En la primera parte de este texto, hemos postulado que en México vivimos la desintegración y disputa de las clases dominantes, que tratan de construir una nueva hegemonía, con múltiples posiciones e intereses contradictorios al interior tanto de las facciones políticas como económicas. Sin embargo, a pesar del desorden en la batalla de arriba, el […]
En la primera parte de este texto, hemos postulado que en México vivimos la desintegración y disputa de las clases dominantes, que tratan de construir una nueva hegemonía, con múltiples posiciones e intereses contradictorios al interior tanto de las facciones políticas como económicas. Sin embargo, a pesar del desorden en la batalla de arriba, el sistema político no ha colapsado, como en muchas experiencias de otros Estados-Nación. Es el momento de mayor división entre los de arriba, pero eso no ocasiona el derrumbe del sistema político mexicano. El viejo régimen incorporó a nuevas facciones al Estado como mecanismo de estabilidad sistémica en un acuerdo cupular, permitiendo el reordenamiento de las elites dentro de un marco de reglas que aseguran la conducción dominante a pesar de sus diferencias. La reforma política permitió al sistema no derrumbarse, pero esto no es suficiente para mantener las estructuras de dominación en medio del reordenamiento de elite. Se evitó el desastre, a riesgo de incorporar nuevos elementos de inestabilidad para el sistema en su conjunto.
Toda dominación requiere de la imposición de una visión del mundo, y, en especial, de una ideología que mantenga el orden. En esta segunda parte del texto, sostendremos las siguientes hipótesis a) la dominación en México tiene uno de sus sostenes en la hegemonía de la democracia liberal que se ha convertido en una ideología dogmática -que incluso algunos llaman fundamentalismo liberal- b) que este marco ideológico es aceptado y reproducido tendencialmente por las clases medias mexicanas, instrumentalizadas por las clases dominantes por múltiples vías, entre ellas a través de la acción de un Estado que aún podemos considerar «fuerte» y que significan un enorme soporte a las relaciones de dominio; c) que el marco político de las clases dominantes – la democracia representativa- está empezando a agotarse como discurso e instrumento de subordinación. Como antes hicimos nos apoyaremos en un análisis del viraje y las mutaciones del viejo régimen a este nuevo periodo para contrastar los cambios y las nuevas relaciones de dominación en México. I. La nueva ideología dominante.
El viejo régimen mexicano del siglo XX se sostenía en un fuerte discurso nacional popular que privilegiaba a los sectores populares como el centro de la atención estatal y creó un nacionalismo ligado a la imagen del régimen emanado de la revolución. El discurso dominante comenzó a mutar del nacionalismo revolucionario al discurso democrático-ciudadano.
Como hemos dicho, el reclamo de democratización del sistema venía de los movimientos antisistémicos, la izquierda política y de disidencias democratizadoras que durante más de tres décadas se enfrentaron a la hegemonía del partido-estado. El reclamo social generalizado de democratización fue instrumentalizado por las nuevas elites (la izquierda y la derecha institucionales), para obligar al grupo hegemónico a incluirlos dentro del sistema. Se mediatizaron el impulso popular por reformas democráticas, la crítica académica e intelectual al autoritarismo del régimen y la presión internacional por la liberalización del sistema político mexicano. Esta enorme presión fue capitalizada para, en medio de un contexto de crisis e inestabilidad creciente, forzar al acuerdo al viejo régimen. Esta conducción de la «democratización» por arriba dio como resultado una «transición de terciopelo», o en otras palabras, un pacto de elites que reordenó los parámetros de reproducción política entre las facciones dominantes.
Prácticamente todas las elites asimilaron un discurso liberal democratizante frente a la desestructuración y erosión del viejo régimen. El nuevo consenso de todas las elites y facciones políticas es sin lugar a dudas el Estado democrático liberal y una institucionalidad acorde a dicho consenso. El pacto cupular es un consenso entre los grupos que representaban al viejo régimen y las nuevas elites incorporadas al Estado para abrir un acceso limitado al poder político a niveles que no amenacen el proceso de acumulación capitalista, ni al sistema político-estatal que lo sostiene. El pacto de las elites requiere de un correlato (la transición a la democracia) que le otorgue legitimidad y congruencia a la mutación del régimen y a la disputa abierta entre las facciones dominantes. El llamado consenso de Washington tiene así a su hermano gemelo en un consenso liberal sobre la llamada democracia representativa, ya que «la política liberal no le disputa ningún espacio a la economía liberal, solamente redistribuye el poder político entre diferentes facciones (…)que estarían de acuerdo en lo fundamental, que es el consenso sobre la pertinencia del capitalismo como sistema histórico y universal».
