ese sentido, siendo justos con el ministro de Gobierno, por más de que haya nutrido acríticamente este relato al negarse presentar complejidad en su exposición sobre la realidad del trópico de Cochabamba, los datos que nos dio, hasta donde sé, no son falsos. En efecto, como mostró en «El Mapa del Narcotráfico de Bolivia», en la región del trópico de Cochabamba hay una muy importante cantidad de laboratorios de cristalización de cocaína. Pero, nuevamente, ¿estos datos son realmente nuevos? Y si no lo son, ¿qué se dijo antes al respecto sobre esta realidad? Quizás no hacía falta un despliegue de tanta tecnología y bastaba con remitirse a los libros.
Por ejemplo, en el texto Contexto nacional e internacional de la migración campesina, del libro Partir para quedarse: Superviviencia y cambio en las sociedades campesinas andinas de Bolivia, de Geneviève Cortes (2014), se ilustra en base a datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE) que para 1979 la población directamente relacionada a la producción de coca en el trópico de Cochabamba rondaba los 50.000 residentes (permanentes y flotantes). Con el llamado «boom de narcotráfico» en Bolivia en los 80, debido al aumento explosivo de la demanda de cocaína en Estados Unidos y en Europa, en 1986 dicha población era de aproximadamente 300.000, ya suponiendo cerca del 5% de toda la población boliviana de aquel entonces. Y acompañando este fenómeno migratorio, en 1963 la producción de hoja de coca era de 4,8 toneladas, en 1983 llegaba a las 38,3 toneladas y en 1988 las 136,8 toneladas. Con la caída de los precios de la cocaína a mediados de lo 90 la mayoría de esta población que era de tipo flotante abandonó el territorio, regresando prácticamente a los índices de población permanente que habitaba en el trópico antes del «boom del narcotráfico».
Estos datos, que pertenecen a uno de los muchos estudios de esta temática, nos hace cuestionarnos sobre la necesidad del ampuloso «Mapa», el cual a estas alturas parece haber tenido más intenciones comunicacionales, espectaculares, que científicas. Pero bien, ¿el hecho de que sepamos hace décadas que en el trópico de Cochabamba existía una concentración de la producción de cocaína deriva entonces en que los cocaleros son necesariamente narcotraficantes, como el ministro desliza? Absolutamente no y basta nuevamente con remitirse a los viejos libros o a un mínimo de conocimiento histórico del departamento de Cochabamba y de los movimientos sociales bolivianos.
Uno podría lógicamente pensar, «si los campesinos quechuas productores de coca son los narcotraficantes ¡entonces seguramente se ‘fajaron’ de dólares durante el boom del narcotráfico!». Sin embargo, quien piense así y vaya a darse un paseo al trópico de Cochabamba, se llevará la decepción de que no hay un Lamborghini en cada garaje cocalero. Y ante esta verificación «etnográfica», podrá recurrir a datos sobre los niveles de pobreza en la región.
En un trabajo titulado «Desarrollo Alternativo en Bolivia. Análisis preliminares de una experiencia inconclusa» del año 2000, el economista Roberto Laserna proveyó diversas fuentes para entender la situación económica en el trópico de Cochabamba después del ‘boom del narcotráfico’: Citando los estudios de Rolando Morales, se llevó a cabo una clasificación de las provincias de Bolivia por nivel de pobreza en 1976, ubicando a las provincias de Chapare, Carrasco y Arani en los lugares 34, 49 y 55 respectivamente, de un total de 99. Años después, en los 90, el mismo autor aplicó una metodología similar pero en esta ocasión descubrió que las provincias de con cultivos de coca en Cochabamba habían descendido (empeorado) su posición: Chapare al puesto 85, Carrasco el 55 y Arani el 66. Una de las razones, que la amplia migración de la población hacia el trópico en busca de mejores condiciones de vida -debido a intensa pobreza en el área rural boliviana- no fue acompañada del aumento de los ya casi inexistentes servicios básicos. Quiere decir, con el «boom» aumentó la precariedad de servicios en la región.
Por su parte, UDAPSO construyó en 1993 un mapa de la pobreza en Bolivia, en el cual se calculó la incidencia, magnitud e intensidad de la pobreza en las provincias del país, clasificándolas en cinco grupos de acuerdo a su intensidad. Dice Laserna en el texto citado, «Según ese análisis, la pobreza afecta al 93.4% de la población en el área rural, y al 48.6% en el área urbana del departamento de Cochabamba. De las tres provincias con mayor pobreza del país (Grupo I), dos están en Cochabamba: Arque y Tapacarí. Las provincias con producción de coca fueron ubicadas en los grupos II y III. Carrasco y Tiraque (escindida ahora de Arani) tendrían respectivamente al 95 y 96% de su población en situación de pobreza, y Chapare al 87.6%, lo cual pone en evidencia los deficientes niveles de vida en dichas zonas». Y en términos del Indice de Desarrollo Humano (IDH) de 1995, las provincias de cultivo de coca (0.5) de Cochabamba se encontraron por debajo del promedio departamental (0.6).
