En el comienzo era el caos… y los terratenientes vivían derrochando y los pobres sobrevivían enfermos y con hambre. De cuando en cuando, el caos se agitaba y los dueños del poder echaban algo de aceite para tranquilizar las aguas. Pero el aceite ya no era suficiente y un día, simplemente dejó de tener efecto; […]
En el comienzo era el caos… y los terratenientes vivían derrochando y los pobres sobrevivían enfermos y con hambre. De cuando en cuando, el caos se agitaba y los dueños del poder echaban algo de aceite para tranquilizar las aguas. Pero el aceite ya no era suficiente y un día, simplemente dejó de tener efecto; el caos se estremeció y los insensibles y satisfechos que gozaban del caos fueron desbarrancados porque surgió la luz.
Con esa simplona alegoría podríamos escenificar el intervalo que se dio en los últimos 25 años. Bolivia, cuyo pueblo ensayó experiencias de intenso dramatismo en su lucha contra la clase que se apropió del poder, inicia un proceso con nuevos actores y, por supuesto, nuevas reglas de convivencia. Del empobrecimiento, como fórmula de gobierno, hemos transitado a una estructura de participación de todos en las grandes decisiones. No hay retroceso y los vencidos, reacios a reconocer su fin, sacan a relucir toda su fiereza y se muestran dispuestos a ensangrentarlo todo, con tal de recobrar sus formas de enriquecimiento.
La vieja legalidad
El decreto 21060, dictado hace 23 años en provecho de las empresas transnacionales y sus intermediarios nacionales, fue una jugada efectista, al parar de golpe la galopante inflación, en agosto de 1985. Lo que siguió después, fue una contracción incesante de la economía nacional que, ni siquiera, podían mostrar cifras alentadoras. Su fórmula tuvo efecto durante mucho tiempo; bastaba recordar los tiempos de inflación para convencer al pueblo. De ese modo fueron elegidos los unos y los otros: los Paz y los Banzer viejos y jóvenes, ocuparon la silla presidencial de 1985 a 2005. Fue la última etapa de un largo proceso de imposición de sus intereses.
En realidad, aquel decreto no era más que el diseño de un modelo de Estado para sustituir las estructuras carcomidas de lo que alguna vez fue la Revolución Nacional. Coincidía, por supuesto, con el modelo que la globalización imponía en todo el mundo, conocido como reajuste estructural. Libertad de exportación e importación, libertad de contratación y despido de trabajadores, libertad de precios y manejo financiero. En contraposición, supresión de garantías para la sindicalización, abrogación de los derechos laborales y desconocimiento de la Ley General del Trabajo. El Estado dejaba de intervenir en la producción y el comercio, quedando como garante de las ganancias empresariales y fiador de las especulaciones que, sistemáticamente, terminaban pagándose con fondos fiscales.
Después de 20 años de semejante experimento, los negociantes del modelo estaban convencidos, y lo están todavía, de que las reglas de juego que dictaron para implementar su modelo, eran leyes inmanentes; hablan, incluso de «intereses permanentes del Estado»; es decir que no pueden concebir otro tipo de Estado que el garante de sus ganancias.
La caducidad del modelo de ajuste estructural, se ha reconocido en todo el mundo. Naturalmente, los grupos de poder fosilizados, sin capacidad de cambiar sus estructuras mentales, no pueden adecuarse a la cambiante realidad social. Pugnan por su permanencia, aunque para ello transgredan sus propias reglas de juego y lancen a las calles grupos de asalto formados por paramilitares y delincuentes; que resulten muertos y heridos, consideran ganancia, pues los usan como demostración de la inviabilidad del cambio.
Siete por la revolución
Con estos criterios anquilosados avanzaron en la trasgresión de las leyes que sirvieron de apoyo a sus intereses. La autonomía departamental se la arrebataron a las regiones para agitarla como bandera del neoliberalismo. Redactaron estatutos recapitulando las medidas del decreto 21060, convenientemente disfrazadas, aunque no lo suficiente para engañar a todos. El grupo que asumía la representación política creyó llegado el momento de darle una estocada fatal al gobierno; forzó la convocatoria a referendo revocatorio sin darle mayor importancia a la posibilidad de un fracaso.
El resultado fue demoledor: siete de cada diez hombres y mujeres dieron su apoyo al programa de cambio, a la revolución en democracia. La reacción de los perdedores ha sido grosera: aumentar la violencia. Ahora, su propósito es crear las condiciones para una guerra civil. Lo decían de muchas maneras, pero en estos días lo declaran abiertamente: «esta es la guerra civil».
Durante dos años y medio, los avances hechos por el gobierno de Evo Morales dentro de los marcos legales diseñados por el neoliberalismo, han creado las condiciones para dar el salto hacia la nueva sociedad.