La generalización del concepto de la democracia DENTRO de los parámetros del liberalismo vino acompañada de ciertas prenociones que se pretenden universalizables en todo el pensamiento político en México. El consenso liberal que viene de arriba hacia abajo como una imposición alienante está caracterizado por un gradualismo profundamente conservador, cuyo discurso habla de cambios pequeños pero paulatinos que nunca llegan a concretarse. El pensamiento dominante – el de las elites – adolece también de un fuerte evolucionismo, legitimador del sistema dominante, ya que argumenta que lo que tenemos hoy es siempre mejor de lo que teníamos ayer y por tanto, el mañana trascenderá lo que tenemos ahora; está basada en el viejo concepto de progreso, entendido como una mejoría acumulativa, prácticamente inevitable; se basa en un reformismo racional anclado dentro de los márgenes de una institucionalidad que permite la dominación de la elite, con constantes concesiones, aperturas y pequeñas transformaciones del sistema que orbitan alrededor de la acumulación capitalista y la dominación política de las elites sin llegar a tocarlas. De alguna forma se ha vuelto un pensamiento dogmático que discursivamente defiende que el tiempo y las pequeñas reformas graduales traerán invariablemente mayor bienestar a pesar de la contundente evidencia cotidiana que apunta en sentido contrario. Este marco liberal, trata de replicar como modelo a las «democracias consolidadas», es decir a las democracias occidentales y a las procedimientos de occidente que de manera prácticamente unánime son consideradas los referentes por alcanzar como íconos universales de la democracia. El correlato del gradualismo es también inmensamente tranquilizador, ya que a diferencia del pensamiento autoritario y dictatorial reconoce las deficiencias del sistema pero ofrece mecanismos institucionales que teóricamente lograrán el mejoramiento del sistema en su conjunto. Se asume el discurso de la participación ciudadana, como una concesión que permite encausar el descontento, incluyéndolo en los márgenes del sistema político, legitimando la distribución del poder establecido. El discurso liberal reconoce las imperfecciones del sistema pero habla de lograr los cambios para atenuar, disminuir e incluso – en un horizonte lejano- acabar con la injusticia, siempre, por supuesto dentro del sistema social, que debe ser preservado a toda costa para lograr esos bondadosos fines. Este discurso y su relato tranquilizador buscan entonces condenar, aislar, y en su caso, eliminar y prevenir cualquier sobresalto en el sistema. Es por tanto una ideología de la estabilidad, la institucionalidad y el reformismo para el cambio social, que inhibe y rechaza cualquier actitud que genere contradicción con el poder establecido y promueve y ordena la dominación a través de un pacto social que se basa en contener las conductas antisistémicas. Esto se logra en un estado de sumisión colectiva alrededor de la obediencia a la dominación porque se argumenta existen los canales para la transformación de ella. Se logra además a través de la disciplina dentro del orden de la dominación, en beneficio de la estabilidad del Estado, supuesta garantía de los caminos institucionales para la transformación del sistema. Por ello, se acude a un discurso que hace percibir como un peligro mortal todo ataque al orden establecido y quienes deciden criticar y oponerse a este orden liberal «democrático» son aislados, rechazados e incluso reprimidos por la fuerza. Marginar, aislar y volver periférico cualquier pensamiento y acción alternos al pensamiento y sistema dominantes es una constante en esta ideología que promueve el miedo al caos y la inseguridad para conservar el orden establecido. El triunfo del discurso ideológico de la dominación consiste en el vaciamiento total de la democracia, trastocada en ritual electoral de elites, en competencia por administrar eficazmente el Estado. La democracia termina como una técnica procedimental que otorga legitimidad a la dominación de las elites y sus facciones en disputa «racional». La atención de lo político se centra en un proceso para lograr acuerdos que garanticen la gobernabilidad del Estado. Las relaciones sociales de explotación, exclusión y dominio del capitalismo son temas menores, intranscendentes y hasta inexistentes para que la atención se enfoque en los conceptos del liberalismo político y la democracia representativa. Las relaciones de poder, hegemonía, control y represión de las elites políticas son un tema irrelevante en el inmenso teatro democrático cuya estelaridad la lleva hablar de mayorías, minorías, alternancias, estabilidad, elecciones, técnicas electorales, votos nulos, proporcionalidad, abstención, reformas, transparencia, instituciones democráticas. Volver central las técnicas procedimentales de la democracia liberal y presentarlas como el discurso UNICO sobre lo político y marginar y volver periférica la relación capital-trabajo y otras relaciones de dominación es el arte de concentrar toda la atención en el discurso mediático, gubernamental, academicista, «intelectual», empresarial y hasta de la «sociedad civil» haciendo parecer a esta esfera como la definición de lo político, lo importante y lo relevante; en suma, centrando la atención de forma alienante en el discurso, la actividad y la ideología dominante, invisibilizando, despreciando, marginando todo el pensamiento, discurso y práctica que esté por fuera u oponiéndose a la esfera de la dominación.