De estos datos queremos resaltar lo obvio: no es tan inmediato y gratuito asumir, como el ministro insinúa, que porque en esa región históricamente se haya concentrado la producción de clorhidrato de cocaína se puede aseverar que las más de 146.000 personas que viven en este territorio actualmente, que cubren una diversidad de rubros económicos desde la hotelería, el deporte, el transporte, la gastronomía, la ganadería, la educación, la pesca, y muchos otros etcéteras, son narcotraficantes o que se beneficien de ello. Podríamos hacer un parangón con el razonamiento de personas provenientes de las potencias económicas occidentales que reducen en sus capacidades, riquezas y características a países como Bolivia a reductos del narcotráfico. Pues la lógica del ministro de Gobierno es la misma, solo que replicada al interior de nuestras fronteras, hacia el trópico de Cochabamba.
También añadiríamos, apropósito de los cocaleros del Chapare, que este sector no solamente compartió la situación de pobreza y marginalidad de sus pares campesinos del resto del país, sino además que desde aquel entonces y hasta el presente también han contribuido a la producción agrícola de Bolivia, especialmente para las bocas de la ciudad de Cochabamba. Porque como diversos autores indican, entre ellos la antropóloga Alison Spedding (2005), es un error -añadiríamos ignorancia, el abono del prejuicio- pensar que el cocalero vive exclusivamente de la coca, en tanto que desde antes y después del «boom», la regla es la combinación de distintos tipos de productos dentro del mismo terreno y unidad familiar.
Y ya que estamos revisando este trabajo, compartimos la siguiente cita del 2005 de Spedding, que nos parece de lo más ilustrativa para nuestros propósitos en este texto:
«En los últimos veinte años, el Chapare ha sido un punto neurálgico de la política nacional y tópico constante de las noticias. Por esto mismo resulta sorprendente que haya tan poca investigación seria sobre la realidad contemporánea de la región. (…) Es notable que durante la última década no se haya realizado trabajo de campo o investigaciones en la zona (…) el conocimiento sobre el Chapare de hoy se restringe a estadísticas oficiales y reportajes periodísticos superficiales (por naturaleza)» (pp. 97 – 99)
Resaltamos, el conocimiento sobre el Chapare se restringe a estadísticas oficiales y reportajes periodísticos superficiales (por naturaleza). Quiere decir, ni en eso el fue ministro fue tan original, a saber, desde el 2005 las autoridades -con y sin mapas- ya promovían mediante estadísticas oficiales la ignorancia y desconocimiento de nuestro país.
Al parecer no bastará que hace décadas atrás sabemos que en el trópico de Cochabamba se produce una diversidad de productos, o que los sindicatos cocaleros hayan llevado una campaña de distribución del alimentos a sectores populares durante la pandemia del COVID-19, para que la población y el ministro entiendan que en el territorio del trópico no solo hay narcotraficantes y que cultivar hoja coca no es ser narcotraficante, y sí efectivamente producir hoja de coca, producto cultural y socialmente reconocido e incentivado en nuestro país. O como la astucia de los viejos cocaleros expresaba: quien planta trigo no está haciendo pan, o -añadiríamos- el minero que saca plomo de la mina no hizo la bala y, mucho menos, dispararla.
