El
presente artículo analiza el uso político del miedo como
instrumento erigidor del nuevo bloque
en el poder en
Bolivia bajo la presidencia de Rodrigo Paz. Se sostiene que su
retórica alarmista, moralizante y catastrofista no es un fenómeno
coyuntural, sino una estrategia deliberada para generar consenso
social, moldear el sentido común y legitimar la autoridad estatal en
un contexto de crisis orgánica e interregno. El análisis concluye
que el miedo opera como un cemento ideológico que alinea los
intereses particulares del bloque gobernante con el bien común,
facilitando la reconfiguración del Estado y desplazando a la
oposición, en especial al MAS.
Introducción
El ascenso de Rodrigo Paz a la presidencia de Bolivia ha estado acompañado por un discurso político marcado por la advertencia permanente de riesgos institucionales, corrupción generalizada en las empresas públicas y colapso económico, sintetizado en la figura del “Estado tranca”. Aunque estas afirmaciones operan mediáticamente como denuncias coyunturales, su función excede la mera alarma circunstancial. Constituyen, más bien, un mecanismo discursivo orientado a establecer el nuevo bloque en el poder que, a pesar de haber ganado las elecciones de 2025, no ha logrado construir o constituir hegemonía.
En este marco, el miedo se convierte en un instrumento central para producir consentimiento, reorganizar la voluntad colectiva y definir el horizonte de lo políticamente posible. La articulación entre alarmismo, moralización y catastrofismo permite al gobierno proyectarse como garante del orden y del “bien común”, mientras deslegitima a sus adversarios y naturaliza medidas de ajuste estatal de corte neoliberal.
El análisis se desarrolla sobre dos pilares teóricos: la perspectiva de Gramsci, para quien la hegemonía opera mediante la construcción de sentido común, especialmente en periodos de crisis orgánica e interregno [1]; y la de Poulantzas, quien entiende el Estado como una condensación material de relaciones de poder y un instrumento de organización del bloque dominante.
I. Un diagnóstico que construye la realidad
Cuando el presidente Rodrigo Paz afirma que el Estado boliviano está “muerto” y que su gobierno debe practicarle una “autopsia”, no solo está ofreciendo un diagnóstico. Está ejecutando un acto fundacional. Su retórica, cargada de alarmismo, moralización y catastrofismo, trasciende la mera descripción de una crisis. Se erige como la herramienta principal para consolidar un nuevo bloque en el poder [2] en un momento histórico preciso: el interregno que sigue al agotamiento del proyecto hegemónico del MAS.
Este interregno, ese período gramsciano en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer, no es un vacío pasivo. Es un campo de batalla por el sentido común [3]. Y es en este campo donde el gobierno de Paz despliega el miedo no como una reacción, sino como una estrategia deliberada de ingeniería política. Su objetivo es claro: reorganizar la autoridad estatal, producir anuencia para medidas de ajuste y presentar los intereses de una nueva coalición dominante como si fueran sinónimo de salvación nacional.
El primer paso para entender esta estrategia es reconocer el suelo en el que germina. Bolivia ha atravesado entre 2020 a 2025 lo que podríamos denominar, a través de Gramsci y Poulantzas, como una crisis del bloque en el poder de la dirección del MAS y su proyecto político. Cuyo efecto se ha expresado en la desarticulación interna, el desgaste de sus narrativas de cambio y la pérdida de contacto con sectores de su base.
Esta situación no garantiza por sí solo el ascenso de un nuevo poder. Lo que hace es abrir una ventana de oportunidad. El interregno resultante es un espacio de incertidumbre donde las certidumbres se disuelven y la población queda más receptiva a narrativas que prometen orden, certeza y un camino claro. El gobierno de Paz no ha creado esta crisis, pero ha identificado en ella su materia prima fundamental.
II. Los cuatro pilares discursivos de la estrategia del miedo
La administración de Paz construye su autoridad sobre cuatro dispositivos retóricos interconectados que transforman la ansiedad social en adhesión política.
1. El alarmismo como declaración de emergencia: El discurso oficial convierte cada problema estructural –desde la burocracia ineficiente (“Estado tranca”) hasta la corrupción (“Esto es una cloaca”)– en una amenaza existencial e inmediata. Esta dramatización cumple una doble función: justifica la concentración de poder y la adopción de medidas excepcionales, al tiempo que construye un enemigo interno (el MAS) tan peligroso que cualquier crítica al gobierno puede ser leída como complicidad con el desastre.
2. El emprendimiento moral como fuente de autoridad: Paz se autoposiciona no simplemente como un administrador, sino como un restaurador ético. Encarna la figura del cirujano que debe extirpar el tumor de la corrupción. Este posicionamiento le otorga una autoridad que va más allá de lo político: es moral. Divide el mundo de manera binaria (ellos=corrupción, nosotros=regeneración), simplificando el conflicto y desactivando el debate programático. La política deja de ser una disputa de proyectos para ser un combate entre el bien y el mal.