El mayor éxito del poder y las relaciones de dominio es asegurar la obediencia a la dominación no por la vía de la fuerza, sino a través del consenso. El liberalismo político basado en la «democracia representativa» es el vehículo para acudir voluntariamente a la dominación dentro de una especie de corralito que encierra la acción legitima para el cambio social, aislando y condenando todo lo que quede fuera de éste. Pero aún más importante que aceptar la dominación es hacer creer que no existe alternativa alguna y que debemos orbitar dentro de los márgenes permisibles del liberalismo, la institucionalidad «democrática» y el Estado. Es decir, orbitar dentro de los márgenes de actuación acordados y permitidos por las clases dominantes. Por eso en el discurso, inclusive en el de la izquierda institucional, la democracia liberal se presenta como el fruto ineludible de la modernización y el progreso, como el mayor avance político en México, pero lo que es más importante: el UNICO posible. A cada falla evidente del sistema se grita de inmediato por una reforma, por nuevas reglas que desactiven, mediaticen y oculten lo más rápidamente los conflictos. Es importante volver a decir que la democracia liberal en México es un pacto de elites que abre y reordena el poder de manera limitada, lo suficiente como para legitimar al sistema, pero no tanto como para poner en peligro al poder político y económico dominante. Esto es un consenso entre toda la clase política mexicana, incluyendo a la izquierda partidaria. Sin embargo, la división de la elite puede observarse en la diferencia que tienen sobre el rango de plusvalor que puede dársele como concesión a las clases populares. La izquierda partidaria postula que otorgar más concesiones a los de abajo – a través del Estado-, manteniendo de alguna forma la estructura dominante es más conveniente para todos (por el bien de todos, primero los pobres, lema del candidato Andrés Manuel López Obrador durante su campaña), tal y como lo demostraron las concesiones del viejo régimen que mantuvieron la estabilidad durante tanto tiempo. López Obrador, proveniente del viejo régimen priísta, sabe de las artes de la gobernabilidad, la estabilidad y las concesiones a los de abajo. El otro sector de elite- más radicalizado- sostiene dejar en el abandono total a las clases populares, con pequeños programas focalizados contra la pobreza, más acordes al neoliberalismo ortodoxo. En uno u otro caso, las estructuras de dominación se mantienen intactas y sólo un matiz sobre el papel regulador del Estado en su conducción de la dominación es la diferencia entre esas elites. El proceso electoral se basa entonces en elegir entre lo malo y lo menos malo, entre dominadores radicales y moderados, no entre dominación y liberación.
El discurso de la democracia liberal requiere ser difundido a través de la ideología y la propaganda poniéndolos en circulación a través de todos los medios para generalizar su aceptación. La mutación del discurso de las elites encontró sendas capas dispuestas a atender a la ideología dominante y que son un pilar para mantener las relaciones de dominio en México.
II. La estabilidad de en medio. El viejo régimen autoritario generó la estabilidad con las concesiones que otorgaba a las clases populares, incluyéndolas y a la vez subordinándolas. La estabilidad se construía también a través de la alianza con el poder económico «nativo» que creció sin parangón durante la larga hegemonía del régimen. Sin embargo, el crecimiento exitoso permitió que las capas medias de la sociedad también crecieran lentamente y lo que en un primer momento fueron concesiones sociales desde el Estado para asegurar la estabilidad, fueron luego vistas como derechos por respetar, en especial por las clases medias ascendentes que accedieron a la movilidad social, fundamentalmente a través de la educación.
