Antecedentes. Desde mediados de 2002, los datos de la realidad argentina comenzaron a cambiar de manera vertiginosa, tanto para los observadores internacionales como para los propios argentinos. El incremento a las exportaciones primarias comenzó a generar gradualmente cierto efecto en otros sectores. La reactivación económica, primero lenta y luego muy veloz -incluso más de lo […]
Antecedentes.
Desde mediados de 2002, los datos de la realidad argentina comenzaron a cambiar de manera vertiginosa, tanto para los observadores internacionales como para los propios argentinos. El incremento a las exportaciones primarias comenzó a generar gradualmente cierto efecto en otros sectores. La reactivación económica, primero lenta y luego muy veloz -incluso más de lo esperado por el Ministerio de Economía- significó para el Estado, antes que nada, un aumento muy significativo en la recaudación fiscal, debido a la retención del 20 % del valor de lo exportado.
Estos recursos disponibles facilitaron medidas redistributivas superadoras de la forma en que dicha redistribución se había podido dar en un contexto de crisis y depresión de la actividad productiva -me refiero al modo «negativo», por el cual el Gobierno argentino rechazó de manera continuada aumentar las tarifas de servicios públicos en manos de un capital extranjero golpeado por la devaluación-. Tales medidas incluyeron aumentos generales en el salario nominal de los trabajadores privados -el real, pese a todo, caía más de un 40 %.
En todo caso, el signo distintivo de la etapa duhaldista precedente había sido que, salvo en algunos rubros aislados -materias primas exportables, productos importados en general- la inflación se mantenía en parámetros relativamente bajos. En cambio, el alza de precios que acompañó a la recuperación macroeconómica -de las exportaciones, de la recaudación fiscal, pero también del salario nominal, del empleo en general y del empleo registrado en particular- no sólo amenazaba con estancar a la economía interna, sino que se reveló un pesado lastre político para una administración que busca garantizar su continuidad tras 2007.
El primero en caer víctima de la coyuntura fue el arquitecto de la recuperación, Roberto Lavagna. Con su gestión desdibujada por la carestía, y el éxito de 2002 menos presente en la memoria pública, el Ministro de Economía quedaría de pronto sitiado luego de la tremenda victoria del oficialismo «puro» de octubre de 2005[i].
Decidido a controlar el proceso inflacionario que amenazaba su prestigio como «piloto de tormentas», Lavagna dio el que sería su paso final al intentar un recorte de la masa monetaria circulante a través de un aumento de los encajes bancarios, medida típica del monetarismo más ortodoxo. Desairado primero por la negativa presidencial[ii], y luego por la del BCRA -con quien creía ser su potencial competidor, Martín Redrado, a la cabeza-, Lavagna supo entonces que sólo le quedaba esperar. Unos días después, Kirchner le solicitó la renuncia, aduciendo que una «nueva etapa» comenzaba en la política económica.
Sin embargo, esto no parecía al observador más que un artificio, pues el propio presidente aclaraba días después que las prioridades de dicha política serían las mismas: mantener el superávit fiscal y acrecentar las reservas del BCRA[iii]. Un tiempo después, Kirchner cumplía su sueño -varias veces adelantado en la campaña, así como en diversos discursos oficiales- de saldar la entera deuda con el FMI.
La medida, ciertamente, fue criticada de manera falaz por izquierda como por derecha. Por un lado, se argüía que habíamos intercambiado un endeudamiento por otro, en respuesta, no a una voluntad soberana, sino al pedido directo del FMI. Por otro lado, se indicaba que se había elegido el pago de la deuda por oposición a la redistribución de la riqueza. Finalmente, se condenaba como pecado mortal el uso de las reservas del BCRA, que aparentemente no solo nos ponía en una supuesta situación de peligro, sino que «atentaba contra las instituciones».
En primer lugar, no se puede redistribuir riqueza a partir de reservas del BCRA, ni tampoco con el superávit fiscal: la única forma de lograr dicha redistribución en un país donde más del 50 % de la PEA está en negro consiste en promover obras públicas y otro tipo de gasto estatal que permitan aumentar el poder adquisitivo, y por ende incentiven la inversión empresaria orientada hacia el mercado interno, en un contexto en que cualquiera entiende que las grandes ganancias -diría, dados los guarismos, las ganancias a secas- están en la exportación.
Por otra parte, quienes señalaban que el superávit está ahora más comprometido olvidaban una obviedad: que la deuda con el FMI seguiría existiendo si no se hubiese pagado. Esa deuda sería pagada de todos modos con el famoso superávit. Pero lejos de estar en la misma situación, ahora el Gobierno argentino goza de plazos más laxos, y verá cómo, cada año, crece su margen de maniobra. Pues, en definitiva, la deuda se ha trasladado al interior del propio Estado.
La crítica al uso de reservas no resiste el análisis: la estabilidad monetaria se ha mantenido, y la inflación -volveremos a ello- no se ha disparado. En cambio, hemos recuperado la noción básica -desvanecida durante la era menemista- de que la conducción de la política monetaria es parte de las atribuciones de la Nación, y no la prerrogativa de entidades supuestamente «autónomas», donde los privilegios tecnocráticos de ciertos operadores les permiten, bajo una máscara «técnica», defender intereses corporativos ajenos al propio Estado.
Democracia Versus Mercado
Volvamos al carril principal de nuestra reflexión. Aparentemente, hemos sostenido que el despido de Lavagna no significó un cambio en la economía política kirchnerista. Sin embargo, esto no es completamente cierto.