Pero queda una pregunta en el aire, ¿dónde entonces fueron a parar las ingentes cantidades de recursos económicos del narcotráfico? ¿Quiénes eran los verdaderos beneficiados si es que la gran mayoría de población productora de coca permaneció empobrecida? Hace no mucho tiempo el pensamiento crítico boliviano lo tenía claro. Unas cuantas pinceladas históricas para refrescar la memoria: El «boom» del narcotráfico tuvo sus inicios durante el gobierno militar de Banzer en los 70, gobierno en el cual el narcotráfico en el país creció más que en los 25 años anteriores (Cortez, 2004). ¿La disciplina militar pretoriana de su régimen sirvió para combatir este mal? No, en realidad mostró el vínculo temprano de las élites bolivianas con el narcotráfico en el país: su familia cercana se vió involucrada en un escándalo relacionado a la construcción de infraestructura necesaria para producir y exportar cocaína (Stippel y Serrano, 2018). Poco más adelante, entre los casos más sonados, el de Luis Arce Gómez, ministro de Interiores -ahora llamado de gobierno- de la dictadura de Luis García Mesa en 1980, que fue extraditado a los Estados Unidos por narcotráfico y que fue el primo hermano de Roberto Suárez Gómez, el mayor narcotraficante boliviano del siglo XX y quien se estimaba generaba más de 400 millones de dólares al año al ser el principal proveedor de Pablo Escobar. O casi terminando el periodo del «boom», el caso «narcovínculo» de inicios de los 90 que señaló la relación entre narcotraficantes como el «Oso» Chavarría y «Meco» Dominguez con el presidente Jaime Paz Zamora, sus familiares y su partido el MIR, provocando que incluso Paz Zamora renuncie -momentaneamente- a la política para siempre. Estos narcotraficantes habrían incluso sido capaces ($) de financiar la campaña del MIR.
Así uno podría seguir yendo a fondo con más ejemplos, incluidos los del MNR. Pero consideramos que queda claro el punto. Quizás esté demás pero también aclaramos que ninguno de estos narcotraficantes, con vínculos internacionales, y aquellos políticos que se beneficiaron política y familiarmente del narcotráfico, eran chapareños.
Quizás alguien suspicaz cuestione en este punto que estos datos ya son del pasado y que la realidad ha cambiado mucho. Por lo cual, en la línea del ministro de Gobierno, ahora es el sector cocalero, o apegándonos más a sus palabras, el territorio del trópico de Cochabamba, el responsable del narcotráfico. Porque como el mismo ministro ironizó en su conferencia de prensa, «de ahí sale» la droga, no de El Prado Paceño, la Plaza Murillo o de su barrio en Santa Cruz de la Sierra, por la Santos Dumont. ¡Datos, no relatos!
Pues bien, para responder a esta cuestión se tendrá que reconocer que los datos proveídos durante la conferencia del 28 de agosto por el ministro tienen alguna utilidad. Porque para defender su gestión frente cuestionamiento de que nunca se atraparían a los verdaderos narcotraficantes y solo se destrozarían laboratorios vacíos, Del Castillo mostró una serie de casos, grupos e individuos que pueden ser adecuadamente llamados de narcotraficantes. ¿Cuántos serán parte del «cartel del Chapare»? Veamos.
Clan Lima Lobo del Brasil; caso Galponier relacionado a narcotraficantes peruanos y que se incautó la cocaína en La Paz y Santa Cruz; caso «Salitre» con la destrucción de un «megalaboratorio» en la provincia Guarayos y Parque Nacional Noel Kempff de Santa Cruz; extradición de 31 personas, entiéndase extranjeros; dentro del caso Marset, los bolivianos Roberto Arana Suarez, Ronny Suárez y Nestor Alfonso Vergara, a quienes por alguna razón para el ministro no es importante mencionar su procedencia -como sí lo es con el trópico- pero que operaban en Santa Cruz. Y, por supuesto, el mismo Sebastián Marcet, uruguayo. Por lo cual le respondemos al ministro con la misma ironía: los laboratorios destruidos por su ministerio en efecto se encuentran el trópico de Cochabamba, pero el mismo Marcet, el narcotraficante, vivía en una mansión a tan solo 40 minutos de su barrio, la Santos Dumont en Santa Cruz de la Sierra, como mencionó. Bajo sus propios bigotes y no entre sindicatos de campesinos quechuas en el Chapare.
A nuestro criterio, por lo tanto, la historia expuesta más arriba no ha cambiado del todo y que aún puede ser sintetizada como hace casi dos décadas era sintetizada por el pensamiento crítico, la izquierda y el movimiento popular: históricamente han sido las élites bolivianas y potencias internacionales las responsables y beneficiarias del narcotráfico en Bolivia, sacando provecho de la pobreza de su población y de la colaboración de sus autoridades.
Y si alguien le queda aún dudas de lo estrafalario que es seguir atribuyendo la responsabilidad el narcotráfico a toda una región y a un sector social específico, mientras que tus propios «logros» te dicen los contrario, basta con recurrir nuevamente a las mismas palabras del ministro de Gobierno. Ya en la parte de preguntas de la conferencia de prensa del 28 de agosto, una periodista preguntó que si a raíz de la información dada por el ministro en su mapa y su razonamiento lógico podríamos decir que el 90% de la droga producida en el país se origina del Chapare, el ministro tuvo que aclarar: «la gran mayoría de droga que incautamos dentro de nuestro territorio nacional es droga que proviene de otros países. Por lo tanto, Bolivia es principalmente un país de transito de drogas». Quiere decir, si le creemos al ministro, ¡la mayor parte de la droga incautada en Bolivia ni siquiera proviene del trópico de Cochabamba! En tanto que gran parte de esa droga provine del Perú, punto a parte, cabría preguntarle al ministro cuál es su concepto de los peruanos.