La ola neoliberal ha desordenado la vieja estabilidad porque ha atacado las estructuras estatales y los mecanismos que permitían la movilidad social de las clases medias. Las enormes redes educativas, de servicios de salud, burocráticas, y de ciertas ramas estatales de producción que habían logrado certeza en sus derechos laborales respondieron frente al acoso, privatización y contracción del Estado y sus recursos. Otras capas de las clases medias veían con recelo la centralización del poder y el límite que imponía la hegemonía del viejo régimen que significaba la exclusión de estos sectores. Por último, las consecutivas crisis económicas de las décadas de los 70 y los 80 terminaron por minar algo de la certeza económica con que vivían las clases medias. Lentamente, estos factores fueron erosionando la legitimidad del régimen frente a los ojos clasemedieros y con ello, las nuevas elites en ascenso (la izquierda y derechas institucionales) fueron ganando simpatías.
Por ello, el discurso liberal tuvo enorme aceptación en el vasto y heterogéneo conglomerado social que son las clases medias mexicanas. La libertad de pensamiento, de expresión y la libertad política fueron exigencias de la elite de izquierda en ascenso. Estas demandas eran compartidas por la derecha, sumando a ellas la libertad de mercado, de competencia y del pequeño empresario. El malestar social por la conducción autoritaria del viejo régimen y sus errores económicos fueron capitalizados por estas facciones en ascenso. Así, poco a poco, lo viejo era representado por el régimen burocrático que gobernó 70 años a la nación, y lo nuevo, era el discurso democratizador de las nuevas facciones mucho más ligado a las clases medias, generalmente «ilustradas» sobre sus derechos. Tendencialmente, las clases medias se sintieron identificadas con los dos nuevos grupos de elite que representan, de alguna forma, la modernización y aceptaron las coordenadas del discurso liberal por la posición en la pirámide de la dominación que les otorga cierto nivel de vida relativamente «privilegiado». Los sectores medios, que son los cuadros con algún tipo de capacitación, especialización y educación en el trabajo, reciben concesiones que los articulan alrededor del modelo de dominación esencialmente a través de cuatro elementos: el acceso al consumo suntuario (aunque sea a pequeña escala); el acceso a la información, la educación, el entretenimiento y el esparcimiento; el acceso a la pequeña propiedad -incluyendo la microempresa – y en su caso, el acceso al crédito. Estos elementos les permiten a las clases medias emular a las elites dominantes y su estilo de vida, con ciertas conductas imitativas que intentan replicar la condición de los grupos que están más arriba en la escala social.
A pesar de que enormes segmentos mayoritarios de las clases medias oscilan entre la indeferencia, la despolitización, el consumismo, la indolencia y hasta el esoterismo y la autoayuda, ciertamente las clases medias significan una opinión pública poderosa por su acceso a la información y por su capacidad de incidir en numerosas redes sociales. Es por ello que tienen un poco más de poder que los de abajo, subordinados por completo en las esferas de poder y de reproducción económica y peor aún, excluidos de ellas por completo, arrojados a una situación de indefensión y precariedad insoportable.
Sin embargo, el modelo económico y las fuertes políticas de ajuste afectaron de manera heterogénea a las clases medias. Para unas, significaron mayores oportunidades de éxito económico, y culturalmente, representaron el acceso a los símbolos del status globalizado. Las clases medias ascendentes beneficiadas por el modelo quieren seguir escalando y cualquier amenaza de zozobra para su calidad de vida implica un enemigo a enfrentar, con todas sus capacidades de movilidad social. Esto las hace profundamente conservadoras. Por otro lado, las clases medias pauperizadas o al menos afectadas por el modelo, perciben a las políticas de contracción estatal como una intrusión en su nivel de vida alcanzado. Estas capas desean mantener y preservar los derechos consagrados y cualquier gobierno que afecte aún más lo que han logrado, implica un enemigo a enfrentar con todas sus capacidades de movilidad social. Esto las hace profundamente reactivas.
Las primeras, han sido instrumentalizadas en el reciente proceso electoral a través del discurso de la derecha y su esfuerzo por demonizar a la izquierda institucional acusándola de poder destruir, afectar o al menos amenazar su status y sus logros. Las segundas, fueron movilizadas por el discurso -en ocasiones nostálgico- de la izquierda partidaria que ofreció proteger los erosionados derechos y aún más, reestablecerlos, ofreciendo discursivamente el regreso del Estado de bienestar con las implicaciones simbólicas que este significó para los cuadros medios del sistema: estabilidad, ascenso, movilidad y un horizonte de éxito.
