La historia fue contada en innumerables ocasiones. Dos jóvenes universitarios se conocieron en la primavera de 1995 en Stanford, en una de las más prestigiosas casas de altos estudios de los Estados Unidos. Sergey Brin, de origen ruso y brillante matemático, y Larry Page, también reconocido por su talento en el ámbito académico, empezaron a […]
La historia fue contada en innumerables ocasiones. Dos jóvenes universitarios se conocieron en la primavera de 1995 en Stanford, en una de las más prestigiosas casas de altos estudios de los Estados Unidos. Sergey Brin, de origen ruso y brillante matemático, y Larry Page, también reconocido por su talento en el ámbito académico, empezaron a trabajar juntos. Prepararon como tema de tesis la clasificación de los resultados obtenidos cuando se consulta un motor de búsqueda en Internet. Su investigación los condujo a crear un programa de clasificación de las páginas que recibió primero el nombre de BackRub y luego el de PageRank. Este motor de búsqueda fue puesto a disposición de estudiantes y profesores de Stanford en 1997, con una aceptación notable. La habitación de Page en Stanford empezó a quedar cubierta por computadoras, entonces alquilaron un departamento de una amiga de la novia de Brin. Intentaron vender sin éxito su tecnología al entonces motor de búsqueda más popular, Altavista. Como no encontraban socios salieron a conseguir fondos hasta obtener 25 millones de dólares. Dinero que les sirvió para desarrollarse y comprar computadoras: en 1999 tenían 300 y hoy no revelan la cantidad pero poseen cientos de miles. El gran salto fue en el 2000, cuando American On Line (AOL), uno de los primeros proveedores de servicios de Internet, eligió a Google como su motor de búsqueda. El recorrido desde entonces fue explosivo, hasta la salida a cotizar en la bolsa de Nueva York. En el libro de Bernard Girard El modelo Google. Una revolución administrativa se destaca la explicación de Page y Brin sobre cuál es la misión que ellos se propusieron: «Organizar a escala mundial la información con el fin de hacerla accesible y útil para todos». ¿Una empresa con ese objetivo cuánto vale? El ranking Brandz, que mide a las 100 empresas más importantes del mundo, calculó que Google alcanzó en 2006 un valor intangible de 66.343 millones de dólares, siendo así la marca más cara del mundo, superando a compañías como General Electric, Ford y Coca-Cola.
La oferta multimillonaria de 44.600 millones de dólares realizada por Microsoft para comprar Yahoo!, que fue rechazada por insuficiente, reclamando los dueños de ese otro megabuscador de Internet la suma extraordinaria de 57.000 millones de dólares, resulta incomprensible para la convención tradicional. Históricamente, el método de valuación de una compañía era el del patrimonio neto. El valor se medía principalmente por sus activos físicos y por su nivel de venta. El economista británico Robert Grant publicó un trabajo que mostraba que las empresas tenían más activos que los que se reflejaban en sus estados contables y financieros, lo que permitió avanzar en la clasificación de los activos tangibles e intangibles. En los últimos veinte años cambió la importancia que el mercado le asigna al activo físico, como la maquinaria, mercaderías, cajas, cuentas a cobrar y lo que se computa como patrimonio. Y empezó a valorar más los activos intangibles, como la marca, la tecnología, las cadenas de distribución, el management.
Aunque parezca increíble o como parte de lo complejo que es la actual etapa del desarrollo del capitalismo, algunas investigaciones concluyeron que en 1978 el 70 por ciento del valor de una empresa estaba determinado por sus activos tangibles (maquinarias, propiedades, muebles) y el 30 por ciento por lo intangible. Hoy, esa proporción se ha invertido. Esto lo destaca Carlos Olivieri, uno de los ejecutivos argentinos (Repsol y profesor universitario) con mayor experiencia en ese tema, en su libro Cuánto vale una empresa, para agregar que «cuando se analiza una compañía, el balance ya perdió la preponderancia que tenía tiempo atrás». Por eso mismo, cuando se estima el valor de las empresas y se lo compara con el de sus activos físicos, en general, el primero es muy superior al de libros, o sea, el que surge del balance.