De hecho, la gestión Miceli aportó como novedad el involucramiento directo del Ejecutivo -y en particular del Presidente- en la elaboración de una política económica allí donde otro nombramiento hubiera significado la continuidad de cierta autonomía por parte del eventual sucesor de Lavagna.
Por otra parte, hubo un fuerte cambio en el discurso: ahora el control de la inflación no estaba ligado al freno del aumento salarial -y por ende del consumo popular-, como Lavagna había insinuado, sino a la utilización de incentivos a la productividad que permitiesen sortear el cuello de botella de un aparato productivo vetusto, que no podía responder a las demandas de la población.
Sin embargo, otro era el cuello de botella en la economía política kirchnerista: se trataba del enorme control que un pequeño grupo de empresarios -en verdad, un auténtico oligopolio- posee sobre la conformación de los precios relativos en el mercado interno.
El Ejecutivo, más allá de insistir en la búsqueda de acuerdos estratégicos con este sector, bastante reacio a sentarse a dialogar, había decidido una estrategia más agresiva, propia del arsenal ideológico del peronismo: resaltar, en todo momento, la responsabilidad social del empresariado en el estándar de vida de la población.
Pero lo cierto es que, bajo las reglas del juego hegemónico imperantes, dicho oligopolio de distribuidores -y de varios productores- tiene la sartén por el mango. Poco podía hacer el kirchnerismo si no estaba dispuesto a quebrar esas reglas e iniciar un nuevo juego. Es decir, ir más allá de la retórica del peronismo -que, dicho sea de paso, chocó, entre 1973-76, contra este mismo dilema-, hacia una ruptura gradual con el orden vigente.
El camino intermedio -incentivos keynesianos a la productividad- se mostraba ineficaz tanto respecto de los tiempos políticos que demorarían las mejoras, como respecto de la propia voluntad del bloque dominante al cual este oligopolio pertenece, de colaborar en la «estabilización» del capitalismo argentino. En pocas palabras, el kirchnerismo, tras su definitiva consolidación política, se encontraba en un callejón sin salidas sencillas. Ningún grupo opositor puede vetar su programa, pero ahora se vuelve evidente que, en tanto heredero político del progresismo argentino[iv], carece de ese programa o incluso de la férrea voluntad de forjarlo junto al pueblo -único modo de hacer, de un programa, una realidad.
Dueño del escenario político, Kirchner no hubiera trascendido, entonces, los límites reales de la República liberal – burguesa reinstaurada en 1984, de la cual es en todo caso solamente una expresión a la vez madura y cristalina. El drama argentino -es decir, la continua presencia de movimientos sociales con una conciencia política desarrollada y una tendencia hacia la organización y a la convergencia, que sin embargo no se convierten en el sujeto histórico del cambio necesario- parecía seguir representándose, en una suerte de reversión al infinito, en los escenarios pampeanos.
Pero Kirchner puede ir más allá.
La medida de bloquear por 180 días la exportación de carne en un país en el que ese producto es la marca de referencia de un entero grupo económico y social es mucho más que una medida simbólica. Es un avance directo sobre el control del comercio exterior por parte del Ejecutivo, que golpea no sólo a la cadena de criadores e invernadotes, sino a los consorcios que dominan la comercialización, muchas veces integrados por algunos de los miembros más conspicuos del bloque dominante. Y creo que prefigura un cambio radical en el perfil del Gobierno, y en el futuro de América Latina.
El Gobierno argentino, que parecía cercado por las reglas del mercado, acaba de quebrarlas, convencido del apoyo que tendrá una medida no tomada por el propio Perón en su tercer mandato, al que llegara con más del 60 % de los votos. Si esto es posible, se debe sin dudas al proceso de democratización abierto a partir de las jornadas históricas de diciembre de 2001, a la constitución definitiva de movimientos sociales capaces de solventar políticamente a un gobierno dispuesto a avanzar en la transformación social de la Argentina.
Seguramente, los que hasta ayer no se dignaban sentarse en la misma mesa con los representantes del pueblo argentino rogarán ahora por audiencias, llorarán por «las pérdidas del país» -en concreto, las suyas-, y buscarán una negociación.
Incluso, es posible que el Gobierno revea esta medida ejemplar, y permita nuevamente exportaciones que, después de todo, sostienen la recaudación fiscal por encima de la línea roja del déficit y permiten su política social.
Pero algo ha cambiado en la Argentina, y todos lo hemos sentido desde el crepúsculo de ayer. Ahora sabemos un poco mejor por dónde vamos. Ahora sabemos un poco mejor quién gobierna. Hoy, la democracia argentina ha vencido al mercado: la carne fue un símbolo del poder en este país por casi dos centurias. Hoy, esa carne cuyos precios bajan raudos, es el símbolo de un país que alimenta nuevas esperanzas.
[i] Al respecto, Meler, Ezequiel: «Crónica de una muerte (muy) anunciada: La caída de Roberto Lavagna», en www.rebelion.org, 4 de diciembre de 2005. Reeditado en La fogata digital, 5 de diciembre de 2005.
[ii] En sendos discursos frente a sectores empresarios, afirmó que la Argentina no volvería a los métodos del pasado, que la inflación no sería controlada con medidas ortodoxas, al precio de la recesión que suelen producir. En Clarín, 23/11/05.
[iii] Clarín, 30/11/05.
[iv] Cfr. Meler: «Acerca del surgimiento y crítico presente del progresismo (1990-2005). El caso argentino, en www.rebelion.org, 28 de noviembre de 2005″