Su carácter tendencialmente conservador o reactivo hace que los parámetros de la democracia liberal sean percibidos como el campo ideal para la defensa de los intereses de estas capas sociales: primero para los que no desean mayores cambios, defendiendo su posición a través del apoyo al status quo y al sistema en general; para los otros, que perciben como necesarias transformaciones suficientemente grandes para lograr mejores condiciones de justicia, pero suficientemente pequeñas para no poner aún más en riesgo su posición social. Ciertamente existe, por otro lado, una franja minoritaria de clases medias radicalizadas hacia la izquierda, organizadas en una pléyade de organismos civiles, no gubernamentales y colectivos, pero su enorme fragmentación ha impedido que sean un actor político permanente y de ellas hablaremos más tarde.
Las consecutivas reformas en la esfera política y administrativa del Estado son concesiones permisibles para la dominación y son percibidas como un avance hacia la «consolidación democrática», como ese lento e hipotético avance hacia una sociedad justa. Estas reformas son suficientes para las clases medias que perciben como EL problema a lo concerniente a la esfera del poder político y por su condición en la pirámide social, omiten, relegan, excluyen, olvidan o consideran secundarias las relaciones económicas estructurales de dominio o incluso las justifican y las racionalizan como el único campo de lo posible. Las reformas políticas para las clases medias son suficientes y por eso el liberalismo político aparece como una ideología ad hoc y la democracia liberal como el vehículo perfectible para el cambio, porque para muchos de estas capas sociales el sistema sólo necesita un ajuste, a veces más hondo, a veces sólo de la orientación de políticas públicas, permitiendo la participación -aunque sea marginal- en el poder estatal y sus decisiones. Las clases medias son las más afectadas por la individualización en los esquemas de reproducción del trabajo y de la apropiación del territorio en la modernidad globalizada. Los desarrollos urbanos clasemedieros tienden a segmentar e individualizar las identidades, desgarrando cualquier posibilidad colectivista, comunitaria o incluso barrial. Por el otro lado, el nivel de remuneración les permite a las clases medias sobrevivir «por si mismas» sin necesidad de las redes de cooperación, defensa y sobrevivencia que utilizan los de abajo. Estas condiciones estructurales permiten la fácil fragmentación de las clases medias y que el discurso liberal proyectado hacia el individuo como unidad política preferente tenga eco exitoso en estas capas sociales, con una enorme seducción del individualismo y el consumismo.
Por otro lado, a pesar de la contracción del Estado en la mayoría de sus funciones sociales y reguladoras, así como de la ola privatizadora de la década de los 80 y 90, podemos afirmar que la red estatal de gobierno, burocracia y servicios estatales en México, sigue siendo inmensa. De ella dependen sendas capas de las clases medias que aún ven en el Estado su forma de subsistencia. Es, a pesar de la debacle estatal, un Estado relativamente «fuerte» de cuyos recursos dependen enormes capas poblacionales tanto de las clases medias como de clases bajas.
Las clases medias, generalmente ilustradas y con acceso a numerosos bienes informativos tienen una influencia determinante proveniente de los medios de comunicación y la academia. Esta mediatización generalizada, se logra esencialmente a través de los medios de comunicación masivos: locutores, conductores, analistas, columnistas, articulistas, intelectuales y académicos replican, reproducen y difunden la ideología liberal y sus parámetros como límites sociales de lo legítimo y de lo correcto. La gobernabilidad ordenada como imaginario ideal de la paz social se difunde y se replica. El estado de derecho y las instituciones como marco para resolver la conflictividad social se vuelve el único imaginable. La representación política a través de los partidos y los márgenes de participación permisibles por ellos se vuelve el único campo legítimo, la única definición política, es más, la única existente. Se va formando así un consenso sobre la ideología del orden establecido. Se condena cualquier radicalidad y cualquier pensamiento fuera de los límites impuestos por la ideología dominante. Se condena cualquier «exceso» que rompa con la «normalidad democrática», considerándolas formas de oposición ilegítimas, irresponsables e incluso inmorales. Las clases medias conservadoras sienten repulsión e incomprensión con las resistencias que desde abajo gritan, se mueven y piensan por fuera de esta aparente normalidad institucional. Las clases medias reactivas, coincidentes con la izquierda, pueden simpatizar con los de abajo, pero condenan las luchas, las estrategias y las tácticas llevadas al límite porque sienten que existen otros caminos para la solución de los conflictos. Se constituye entonces una energía enorme por conservar a las luchas y los conflictos en el centro de la estabilidad sistémica, ahí donde pueden expresarse y decir lo que quieran, siempre y cuando actúen sistémicamente, orbitando alrededor de la dominación. Es la ideología del centro liberal que como nueva ideología «única» se convierte en el pensamiento dominante.