Dicho lo anterior, entiéndase bien nuestra posición. El narcotráfico tiene que ser combatido en todo el territorio nacional y eso incluye al trópico de Cochabamba. Allí, cuando haya un individuo relacionado al ilícito, sea taxista, dirigente sindical, empresario, lo que fuere, debe ser procesado ante la Ley, como en cualquier otra región del país. Pero de allí a pasar a estigmatizar todo un territorio de nuestro país o a todo un sector social en conjunto, cuando llevan a cabo prácticas reconocidas tanto legal y legítimamente en nuestra sociedad, es un paso demasiado grande que no solamente se basa en criterios absolutamente erróneos desde el punto de vista de los hechos y la historia de nuestros país, sino que es un atropello a un territorio y sector social que incluye a miles de personas, jóvenes a adultos mayores, que son inocentes y que han tenido que recorrer un muy duro proceso, incluyendo el derramamiento de sangre, para que su territorio no sea criminalizado. Por lo cual, que un ministro de Gobierno incurra -nuevamente- en estas prácticas por sus propios afanes políticos, es absolutamente inaceptable y debe ser censurado.
Para concluir, una última consideración con respecto a la triste tradición a la cual el ministro parece querer inscribirse. En esta larga respuesta faltó un factor de peso: los Estados Unidos. Lo cierto es que el rol de los Estados Unidos es crucial para entender la oscura historia del narcotráfico en Bolivia; no solo porque el «boom» fue provocado y sostenido por la demanda de cocaína de aquel país, sino porque fue su gobierno el que dictaminó la estrategia que los gobiernos bolivianos, tutelados, tuvieron que seguir para administrar el narcotráfico en Bolivia. No nos extenderemos más en ello, solamente apuntaremos que dicha estrategia no estaba dirigida a ayudar a Bolivia a combatir sus profundos problemas estructurales, aquellos que habían expulsado a 5% de la población boliviana de sus orígenes en los distintos departamentos para buscar una salida a la miseria que se vivía; tampoco a desmantelar el esquema de las viejas burguesías y élites políticas bolivianas, las cuales paradójicamente hacían de encargados de la embajada norteamericana al tiempo que se veían envueltos una y otra vez en escándalos de narcotráfico.
A grandes rasgos, la estrategia redujo el problema al campesino cocalero. Por lo cual, la solución estuvo puesta en la «Guerra contra el narcotráfico», la cual supuso la presencia de personeros del ejército norteamericanos -160 en 1986, durante la operación Black Furnance- en el trópico de Cochabamba para dirigir a las fuerzas militares y policiales bolivianas para ‘combatir el narcotráfico’ vía represión del cocalero. El saldo, además de mutilaciones, detenciones arbitrarias y violaciones a mujeres cocaleras perpetradas por las fuerzas represivas, acorde a la Asamblea Permanente de Derechos Humanos, entre 1987 y 2002 fueron asesinados por la policía boliviana 57 cocaleros. Y dato significativo, entre esos años, durante la Masacre de Villa Tunari, cuando fueron masacrados 12 campesinos, se los llamó en la prensa y entre los políticos de «narcotraficantes» y «terroristas».
Si esto resuena a la Masacre de Huayllani del 2019 no es por mera coincidencia. Sino que la guerra contra el cocalero estuvo acompañada de un relato que puede ser rastreado incluso en los manuales de las unidades militares creadas para su represión. Ejemplo de ello, la Fuerza de Tarea Conjunta, creada en 1998 por Banzer, definió a los cocaleros como narcotraficantes, organizaciones delicuenciales, terroristas y dictatoriales (Salazar, 2009). Elementos estos repetidos durante años por medios de comunicación y políticos. Como por ejemplo en el 2002 cuando era presidente Tuto Quiroga, quien afirmó que el ‘narcoterrorismo’ estaría operando en la región el trópico de Cochabamba, por lo cual sería necesario reforzar la presencia militar/policial allí (García Linera, 2010), o en la editorial del periódico La Prensa, se afirmó -sin ser comprobado- la existencia de supuestos francotiradores colombianos apoyando a lo cocaleros del Chapare que se enfrentaron a la policía en un intento del gobierno cerrar el mercado legal de Coca en Sacaba (Stefanoni, 2002). ¿Suena familiar?