Este proceso puede ser parte de una burbuja especulativa, una alteración de la teoría del valor que aún no tiene una explicación convincente o una nueva etapa del desarrollo del capitalismo. Después de la Primera Guerra Mundial, Ford creó la gran empresa moderna, con sus controles financieros, la producción masiva y la estandarización, entre otros factores, organización que luego se denominó fordismo. En los años sesenta, el sector de distribución expandió aceleradamente la sociedad de consumo. En los ochenta, Toyota revolucionó el modelo de empresa industrial con su esquema de producción luego conocido como toyotismo. En estos momentos, en un proceso de transición que para muchos puede parecer muy claro y para otros tantos se trata aún de un misterio, la modernización de los servicios financieros, las telecomunicaciones y el crecimiento explosivo de Internet van modificando los esquemas de organización empresarial, así como también el valor de las compañías. Algunos la denominan Economía de la Inteligencia, otros la Economía del Conocimiento o la Economía de la Sociedad de la Información, o simplemente la Nueva Economía. Lo cierto es que Google o Yahoo!, como tantas otras compañías que crecen con Internet, están configurando otro estadio del desarrollo de la economía global.
La investigadora Susana Finquelievich, del Instituto de Investigaciones Gino Germani, de la Facultad de Ciencias Sociales-UBA, destaca que la veloz transición hacia la «economía digital» fue posibilitada por un conjunto de innovaciones tecnológicas convergentes: computación, semiconductores, circuitos integrados, computadoras personales, sistemas operativos e interfaces gráficas. También puntualiza que la fibra óptica y las nuevas tecnologías inalámbricas permitieron el desarrollo de la estructura física de las telecomunicaciones. En su investigación La sociedad civil en la economía del conocimiento, Finquelievich afirma que «este movimiento (la innovación en la ciencia y la tecnología), caracterizado por una revolución en las ideas, es al menos tan importante como lo han sido los cambios históricos anteriores en la producción de bienes y servicios». Rescata la definición de Economía del Conocimiento que dio Joseph Stiglitz: «El desplazamiento de la producción de bienes a la producción de ideas, lo que supone el tratamiento, no de personal o de stocks, sino de información«. Uno de los desafíos que plantea y aún no está resuelto consiste en que esa tecnología sea capitalizada para alcanzar un genereralizado beneficio social y económico.
Esta nueva era del desarrollo de la economía global no hace desaparecer las reglas básicas de funcionamiento sobre el capital, la fuerza de trabajo y la gestión, sino que las reformula para establecer las propias. No se inhibe la tendencia a la concentración y el monopolio para preservar elevadas tasas de ganancias, como queda en evidencia con la oferta de Microsoft por Yahoo! y la interferencia de Google en esa operación. No se reduce, por el contrario aumenta, la brecha en la calidad de la educación en la fuerza de trabajo en la Economía del Conocimiento, lo que provoca una mayor desigualdad y un mundo laboral dual. A la vez, hay más flexibilidad laboral e incremento del individualismo. Finquelievich señala que «estamos presenciando un alejamiento del concepto del trabajador tradicional, que trabaja tiempo completo, todo el año, bajo un contrato predecible a largo plazo, y en una sola empresa». Para concluir que «si la Revolución Industrial tornó a los artesanos en una fuerza de trabajo homogénea, la revolución de la Economía del Conocimiento está revirtiendo este proceso».
Como en muchos otros aspectos de la economía, no todo es el brillo de miles de millones de dólares por empresas intangibles de Internet y la fascinación de lo nuevo, ni todo es terrible y preludio del Apocalipsis. Para países periféricos, la Economía del Conocimiento abre la oportunidad de poder aprovecharla para intentar saltear la etapa en que quedaron postergados. Sólo es cuestión, como marca esta nueva época, de inteligencia.
Alfredo Zaiat es el editorialista jefe de la sección de economía del diario argentino Página 12.