Las clases medias son vitales para alcanzar el consenso mayoritario sobre los márgenes de lo legítimo del sistema ya que «el énfasis se desplaza hacia la construcción de un nuevo consenso, no un consenso que cubrirá a todos, sino un consenso entre la mayoría moral responsable. La competencia política se centra cada vez más en la pretensión de hablar en nombre de esa mayoría» . Así, la batalla por la opinión pública se vuelve centralísima, porque las reglas de la democracia representativa le otorgan una preferencia a este tipo de mayorías: a una democracia teóricamente armoniosa donde no existe antagonismo sino pluralidad, y donde los cambios se logran no a través de la lucha, sino mediante el rechazo de ella, a través de el acuerdo en donde todos los problemas se resuelven por medio de la buena comunicación.
Los medios de comunicación por ello y especialmente en el más reciente proceso electoral, se volvieron la verdadera arena de la disputa. Se gobierna y se logra el consenso mayoritario liberal con, por y a través de los medios masivos. La izquierda institucional reconoce estos parámetros y sabe que es en ellos y dentro de ellos donde está la disputa de la elite y a ella se ha sumado, fortaleciendo el coro liberal por mayorías gradualistas, responsables e institucionales. Por eso, mientras por un lado la izquierda partidaria se autoflagela como el mártir crucificado por los medios y por la derecha, por otra parte sabe que hoy lo político se decide desde los medios y por eso fue que destinó millonarios recursos en los medios masivos de comunicación (por encima de la derecha panista) en el pasado proceso electoral (383 millones de pesos) . Concientes de ganar a las mayorías de centro, el candidato de la izquierda partidaria gobernó la Ciudad de México desde los medios y su conferencia de prensa matutina diaria, que le permitió saltar hacia esa dichosa opinión pública durante más de 5 años de presencia mediática. López Obrador organizó un electorado mayoritario de centro (responsable, moderado, gradualista) que vio con muy malos ojos su posterior radicalización verbal y en especial, su acción movilizadora en las calles. El discurso del jefe de gobierno y después candidato se sumó a las voces dentro de los márgenes del discurso dominante donde el presidente habla de gobernabilidad, el Congreso de diálogo y construcción de acuerdos, el Instituto Federal Electoral de democracia e institucionalidad; los jueces y jefes policiacos de estado de derecho; los partidos de competencia electoral; los gobernadores de progreso; los medios de comunicación de aplicación de la ley; los intelectuales de reformas y las organizaciones no gubernamentales de participación ciudadana e incidencia. El consenso por donde se mueve lo político es claro: la autorreferencialidad del poder y SU democracia consolidada, esa democracia de pocos, con pocos y para pocos cuyo discurso potencialmente elimina al mundo de los de abajo. No los vean, nos los oigan, no existen, parece decir el discurso de la elite y cuando los de abajo logran destruir la ficción de la esfera única de los de arriba, colándose con su lucha y su radicalidad en el mundo y medios de arriba, enseguida, toda la energía del sistema dominante se centra en aislarlos, marginarlos, regresarlos al mundo de la invisibilidad mediática y fuera de los ojos de las mayorías responsables y gradualistas.
La adhesión activa o pasiva de la mayoría de las clases medias al consenso sistémico es uno de los soportes de las estructuras de dominación en México, a ese sistema de pensamiento, a esa relación de poder que combina cohersión y consenso, una relación que tanto los gobernantes como la mayoría de los gobernados aceptan como legítima a través del derecho, los medios, la academia y la inercia de un Estado relativamente estable durante todo el siglo XX.
