Recomiendo:
0

El poder cocalero (III)

La «guerra falsa», la resistencia y el atropello a los Derechos Humanos

Fuentes: Rebelión

Leer también: El poder cocalero (I) La expansión política y territorial y la destrucción de los valores indígenas El poder cocalero (II) La relocalización, el sindicalismo y las nuevas formas de organización El Plan Trienal, la Opción Cero, el Plan Quinquenal, los Anexos I, II y III, el Plan Dignidad y otras políticas gubernamentales destinadas […]

Leer también:
El poder cocalero (I)

La expansión política y territorial y la destrucción de los valores indígenas

El poder cocalero (II)

La relocalización, el sindicalismo y las nuevas formas de organización


El Plan Trienal, la Opción Cero, el Plan Quinquenal, los Anexos I, II y III, el Plan Dignidad y otras políticas gubernamentales destinadas a erradicar los cultivos de coca en las poblaciones del Trópico de Cochabamba fueron sinónimo de muertos, heridos y de una flagrante violación a los derechos humanos, pero no cumplieron su objetivo. Fracasaron. 

Mientras los productores de coca fueron las víctimas de las políticas gubernamentales de turno, los indígenas avasallados en sus territorios ingresaron a una fase intensa de reorganización.

En 1961, la Convención de Naciones Unidas, en Viena, prohibió la masticación de la hoja de coca por considerar que se trataba de una actividad ilícita. La coca era considerada un estupefaciente.

Desde ese momento, diferentes gobiernos intentaron de manera equivocada acabar con las plantaciones de coca.

Fue una etapa de cerca a 50 años muy dura, difícil y dramática en las poblaciones cocaleras. La erradicación forzosa de la hoja de coca produjo duros enfrentamientos entre las fuerzas de tarea conjunta y los colonos que dejó el saldo de muertos y heridos, detenidos y confinados, huérfanos y viudas.

Antes de esta etapa -en la época de las dictaduras militares- algunas poblaciones del Trópico de Cochabamba se convirtieron poco menos que en el emporio de la droga, donde cientos sino miles de colonizadores ingresaron a ser parte del circuito coca-cocaína. El dinero sucio fue sinónimo del progreso de sus comunidades y el narcotráfico el aliado de los gobernantes.

«Por ejemplo Shinahota, pueblo que entre fines de la década del 70 y principios del 80 fue la capital mundial de la cocaína, con la circulación de millones de dólares manejados por los principales carteles del narcotráfico mundial. Hoy es un pueblo de comerciantes que ofrecen su mercadería a los campesinos colonizadores, quienes salen al pueblo los fines de semana para abastecerse de víveres y vender sus productos agrícolas» (Salazar Fernando, 2008: 12).

El 28 de diciembre de 1988, durante el gobierno de Víctor Paz Estensoro (MNR), fue aprobada la Ley 1008 del Régimen de la Coca y Sustancias Controladas. Esa legislación -cuyo texto original llegó al país redactado en inglés y donde se confunde intencionalmente a la coca y la cocaína- fue la base para que los gobiernos de turno traten de imponer la erradicación forzosa de cultivos de coca.

Ante esos intentos, las movilizaciones y bloqueos de miles de productores de coca fueron constantes.

El Plan Trienal de 1987 (ILDIS-CEDIB 1994: 23) fue respondido con bloqueos en el gobierno de Víctor Paz Estensoro (MNR) lo que derivó en un operativo policíaco-militar dejando un saldo de ocho muertos y 19 heridos de gravedad en la localidad de Parotani y el Chapare (Presencia, 29/05/1987 y El Diario 29/05/1987). La presión cocalera para que se elabore una Ley de Sustancias Controladas separando definitivamente los delitos del narcotráfico y de la hoja de coca llevó varios años y duros enfrentamientos.

En junio de 1988 el conflicto llegó a un punto insostenible porque se produjo la masacre de Villa Tunari dejando 16 cocaleros muertos, algunos alcanzados por balas y otros que perdieron la vida ahogados (Balderrama Ramiro 2000:16). Un mes más tarde, el gobierno con apoyo de la embajada norteamericana aprobó la polémica Ley 1008, vigente hasta hoy: 1) definición de la coca como estupefaciente; 2) tipificación de zonas de producción en tradicional, excedentaria e ilícita; 3) penalización de zonas y volúmenes de producción.

En el gobierno de Jaime Paz Zamora del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR), 1989-1993, la situación no cambió un ápice en materia antidroga. A pesar del discurso de la «diplomacia de la coca» o «coca por desarrollo», en el fondo la situación fue la misma: represión a los productores, sumisión a los mandatos internacionales y fracaso de la erradicación.

