La geopolítica de la cocaína en Sudamérica, con una configuración de nuevo tipo desde fines de los 90, sigue colocando en debate dos estrategias distintas de enfrentar «el problema». La una, fracasada, según han reconocido muchos de sus ejecutores del pasado; la otra, con resultados positivos pero con límites mientras no se vuelva regional. Los […]
La geopolítica de la cocaína en Sudamérica, con una configuración de nuevo tipo desde fines de los 90, sigue colocando en debate dos estrategias distintas de enfrentar «el problema». La una, fracasada, según han reconocido muchos de sus ejecutores del pasado; la otra, con resultados positivos pero con límites mientras no se vuelva regional.
Los cuatro muertos y 14 heridos de las Fuerzas de Tarea Conjunta (FTC) que dejó como saldo la acción violenta desplegada por un grupo de campesinos contra la erradicación de los cultivos de la hoja de coca en Apolo, al norte de La Paz, confirmó que Bolivia es parte de la extensa ruta del flujo de cocaína hasta Brasil, Europa occidental y África, y que los resultados positivos de la «nacionalización de la estrategia antidrogas» tienen un límite mientras una similar respuesta no sea seguida regionalmente.
Ese es un dato de la realidad que ha merecido una contundente respuesta del gobierno boliviano. Tanto el presidente Evo Morales como las autoridades nacionales encargadas de la prevención y represión del negocio ilegal (el ministro de Gobierno, Carlos Romero, y el viceministro de Defensa Social, Felipe Cáceres) han condenado el carácter de la violencia con la que se recibió a los efectivos de la FTC, han denunciado la presencia del narcotráfico y han tomado acciones para garantizar la presencia soberana del Estado Plurinacional.
La oposición, como parte del desarrollo de una línea de acción política y electoral, se ha movido en varias direcciones: en un extremo están los que reiteran el conocido argumento de la ultraderecha estadounidense que pretende estigmatizar a varios estados latinoamericanos -casualmente todos al mando de gobiernos de izquierda y progresistas- como «narco-estados» o «estados fallidos», y en el otro, los que criticaron a las autoridades del área por enviar a la FTC sin un trabajo previo de inteligencia. Los primeros, como lo hicieron en el pasado, son los partidarios de que la DEA vuelva a Bolivia, se militarice la lucha antidrogas y si es posible EEUU intervenga de alguna manera. Los segundos, buscan alimentar una matriz de opinión con perspectiva electoral.
En una posición política intermedia, no por eso excluida de cálculos electorales, se ha colocado la Defensoría del Pueblos que a través de uno de sus más importantes funcionarios y ex alto dirigente de la derechista Nueva Fuerza Republicana (NFR) ha denunciado que los efectivos de la FTC ingresaron con violencia a la comunidad de Miraflores y que eso provocó el enfrentamiento. Sin embargo, hasta ahora no ha explicado el por qué los muertos y heridos son de un solo lado.
Pero volvamos a lo más importante. La cocaína que se produce principalmente en tres de los países andinos (Perú, Colombia y Bolivia) han configurado una geopolítica de las drogas que se diferencia por el mercado al que llegan y por la ruta que siguen.
Diversos informes menos contaminados por la concepción de la «Guerra contra las drogas» desarrollada por más de cuatro décadas sin resultados favorables, como se ha encargado de poner en evidencia el documento de la Comisión Global en junio de 2011 al hablar de fracaso, coinciden en términos generales en el siguiente diagnóstico.
La cocaína colombiana, en un promedio de 400 a 600 toneladas métricas, se dirige principalmente a los Estados Unidos, un mercado abierto por los cárteles de Cali y Medellín en la década de los 80 y abastecido en la actualidad por grupos más pequeños pero bastante activos de la nación sudamericana. Este dato es confirmado por el informe de la OEA, considerado este año en una reunión en Guatemala, que da cuenta que el 95 por ciento de la cocaína confiscada en EEUU es de origen colombiano.
Las rutas que sigue la droga colombiana hacia EEUU son principalmente dos: por un lado, el Caribe, aprovechando algunas regiones de Venezuela y de otras islas bastante ligadas a los «paraísos fiscales». Por otra, un flujo de cerca del 80% de esa cocaína por Centroamérica -donde Honduras y Guatemala ocupan un lugar destacado-, y México, donde cárteles como los de Tijuana y los Zetas se disputan el mercado con el uso de una creciente violencia que agobia a la sociedad mexicana con asesinatos y secuestros todos los días.