III. el lento ocaso de la democracia liberal.
Sin embargo, la ficción de la democracia liberal se desmorona, aunque sea lentamente, del imaginario colectivo. Las contradicciones entre discurso y realidad se vuelven evidentes. La democracia liberal ha quedado atrapada entre dos fuerzas contradictorias que la comprimen. La primera de ellas es el pacto de elites para la transición democrática. Este pacto- del cual hemos hablado- permitió la reforma y redistribución del poder entre las elites pero no significó una reforma estructural del Estado, insuficiente incluso dentro de los parámetros del liberalismo político. Así, muchas de las estructuras del Estado -a pesar de las reformas neoliberales- no han sufrido modificaciones sustantivas. Los sistemas de justicia, de seguridad, policiales, de participación política, son en buena medida las estructuras del viejo régimen. La vieja institucionalidad persiste además en la consecutiva exclusión de las demandas sociales y de vehículos para ser adaptadas al sistema. El pacto de elite reordenó el poder y la disputa arriba, pero dejó prácticamente intactas las estructuras de funcionamiento del sistema. Esto es sumamente disfuncional. La percepción generalizada – como en muchas otros «advenimientos» de la democracia» – es que poco o nada ha cambiado, por lo que esta democracia se considera un tanto inútil. El consenso de los límites del centro liberal ha hecho que todos los partidos políticos sean percibidos como idénticos, o como pequeños matices de una matriz insuficiente y deficiente para el cambio social sólo diferenciadas mediáticamente como mercancías y productos electorales en el mercado de las ofertas partidarias. Todos los mecanismos institucionales han fracasado para canalizar las necesidades sociales. Los diálogos de los Gobiernos Federales con los tres movimientos-rebeliones sociales más importantes en la última década fueron traicionados. Los diálogos de San Andrés, y el diálogo en el Congreso del EZLN, los diálogos de la rectoría en el movimiento universitario 99-2000 y el diálogo entre la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca y la Secretaría de Gobernación fracasaron estrepitosamente. Incluso el efímero movimiento campesino «El Campo no aguanta más», que logró un acuerdo con el gobierno foxista, fue sorteado por el régimen. En cada uno de ellos la fuerza de la rebelión-movimiento obligó al poder a la negociación, pero en cada uno, el diálogo fue roto, sorteado, o los acuerdos incumplidos para luego iniciar la solución represiva. Debido a ello, sendas capas de los movimientos de abajo ven con recelo y desconfianza cualquier pacto arriba. Hay aquí una primera grieta en el pensamiento dominante.
Es también el caso en el poder Judicial. La corte permitió la extradición a todas luces ilegal de los vascos presos en México; fueron los tribunales quienes avalaron las enormes inconsistencias del proceso electoral reciente; fue la corte quien desechó las controversias constitucionales contra la reforma indígena espuria que fue rechazada por los pueblos indios y el EZLN; fue la corte quien concedió la razón a favor de la propiedad privada y en contra de la propiedad social en el caso de la Cooperativa de refrescos Pascual Boing. Han sido los sistemas judiciales los que permiten que centenares de presos políticos continúen en la cárcel (como en Atenco o Oaxaca), claramente amafiados con el poder político y sus intereses. Han sido los tribunales los que permiten la impunidad de gobernadores aliados a la pederastía, al narcotráfico y a la represión con enormes violaciones a los derechos humanos. Son las cortes quienes han decidido poner todos los obstáculos para el castigo para los llamados «crímenes del pasado», es decir, la tortura, las desapariciones y los asesinatos cometidos en el viejo régimen. El sistema jurídico en México – ineficaz, corrupto, decadente- se está cerrando como vía de defensa y por tanto los canales para orientar la ira, el descontento y la injusticia empiezan a desbordarse, encontrando cerradas las vías legales del derecho. La «democracia» mexicana y la «pluralidad» del Congreso permitieron en los últimos seis años la aprobación de la Ley de Biodiversidad que permite la invasión transgénica en nuestro país; la llamada Ley Monsanto incluyó la votación aprobatoria de la izquierda partidaria. El Congreso en su conjunto aprobó una simulación de ley de derechos y cultura indígenas, -básicamente una escenografía- que no reconoce de forma verdadera a lo plasmado en los Acuerdos de San Andrés, echando por la borda las demandas del movimiento indígena y los acuerdos con el EZLN (de igual forma, la izquierda partidaria votó a favor de esa ley espuria). Se aprobó también la llamada Ley Televisa que favorece la monopolización de los medios de comunicación, y castiga y restringe a radios comunitarias, y frecuencias alternativas. Una vez más la izquierda partidaria votó a favor de dicha ley en la cámara baja para luego pedir disculpas públicas y votar en contra en la cámara alta. La ley fue aprobada de todas formas. Se aprobaron además las reformas al sistema de pensiones con las modificaciones al Seguro Social, sumándose a la línea neoliberal sobre el tema de jubilaciones y pensiones de un sector importante de trabajadores; se aprobó la Ley de Seguridad Nacional, funcional a los intereses estadounidenses en su control territorial de América del Norte. Las principales batallas legislativas se han perdido y mientras ong´s, partidos e intelectuales hablan de cabildeo e incidencia en las reformas a través de la participación ciudadana, a la Cámara de representantes llegan los cabilderos de las empresas para asegurar la reproducción económica del sistema, generando algunos escándalos por los sobornos contra las leyes impositivas al tabaco y al alcohol. Esto no ha pasado desapercibido por una parte de los movimientos y aunque en menor medida, por una parte de la opinión pública que desaprueba la forma de desempeño de esta representación. El congreso tiene las más bajas calificaciones en la opinión pública. Una a una, se han perdido la mayoría de las batallas legislativas. La clase política está asfixiando sus propios vehículos para la canalización de las demandas sociales. Los gobiernos estatales, involucrados en escándalos de corrupción, narcotráfico, desvío de recursos y corrupción siguen funcionando en la descomposición de las estructuras de gobierno, en un proceso de corrupción de arriba hacia abajo. La descomposición y crisis al interior de todos los partidos políticos y sus facciones en disputa es clara, pública y muy profunda. La disputa de arriba, contradice el discurso dominante hasta el ridículo.