Es por estas razones, acompañadas de escasos resultados de esta estrategia lucha contra el narcotráfico y un descontento social generalizado, que comenzando el 2004, inaugurándose el 2007, y fijándose en la CPE en el art. 384, que en Bolivia se da un giro en su paradigma de lucha contra el narcotráfico. Desde entonces, Bolivia ha logrado mantenerse como un país de tránsito del narcotráfico y no de producción, al tiempo que las comunes represiones y violaciones de derechos humanos se detuvieron. Cada uno puede en este punto ir a revisar la bibliografía para saber si los resultados fueron o no más exitosos. A nuestro criterio y coincidiendo con diversas entidades internacionales, se logró ampliar los beneficios sociales -combatir el narcotráfico- y derechos -respetar la vida y dignidad de la población del trópico-. Para quienes aún sospechan de que, en mirada retrospectiva, esta no fue la mejor decisión, recomendamos también hacer una revisión de los resultados de Colombia, país que optó por seguir muy de cerca con la colaboración norteamericana en esta materia.
Si bien hay actores políticos actuales que han denunciado un nuevo acercamiento del ministro Del Castillo con la embajada norteameriacana y la DEA, desde nuestro lugar no tenemos pruebas concretas para sostener que es efectivamente así. Sin embargo, no nos parece necesario esperar a que esto suceda si en la práctica el ministro está comenzando a inscribirse en la misma tradición y doctrina instaurada en nuestro país por la potencia norteamericana y replicada, con sendos fracasos, por los gobiernos neoliberales. Para el 2021 afirmaba con orgullo «El modelo que venimos aplicando como Movimiento Al Socialismo durante aproximadamente una década es el de la erradicación mediante el diálogo, la concertación y el respeto a los derechos humanos. En este sentido, este modelo ha sido ponderado por diversos organismos internacionales especializados en esta temática». Y sobre el cocalero, en defensa de un modelo «basado en el respeto con el control social de los mismos productores cocaleros”. Pero ahora, el 28 de agosto del 2023, afirma “Eso es lo que le molesta a ex autoridades, eso es lo que le molesta a organizaciones criminales, ese es el motivo principalmente por el cual van pidiendo nuestra renuncia del ministerio de Gobierno.” ¿Cuál es el verdadero Del Castillo en tan diametral diferencia? ¿Y su cambio drástico se debe a factores psicológicos, como un arrebato de rencor anti-popular porque ya no es levantado en hombros, o hay razones políticas más profundas como la provocación o el anuncio de una nueva cruzada policial contra el trópico de Cochabamba?
El desarrollo de los eventos se encargará de aclarar el panorama. Por el momento, concluimos cuestionando el silencio de tantos sectores frente a estos últimos incidentes. Cuando el ministro no satisfecho con la criminalización, durante su conferencia de prensa afirmó que, mediante el Proyecto de Ley ‘Noel Kempff Mercado’ presentado por su cartera a la Asamblea Legislativa, estaría buscando ampliar las prerrogativas de la policía boliviana, sumándole facultades judiciales con su propia «Procuraduría antinarcóticos» por fuera del ministerio público, capaz de hacer prevalecer detenciones. ¡La misma y exacta policía conocida por su desempeño durante el régimen de Áñez! Lo cual no podemos evitar que nos recuerde cuando en la Ley 1008 de Paz Estenssoro se otorgó facultad a la policía de que el testimonio del agente podría servir como prueba ante un jurado.
O cuando ahora el ministro se dispone a afirmar que el sector cocalero de los Yungas de La Paz liderados por Arnold Alanes serían narcotraficantes por producir coca ‘choqueta’, cuando este sector fue precisamente posicionado por el mismo ministro Del Castillo, inaugurando fuertes enfrentamientos entre su policía y los cocaleros de los Yungas que habían dado su apoyo a Luis Fernando Camacho el 2019, pero que ahora el ministro reconoce, entre bailes en la sede de gobierno, como sus legítimos aliados. ¿El cambio radical de discurso y aliados se debe a la sincera lucha contra el narcotráfico o alguien se vuelve ‘narcotraficante’ en base a sus lealtades políticas con el ministro?
Por lo cual, independientemente de las preferencias electorales vistas para el 2025 ¿se debe seguir manteniendo el silencio frente a cualquier abuso o retroceso? Porque ¿cómo se cataloga al político que impulsa un retroceso de conquistas sociales que supusieron una ampliación de beneficios y derechos para su pueblo?
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