En este período de gobierno se firmaron -de manera reservada- los famosos anexos: el Anexo I que pretendía reducir el precio de la hoja de coca destinada a la elaboración y comercialización de estupefacientes por debajo de su costo de producción como principal estrategia para la eliminación de la producción y del tráfico de estupefacientes; el Anexo II se refería al plan integral de desarrollo alternativo; el Anexo III establecía las condiciones para la participación de las fuerzas armadas en materia antidroga.

La militarización de la lucha contra el narcotráfico no fue ninguna solución, sino un nuevo problema, porque sólo empujó a los colonizadores a buscar nuevas tierras, sobretodo en parques nacionales, para su sobrevivencia. Los más afectados: los pueblos indígenas.

«Colonizadores ubicados en el Chapare cuentan que los primeros años de residencia en el lugar sub tropical (década de los años 50) ponían trampas para cazar a los yuracaré, como si se tratara de animales. Cazados los aborígenes, nómadas en ese tiempo, eran obligados a trabajar para los colonizadores, los ‘collas con papeles’ que asumían el típico comportamiento de los invasores» (Contreras Alex, 1991: 158).

El ex ministro de la coalición MIR-ADN, Mauro Bertero, demagógicamente, agregó: «Los madereros tratan a los indígenas peor que animales».

Mientras los productores de coca libraban duras batallas contra los efectivos antidroga en defensa de sus cultivos de sobrevivencia, los pueblos indígenas del TIPNIS eran las mayores víctimas, tanto de los colonos y del propio gobierno, porque por un lado eran afectados por los asentamientos ilegales y, por otro, porque se pretendía construir un poliducto y una carretera por el medio del área natural.

Un ejemplo de dignidad

En medio de los constantes conflictos sociales, entre el 26 al 29 de julio de 1990, en San Lorenzo de Moxos, se realizó el Segundo Encuentro de Unidad de los Pueblos Indígenas, de donde emergieron todas las demandas hacia el gobierno.

En esta oportunidad analizaremos las demandas referidas al Parque Nacional Isiboro Sécure que, es la región ubicada entre los departamento de Cochabamba y el Beni. En ese entonces se consideraba al Parque Isiboro Sécure como «área indígena» cuando debería ser «territorio indígena».

La propuesta inicial del gobierno señalaba que la delimitación de la colonización la deberían hacer los propios colonos -sin participación indígena- pero luego se llegó al acuerdo de realizar un trabajo conjunto sin permitir más la venta de lotes por parte de los colonizadores.

«En el artículo quinto, los proyectos del poliducto y la carretera no se van a iniciar, están en ejecución, por lo que el documento debe decir: paralizar estas obras hasta contar con un pormenorizado estudio de impacto ambiental debidamente aprobado por la Subsecretaría de Recursos Naturales y Medio Ambiente y las organizaciones indígenas. Las organizaciones indígenas participarán activamente en el estudio».

Además, exigieron que todo estudio o proyecto a formularse o ejecutarse en el territorio indígena debería contar con la participación y aprobación de los pueblos indígenas.

Al no ser escuchados en sus demandas por el gobierno, los pueblos indígenas del país, fueron los protagonistas de la histórica marcha «Por el Territorio y la Dignidad».

Por primera vez en nuestra historia, un sector social marchaba por el «territorio» entendido como la reivindicación del sub suelo, suelo y sobre suelo y además por la defensa de la «dignidad» de las personas. Hasta aquella oportunidad las marchas, bloqueos, y demandas eran por la defensa de la tierra, contra la erradicación de la coca o por mejoras salariales. Los indígenas fueron los primeros en defender el territorio y la dignidad porque se sentían avasallados en sus derechos más elementales.

Entre el 15 de agosto al 17 de septiembre de 1990 se protagonizó en el país la primera marcha indígena «Por el Territorio y la Dignidad».

Yuracaré, chimanes, moxeños, sirionós, junto a guaraníes, chácobos, ese ejjas, matacos, tapietes, mosetenes, movimas, cavineños, guarayos, tacanas, araonas y otros pueblos indígenas emergieron de la selva, los bosques y sus territorios para decir que Bolivia no sólo era un pueblo aymara, quechua y «tupi-guaraní» sino que convivían 36 poblaciones indígenas.

Desde nuestra historia «oficial», el término «tupi-guaraní» se lo acuñó para generalizar al resto de los pueblos indígenas del país. Pero, desde 1990 se empezó a conocer culturas, tradiciones, idiomas, autoridades y valores de los pueblos indígenas que hasta ese momento fueron víctimas de la colonización interna y externa.

