«Oh corazón de salmón que te vas cuesta arriba, Contracorriente entre sordera y mentira…» Fernando Medina, «Ictus» A la huelga universitaria encabezada por el Consejo General de Huelga (CGH), iniciada un 20 de abril de 1999 y finalizada el 6 de febrero del 2000 con la ocupación del campus universitario por la bota militar, se […]
«Oh corazón de salmón que te vas cuesta arriba,
Contracorriente entre sordera y mentira…»
Fernando Medina, «Ictus»
A la huelga universitaria encabezada por el Consejo General de Huelga (CGH), iniciada un 20 de abril de 1999 y finalizada el 6 de febrero del 2000 con la ocupación del campus universitario por la bota militar, se le odia o se le aprecia, sin medias tintas. Desde el poder existe un odio singular hacia un movimiento universitario que logró, dígase lo que se diga, frenar la privatización de la Máxima Casa de Estudios en una batalla que los jóvenes universitarios enfrentaron con firmeza, inteligencia y tesón.
La huelga del CGH hubo de desafiar, en primera instancia, a la anquilosada burocracia universitaria encabezada primero por Francisco Barnés de Castro y después por Juan Ramón De la Fuente. El aparato represivo, la apolillada estructura de gobierno de la Universidad, el control ejercido de manera punitiva contra los académicos, son elementos que lejos de permitir el desarrollo de una vida democrática dentro de la UNAM se presentan como diques a ésta; el CGH cuestionó a fondo dichos elementos revelando, por un lado, la bochornosa supeditación de las autoridades universitarias al gobierno federal y, por otro, su sumisión hacia las políticas educativas dictadas desde los organismos financieros internacionales. La pretensión de imponer un Reglamento General de Pagos (RGP), que echaba abajo el carácter simbólico de los veinte centavos por concepto de inscripción vigente hasta hoy día, tenía el claro objetivo de establecer la idea de que la educación no es un derecho que el Estado debe garantizar, sino una responsabilidad de los «consumidores» que necesitan de un servicio. Las reformas aprobadas en 1997 por Barnés de Castro, lejos de ser la base para la excelencia académica, significaban la exclusión de dos terceras partes de los estudiantes -en aras de una supuesta «eficiencia terminal»-, sin tomar en cuenta las condiciones sociales y económicas de éstos. Las reformas, así como la aprobación del RGP el 15 de marzo de 1999 a espaldas de la comunidad universitaria, eran la punta de lanza para convertir a la UNAM en un centro de estudios «sólo para los mejores», sólo para aquellos que pudieran pagarlo.
El CGH develó rápidamente no sólo la prepotencia de las autoridades universitarias sino también la actuación del Estado mexicano ante un conflicto originado por su rapacidad y soberbia. Ernesto Zedillo, entonces presidente de México, dejó rápidamente en claro que la privatización de la UNAM era uno de sus anhelos; la clase política en su conjunto, desde el panismo más abstruso hasta la complacencia y complicidad perredista, cerró filas para dejar en claro que ante los plebeyos y su resistencia, no hay fisuras ni matices políticos que valgan. La cúpula de la iglesia católica, así como las cámaras empresariales, no dudaron en sumarse a la cargada contra la huelga estudiantil. Los medios de comunicación, particularmente las dos grandes televisoras, emprendieron una verdadera cruzada contra los estudiantes en resistencia: no hubo un solo programa noticioso o cómico, o telenovela, que no hiciera referencia a la huelga tachándola, desde luego, como un secuestro de la Universidad que debía ser castigado con todo el peso de la ley. La rabia de los medios fue un botón de muestra de su carácter clasista, y hasta racista, sembrando en la población un odio real en contra de los estudiantes.
De tal manera, la huelga del CGH fue un desafío total, y toral, al status quo establecido desde el poder político mexicano. Enfrentó a toda la fuerza del Estado, con la fuerza de la razón y la movilización constante. Supo discutir, y desnudar, cada una de las mentiras esgrimidas por el gobierno y lo hizo ocupando las mejores tribunas para ello: las calles, el transporte público, las plazas, los mercados. En esos espacios, las brigadas de los estudiantes, la propaganda pensada y discutida con ánimo de explicar, una a una, las razones de su lucha, se desarrolló un acercamiento verdadero hacia la población y se convirtió, a la larga, en la principal estrategia de pelea. El acercamiento a los barrios populares, a las fábricas, a otros centros educativos, fue un punto trascendental que arrojó como dividendos la simpatía y la solidaridad a pesar de la feroz campaña mediática. De ahí que también los medios, a pesar de todo su poderío, fuesen derrotados por la incansable y titánica tarea de los brigadistas universitarios.