La cocaína peruana y boliviana, por el contrario, fluye principalmente hacia Europa occidental, aunque también al Asia y Oriente Medio. Las rutas intermedias para llegar a ese amplio mercado son Brasil y Argentina en Sudamérica y los países del oeste de África.
La coca y la cocaína peruana ingresan a Bolivia con rumbo Brasil por el altiplano, los valles y la amazonia (el norte de La Paz, Beni, Pando y Santa Cruz). Se utilizan «mulas» o también circula a través de personas vinculadas al «micro-tráfico» que compran la droga usando dinero u oro comercializado ilegalmente.
Una lectura de los informes de la OEA, la Comisión Global y de la Interpol permiten evidenciar un hecho objetivo contundente que la oposición política al gobierno del presidente Evo Morales prefiere no darse por enterada o callar de la manera más grosera: el flujo de la cocaína de Perú y Bolivia hacia Europa y sus mercados intermedios se remonta hace algo más de una década. Es decir, la geopolítica de las drogas (producción, tráfico, distribución y consumo) tal como la conocemos en la actualidad empezó su proceso de configuración alrededor de fines de los 90 y principios del siglo XXI.
No es que la cocaína colombiana no vaya a Europa o la peruana y boliviana no se mueva con dirección Estados Unidos, pero la tendencia principal es de acuerdo a lo señalado líneas arriba.
Dos respuestas, distintos resultados
La posición de los países ante ese peligro global, tal como ha sido definido por estados y especialistas, es distinta por los métodos que emplea y por los resultados que obtiene.
Por un lado está, el énfasis en lo militar. Esta vía es impulsada por EEUU fuera de sus fronteras a través de la llamada «Guerra contra las drogas», para lo cual ha incrementado su presupuesto para instalar bases militares en América Latina y activar la IV Flota. La estrategia ha fracasado: la droga no ha dejado de penetrar mercado estadounidense, los precios han bajado lejos de subir y la violencia se ha apoderado de los países por donde fluye la cocaína colombiana, principalmente México, Guatemala y Honduras.
La militarización de la lucha contra el narcotráfico ha producido otros dos efectos bastante fuertes y preocupantes: el desplazamiento interno de miles de personas hacia otras regiones o ciudades de sus países menos afectadas por el flujo de drogas, y la erosión casi irreversible de extensas áreas de tierra por el uso de agentes químicos.
La segunda respuesta es la que sigue Bolivia. La nacionalización de la estrategia contra el narcotráfico que lleva adelante el gobierno boliviano se basa en la sustitución voluntaria y pacífica de la coca excedentaria (que no excluye la forzosa donde sea inevitable), el control social para evitar la expansión de nuevos cultivos ilícitos según las áreas determinadas por la ley 1008 (promulgada a mediados de los 80) y la represión de los narcotraficantes o fabricantes de cocaína.
De acuerdo a la UNODC, que no ha sido desmentido por EEUU, los cultivos de coca entre 2010 y 2011 han subido en Colombia de 57.000 a 64.000 hectáreas y en el Perú de 61.200 a 62.500 has, mientras en Bolivia, en ese mismo período de tiempo, ha bajado de 31.000 a 27.200 has. La misma tendencia se aprecia en la confiscación de cocaína.
El resultado de esta estrategia, por tanto, es la disminución de los cultivos de coca ilegales por encima de lo que se registra en Colombia y Perú, según reconoce Naciones Unidas y los propios EEUU, aunque éste último mantiene la descertificación de Bolivia al parecer más por razones políticas que de otra naturaleza (la expulsión de la DEA y del embajador Golberg en 2008)
Es previsible, entonces, que el gobierno de Evo Morales acelere la presencia del Estado en Apolo, a 200 km al norte de La Paz, que es parte de esas regiones fronterizas del país a las que el viejo estado no le interesó llegar, y lleve adelante una posición concertada con el municipio y las organizaciones sociales para reducir los cultivos excedentarios de la hoja de coca, ejercer el control social y desarrollar una fuerte y sostenible interdicción contra los traficantes de «bienes» ilegales como la cocaína y el oro.
Pero las acciones del Estado Plurinacional serán siempre insuficientes mientras una estrategia similar, que ha demostrado sus resultados positivos, no sea desarrollada por los países vecinos (Perú y Brasil), al parecer más interesados en una estrategia unilateral que ha fracasado. Quizá UNASUR puede ser un espacio para «regionalizar» o «sudamericanizar» la lucha contra las drogas con objetivos propios.
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