La marcha indígena que recorrió más de 610 kilómetros desde Trinidad (Beni) hasta La Paz en 34 días fue capaz de mover las fibras más íntimas de la mayoría de los sectores sociales. En su transitar ganó gran simpatía, apoyo y solidaridad se sumaron a su paso, sectores aymaras y quechuas y también colonizadores y productores de coca. Fue una lección de dignidad.

En la población de Yolosa, a cuatro días de llegar a La Paz, se sumó un grupo de productores de coca, encabezado en ese entonces por el dirigente Evo Morales Ayma.

Después de arduas negociaciones con el gobierno -pero bajo la presión de sectores madereros, ganaderos y colonizadores- los pueblos indígenas con el apoyo de los sectores más desposeídos lograron su primera victoria política y social: el reconocimiento de sus territorios.

El Decreto Supremo 22610, del 24 de septiembre de 1990, reconoce al Parque Nacional Isiboro Sécure, como territorio indígena de los pueblos yuracaré, moxeño y chimán que ancestralmente lo habitan constituyendo el espacio socioeconómico necesario para su desarrollo denominándose como Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS).

Se amplió la superficie del TIPNIS con las áreas externas de los ríos Isiboro y Sécure y se fijó la delimitación de una «línea roja» para evitar nuevos asentamientos en el área natural.

«Toda construcción y obras de desarrollo particularmente de vías camineras y poliductos que se realicen en el TIPNIS debe contar previamente con un pormenorizado estudio de impacto ambiental debidamente aprobado por el Ministerio de Asuntos Campesinos y Agropecuarios, con la participación de la organización indígena de la región. Las obras que estén en ejecución deben ser paralizadas hasta contar con su respectivo estudio de impacto ambiental», señalaba el artículo sexto de mencionado decreto.

La marcha indígena fue una medida sacrificada donde participaron niños, mujeres, ancianos y hombres, familias íntegras de los pueblos indígenas -como tradicional y diariamente lo hacen- y logró arrancar al gobierno neoliberal del MIR, ADN y PDC, sus principales demandas.

También fueron aprobados el DS 22611 a favor del pueblo sirionó en El Ibiato y el DS 22612 que favorecía a los indígenas del Bosque Chimanes.

«La marcha histórica de los pueblos indígenas ha concluido también de forma histórica porque este gran movimiento ya consiguió territorio y dignidad… Ahora todos los hermanos indígenas saben que tienen territorio, recursos naturales y tendrán educación y salud y una ley que les ampare», señaló Ernesto Noe, presidente de la Central de Pueblos Indígenas del Beni (CPIB); «El principio de dotación de territorios a ciertos sectores de bolivianos en detrimento del resto de la población es un precedente funesto, más si se suma la violación de contratos que el Estado tenía suscritos con industriales madereros y ganaderos», refutaba Carlos Calvo, presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB), (Contreras Alex 1991: 181).

El ejemplo que se propaga

Con la marcha indígena como ejemplo de lucha y de unidad que tuvo la osadía de atravesar varias poblaciones entre Beni y La Paz, diferentes sectores sociales del país con otras demandas y desde diferentes puntos del territorio nacional intentaron imitar la medida de presión.

A menos de un año de la marcha «Por el Territorio y la Dignidad» de los pueblos indígenas, el 24 de junio de 1991, los productores de coca del Trópico de Cochabamba se unificaron en torno a la marcha «Por la Dignidad y Soberanía Nacional».

La marcha pretendía llegar desde Villa Tunari hasta La Paz, pasando por Cochabamba, pero a la semana de su recorrido fue brutalmente reprimida en la zona conocida como El Cañadón por efectivos policiales y militares. El saldo: un cocalero muerto, varios heridos, cerca a 20 dirigentes detenidos, entre ellos Evo Morales Ayma y la mayoría de los marchistas trasladados por la fuerza a sus comunidades de origen (P, 2/07/1991:1).

Podríamos mencionar que la primera marcha cocalera fue un fracaso, pero autocríticamente no fue considerada de esa manera. Les sirvió para tejer nuevas estrategias en sus futuras movilizaciones: apoyo económico y comunal a cada uno de los marchistas, trabajo recíproco (ayni) en las poblaciones cocaleras, la designación de responsables (comandantes) de las columnas de marchistas, el apoyo de brigadas de salud, las ollas comunes, los grupos de avance y retaguardia para precautelar la seguridad y la solidaridad con otros sectores sociales.

Uno de los aspectos de cohesión que manejaron los productores de coca en sus movilizaciones estaba referido a defender las demandas de su sector: rechazo a la erradicación de cocales, desarrollo alternativo, contra la militarización y la defensa de los derechos humanos; pero también fueron muy inclusivos: rechazo a la capitalización de las empresas estatales, contra la privatización de nuestros recursos naturales, la defensa de la tierra-territorio o el apoyo militante al pliego de la COB.