El CGH no cedió a los diferentes chantajes encabezados, entre otras personalidades, por académicos de la talla de Luis Villoro, Adolfo Sánchez Vázquez, López Austin, Carlos Monsiváis, quienes optaron -más que por comprender las razones de la huelga y su necesidad-, por sumarse en los hechos al linchamiento contra el movimiento estudiantil. Además, los estudiantes tuvieron que resistir las embestidas del PRD-universidad que durante la huelga sirvió como un brazo más para intentar aniquilar su lucha. Hoy, los integrantes del perredismo universitario, como premio a ese papel, no sólo ocupan puestos en el gobierno del Distrito Federal sino también dentro de la estructura de gobierno en la Universidad. El principio establecido por el CGH de discutir toda iniciativa a través de Asambleas, de cara a quienes daban vida al movimiento, fue siempre incomprensible para aquellos con la costumbre de «resolver» los conflictos de manera cupular y negocian de espaldas a la mayoría y sin ética de ningún tipo. El CGH plantó cara a cada una de las exigencias de levantar la huelga, bajo promesas de resolución pero sin una sola demanda resuelta, afrontando el tándem de críticas y ataques acerca de su radicalidad y terquedad.
En cambio, desde la resistencia social en nuestro país existe un aprecio genuino a la batalla que el CGH libró. No es para menos. Los estudiantes plebeyos fueron los primeros en propinar, de manera clara, la primera derrota al neoliberalismo en México. Los doscientos noventa y cinco días de huelga, más la posterior resistencia por la libertad de sus presos políticos, marcaron un hito en la manera de enfrentar al Estado en su conjunto. La vitalidad, la imaginación a mares de los estudiantes abrieron una brecha nueva de acercamiento al pueblo mexicano, quizá hasta ahora ningún otro movimiento ha conseguido lo que el CGH: que en cada hogar, en cada barrio, se discutiera que la educación, lejos de ser una mercancía, es un derecho innegociable. La huelga estudiantil cambió la lógica impuesta desde el poder y puso, en medio de la andanada neoliberal, a discutir la necesidad de defender hasta las últimas consecuencias los derechos de todo un pueblo. Al CGH se le aprecia también por su irreverencia, por resistir sin arredrarse, por mirar al enemigo cara a cara. Se le aprecia porque su lucha permitió ya a varias generaciones de estudiantes disfrutar de la UNAM pública y gratuita.
La huelga de 1999 no sólo era necesidad, sino, como señaló Luis Javier Garrido, un deber irrenunciable. Los estudiantes cambiaron la idea del «sálvese quien pueda», por la de de luchemos para salvarnos todos. Desde el poder se esperaba que, en ese razonamiento de la individualidad más fútil, la generación del 99 se alzara de hombros y velara sólo por su permanencia en la UNAM. En cambio su lucha fue, principalmente, para defender el derecho de próximas generaciones a la educación pública y gratuita. Fue, por eso mismo, un movimiento desprendido que se entregó, en su cotidiana resistencia, en sus guardias, sus desvelos, sus marchas, sus presos, a las generaciones futuras que hoy, tal vez sin saberlo, estudian en la UNAM gracias a esos muchachos. La huelga rompió esquemas largamente establecidos por la propaganda oficial que, hoy día, se repiten provocando arcadas: «no vale la pena luchar, de todos modos van a imponer lo que quieran», «tú ve por ti y nada más», «lo mejor es ver cómo te acomodas ahora que aprueben todo». Los estudiantes asumieron, de manera ejemplar, el deber que la historia les colocó en los hombros. Probablemente es éste el mayor rasgo de aprecio, y cariño, hacia la huelga plebeya.
Y quizá valga la pena, a quince años de distancia, mirar un poco atrás y escuchar lo que la huelga estudiantil sigue diciendo; quizá valga la pena, sobre todo ahora con el priismo de viejo cuño gobernando el país, tomar algo de su legado para enfrentar a quienes nos quieren despojar de todo.
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