3. El catastrofismo como instrumento de disciplinamiento: El relato oficial está poblado de fantasmas materiales: la quiebra inminente de YPFB, el colapso de ENDE, el cierre de EMAPA, el deterioro de BOA, el aislamiento internacional del país, la subvención como corrupción, etc. Estos escenarios de colapso proyectado operan como un mecanismo de coerción simbólica. Frente a un futuro pintado como catastrófico, los sacrificios del presente (ajustes económicos, pérdida de derechos, precarización de las condiciones de vida) aparecen no como elecciones políticas, sino como inevitabilidades técnicas y dolorosas necesarias para la supervivencia. El miedo, aquí, disciplina y produce resignación funcional para las nuevas políticas de gobierno.
4. La espectacularización mediática como generador de consentimiento: Esta tríada (alarmismo, moralización, catastrofismo) es amplificada y convertida en relato cotidiano por un entorno mediático afín. La complejidad de la crisis se reduce a eslóganes espectaculares (“rescate moral”, “traición a la patria”, “salvación”). La simplificación emocional acelera la circulación del marco interpretativo oficial y genera un consenso por shock. La ciudadanía no adhiere tras una reflexión sosegada, sino que acepta, aturdida por la sensación de urgencia y peligro.
Este despliegue discursivo no sería tan eficaz si no estuviera anclado en una reconfiguración material del poder. El Estado, en esta lectura, es la condensación institucional de una correlación de fuerzas (Poulantzas), donde el gobierno de Paz representa y organiza a un nuevo bloque en el poder –una alianza de fracciones políticas, empresariales, mediáticas y tecnocráticas– que busca reestructurar el aparato estatal y reorientar sus prioridades. El discurso del miedo no es solo propaganda; es la expresión ideológica de esta reestructuración. Sirve para movilizar apoyo, neutralizar resistencias y presentar los intereses de este bloque (desregulación, reorientación económica, políticas privatizadoras) como si fueran idénticos al interés general y a la salvación de la patria.
Conclusión… ¿Un orden construido sobre la arena del temor?
El miedo –operacionalizado mediante alarmismo, moralización, catastrofismo y espectacularización mediática– funciona como un cemento ideológico que cohesiona al bloque dominante y orienta el sentido común. Permite:
· Incorporar sectores subalternos bajo la narrativa “del bien común y la defensa de la patria”.
· Naturalizar decisiones centralizadas y disciplinarias del Estado.
· Facilitar la aceptación de ajustes estructurales y reformas impopulares.
· Reforzar la autoridad estatal frente a una oposición fragmentada.
La estrategia discursiva logra intervenir simultáneamente en el plano cultural (Gramsci) y en la estructura institucional del Estado (Poulantzas), articulando una operación integral de reorganización hegemónica. La estrategia discursiva de Rodrigo Paz pretende mediante la administración del miedo, reconfigurar el sentido común, legitimar un nuevo orden de autoridad y facilitar una reingeniería estatal hacia el neoliberalismo.
Sin embargo, un poder que se edifica sobre la emocionalidad del pánico enfrenta una paradoja estructural. El miedo puede unificar en el corto plazo frente a una amenaza percibida, pero es un cemento frágil para construir legitimidad duradera. Cuando la promesa de “rescate” choque con las realidades sociales del ajuste, o cuando el discurso catastrofista inevitablemente enfrente los límites de la realidad, el consenso por shock puede resquebrajarse.
La pregunta para Bolivia no es solo si esta estrategia establecerá un nuevo bloque en el poder, sino qué tipo de democracia dejará a su paso. Una democracia reducida a la elección entre el miedo al caos y la obediencia al salvador, o una capaz de reconstruir, desde la lucidez y la organización popular, un horizonte de futuro que no necesite del fantasma del colapso para sostenerse.
Notas:
[1] Una crisis orgánica implica la pérdida de legitimidad del orden social dominante y de su capacidad de dirección política y moral. El interregno, en términos gramscianos, es el periodo en el que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Ambas condiciones generan un vacío de conducción que abre la posibilidad para la emergencia o consolidación de un nuevo proyecto de poder.
[2] Para Poulantzas, el Estado no es un sujeto neutral, sino la condensación institucional de relaciones de dominación que permiten la cohesión del bloque en el poder. Su función consiste en garantizar la reproducción de los intereses dominantes, articular alianzas y gestionar la conflictividad social.
[3] En Gramsci, el sentido común designa un conjunto de creencias, intuiciones y percepciones fragmentarias que la población considera evidentes, pero que en realidad son efectos históricos de la hegemonía dominante. Estas formas de pensamiento cotidiano expresan, de manera naturalizada, las relaciones de fuerza de una época. La hegemonía funciona, así como un dispositivo de dirección cultural y moral que orienta la interpretación social del mundo.
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