La represión gubernamental -casi cotidiana en la erradicación de cultivos de coca- no los amedrentó sino derivó en el fortalecimiento de las organizaciones cocaleras del Trópico de Cochabamba que luego de un amplio proceso democrático de apoyar a los partidos de izquierda y ganar de manera contundente en toda esa región, primero con la Unidad Democrática y Popular (UDP) y luego con la Izquierda Unida (IU), trazaron el camino para avanzar de la vida sindical a la política.

«No queremos ser más escalera política», se escuchó con frecuencia en los ampliados cocaleros.

El gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997) se caracterizó por ser uno de los más sumisos a las políticas norteamericanas. A la par de la privatización de los recursos naturales y la capitalización de nuestras empresas estratégicas intentó eliminar la totalidad de las plantaciones de coca bajo la imposición del programa «Opción Coca Cero».

El gobierno de Estados Unidos imponía las directrices en materia antidroga que deberían ser acatadas; caso contrario, se corría el riesgo de la «descertificación» o suspensión de apoyo económico.

En agosto de 1994, los productores de coca fueron los protagonistas de la marcha «Por la Vida, la Coca y la Soberanía Nacional», movilización que trató de ser evitada con la detención de varios de sus dirigentes pero que siguiendo los caminos de herradura de nuestros antepasados desde Cochabamba llegaron hasta La Paz para conseguir sus demandas. En diciembre de 1995, cerca a un millar de mujeres cocaleras, cansadas de los permanentes abusos a sus derechos también decidieron marchar «Por la Defensa de la Vida, la Coca y los Derechos Humanos», pese a la represión en reiteradas oportunidades, las mujeres con un apoyo masivo de la población boliviana lograron su objetivo.

Entre marchas, bloqueos y huelgas de hambre, pero también entre muertos, heridos y detenidos, los productores de coca del Trópico de Cochabamba y Los Yungas de La Paz, junto a sus organizaciones matrices como la CSUTCB y CSCB, en 1995, tomaron la determinación de construir un Instrumento Político denominado Asamblea por la Soberanía de los Pueblos (ASP). El objetivo: tomar el poder local y nacional.

«Es triste decirlo pero -en respuesta a nuestro apoyo- muchos dirigentes de izquierda, los autodenominados revolucionarios y calificados como intelectuales, sólo nos utilizaron para llegar al Parlamento Nacional y muy pronto se olvidaron de nuestra problemática», dijo Evo Morales Ayma, cuando era dirigente cocalero.

Durante el gobierno de Hugo Banzer Súarez (ADN), entre 1997-2001, los militares jugaron un papel protagónico en la erradicación de los cultivos de coca en el trópico cochabambino a través de la Fuerza de Tarea Conjunta con cerca de 500 policías y 1.500 efectivos militares (LR, 3/08/2000: 8 y 9a).

La presencia militar derivó en mayor violencia. En todo este período de conflicto con bloqueos contundentes que paralizaban el país de oriente a occidente, con piquetes de huelga de hambre, con marchas masivas e incluso con intentos de atravesar la línea hacia una lucha armada, los productores de coca se fortalecieron no sólo en sus sindicatos sino a través del denominado Instrumento Político.

Las demandas cocaleras tenían una alianza estratégica con la Central Obrera Boliviana (COB) y con otras organizaciones nacionales, pero también se hizo una gran campaña y lobbye a nivel internacional. Era frecuente la presencia de dirigentes cocaleros en diferentes eventos a nivel mundial con su bandera de lucha: la hoja de coca.

Pese a todos los intentos desplegados por autoridades de gobierno para eliminar las plantaciones de coca, nunca se logró eliminar la totalidad de los cultivos porque pese a los programas millonarios del desarrollo alternativo no se pudo reemplazar la economía que generaba el circuito coca-cocaína.

Para el sector de los productores de coca, la lucha antidroga impuesta por los gobiernos de turno se convirtió sólo en un pretexto para eliminar su organización, para acabar con el liderazgo de algunos dirigentes y para instalar una base militar en el corazón del trópico cochabambino. La presencia de los asesores norteamericanos les otorgó el mejor discurso político: enarbolar la defensa de la soberanía nacional ante el imperialismo.

En el libro «La Guerra Falsa» de Michael Levine, un agente de la DEA norteamericana, se describe de manera dramática las conspiraciones de la CIA y la DEA contra los intereses de los países, entre ellos Bolivia, para beneficio del imperialismo en su afán del control del narcotráfico, dominio político internacional y expansión geopolítica.

En suma, la lucha antidroga que se trató de imponer a sangre y fuego en las poblaciones del Trópico de Cochabamba se convirtió en una verdadera «guerra falsa»: no fue ninguna solución, sino un problema…

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.