La ley al servicio del pueblo
Las leyes responden a la realidad que se vive en cada momento histórico. Cuando ocurre un cambio sustancial, los grandes sectores sociales que han impuesto el cambio buscan, porque la necesitan, una transformación total de esas leyes. Pero, además, la clase que se mantuvo en el poder hasta ese momento, desconoce sus propias leyes. Es decir, tanto los vencedores como los derrotados, saben que esas viejas leyes no son aplicables en la nueva realidad. Simplemente quedaron obsoletas, no sirven más. Se las menciona como referencia pero nunca más como norma de aplicación.
Claramente, el pueblo impuso la Asamblea Constituyente; en tal ámbito, debió cambiarse el conjunto de leyes. El sector que se resiste a abandonar la escena política, conspiró contra la Asamblea y -hay que reconocerlo- lograron su objetivo en gran medida. No totalmente, porque se logró aprobar el texto final. Comités cívicos y prefectos opositores, partidos y agrupaciones neoliberales condenaron la nueva Constitución Política del Estado por una razón explicable pero inaceptable: no se incluye la defensa de sus intereses. No se lo hace porque, el cambio, precisamente es la negación de tales prebendas.
Los y las analistas de la prensa, sometidos al sistema del que también son beneficiarios, declaran con total convencimiento que la nueva Constitución Política del Estado debe contener las concepciones de ambas partes. No es posible proclamar un derecho y, a renglón seguido, negarlo. Eso es lo que sostienen, unos en tono grave y los más con gritos desaforados.
Aún así, el gobierno buscó encontrar puntos de entendimiento con los opositores de todos los ni9veles. Estuvo con los prefectos. Se entrevistó con los comités cívicos. Buscó a los parlamentarios de oposición. En todos los casos, se estrelló contra el empecinamiento por volver a las viejas prácticas del poder privilegiado. Hubo incluso disposición para discutir y modificar puntos esenciales de la nueva Constitución. No. Simplemente querían una rendición sin condiciones. El ultimátum es muy claro: reconocen nuestros derechos, plasmados en nuestros estatutos autonómicos, a desatamos la violencia contra el gobierno. De hecho ya lo hicieron, contando con la complicidad pagada o engañada de algunos dirigentes sociales que quieren aprovechar las circunstancias para obtener alguna ventaja.
La sentencia contra el pasado
La imposibilidad del diálogo y mucho menos el consenso, con la evidencia de un sector del Congreso Nacional dispuesto a impedir las leyes necesarias para el cambio y la constatación de una justicia favorable a la conservación del sistema neoliberal, el gobierno volvió a convocar al pueblo para definir, de una sola vez, las nuevas reglas del juego para implantar la revolución democrática.
El decreto 29691 convoca, simultáneamente, a los referendos dirimidor y aprobatorio de la nueva Constitución Política del Estado. Por el primero, las y los votantes decidirán si la tenencia de la tierra debe tener un máximo de cinco mil o diez mil hectáreas. En el segundo, aprobarán o rechazarán el nuevo texto constitucional.
En una segunda parte, convoca a elegir prefectos para completar el periodo de quienes fueron revocados en los departamentos de Cochabamba y La Paz. Estas autoridades, en todo el país, concluyen su mandato el 22 de enero de 2010. Su elección es por simple mayoría.
En la tercera sección se abre, por primera vez, la oportunidad de elegir a los consejeros departamentales y a los subprefectos. Los Consejos Departamentales fueron creados en 1995, conformados por selección de los concejos municipales en cada provincia. Ahora, los consejeros serán elegidos por el pueblo y constituirán un poder legislativo en el ámbito de cada departamento.
En cuanto a los subprefectos, autoridades en cada una de las provincias en que se divide cada departamento, serán elegidos también por primera vez. Hasta ahora, estas autoridades eran designadas por el prefecto, según su preferencia.
Este conjunto de decisiones debe definirse por el voto popular, el domingo 7 de diciembre. De hoy a esa fecha, en las siguientes 14 semanas, se realizará una intensa campaña que la oposición se empeñará en violentar. Ya lo ha mostrado repetidamente y, este viernes 29, llegó al extremo de golpear bajo la consigna de «matar a los indios».
Los riesgos del avance
Por cierto que estas jornadas serán complejas. Se precisará mucha paciencia, pero también gran firmeza y decisión. La derecha, herida en sus negociados, moverá todos los hilos que controla. Tratará, por todos los medios, de demostrar que la convocatoria es ilegal y hasta inconstitucional. Incitará a las instituciones para rechazar o siquiera obstaculizar la preparación de esta consulta. Una vez más, peregrinará a los organismos internacionales, buscando apoyo a su anacrónico reclamo.
No debemos despreciar tal estrategia. La utilizaron con éxito en otros países. Es cierto que fue en circunstancias distintas. Pero eso no invalida sus posibilidades. Sólo una constante y firme vigilancia de los sectores populares permitirá llegar a buen término e iniciar el verdadero proceso revolucionario.