Pero la otra fuerza indiscutible que comprime a esta democracia es la realidad cotidiana devastadora: la migración, el narcotráfico, la delincuencia y la inseguridad sí han hecho mella en la percepción sobre el sistema político en vastos sectores sociales, especialmente por el papel de los medios de comunicación. La sensación de desamparo, descontrol y desbordamiento es creciente. Por otro lado, la precariedad, el desempleo, la superexplotación y la devastación ambiental que es sufrida por ciertas capas sociales hacer ver como una caricatura a la democracia liberal. El reciente resultado del proceso electoral puso en cuestión -al menos en una franja social- a las instituciones de la democracia representativa y electoral, últimas instancias que recibían la confianza de la población en general.
El desencantamiento y desilusión por la democracia mexicana es progresiva, aunque los lazos de la dominación sean aún fuertes y no hayan colapsado.
Postulamos que la disputa de arriba se ha intensificado, conviviendo distintas matrices de dominación en batalla por una nueva hegemonía que no permitirá grandes reformas al sistema político -incluso dentro de los parámetros permisibles de la democracia liberal- además de que el pacto de elites que había permitido recibir oxígeno al sistema en los últimos 10 años, se ha erosionado y empieza a debilitarse. Las facciones en disputa sobrepasarán y rebasarán sus propias reglas cada vez más en la búsqueda de consolidarse en el poder. Cabe preguntarse si esta disputa habrá de pulverizar a las clases políticas dominantes en innumerables islotes o seguirá la articulación polarizada en polos que hasta ahora hemos visto. En cualquier caso, la democracia liberal y sus márgenes son el campo esencial de batalla de los de arriba y ésta es sumamente funcional al modelo económico. No habrá consolidación ni reformas sustantivas de la democracia mientras las facciones en disputa no entren en acuerdo. De ser esto así, los frágiles límites de la democracia existente serán desbordados o tendrán que ser controlados por la vía de la fuerza. Estas «imperfecciones» del sistema suelen ser explicadas por los defensores de la democracia liberal como fallas originadas por la juventud de la democracia mexicana. Suele explicarse también como una transición democrática inacabada. Incluso, una cierta explicación racista sale a flote con el argumento de que es la cultura mexicana, el pasado prehispánico o la inercia del viejo régimen lo que nos impide «consolidar «nuestra naciente democracia.
El discurso dominante pide la calma, para lograr en ese lento proceso gradual, la consolidación democrática con nuevas reformas al poder político. Se buscan las explicaciones de los desajustes en la democracia en una mala o desviada aplicación de la modernización democrática. El discurso e ideología liberal sigue hablando de los modelos de democracia basada en la representación como el UNICO camino a seguir. Y la izquierda partidaria y sus seguidores hablan de los enormes avances políticos en México y de buscar nuevas pasos en esa construcción hipotética del perfeccionamiento democrático. No se sabe a qué democracia se refieren ni a qué modelo persiguen. ¿a la democracia argentina? Aquella que permitió el saqueo menemista, el colapso de la economía, el fraude descomunal o el asesinato de dos piqueteros en plena calle en la periferia de Buenos Aires. ¿a la democracia chilena? Aquella que mantiene por fuera de la representación en el congreso al partido comunista chileno con las viejas reglas de la dictadura o persigue como terroristas al digno pueblo indígena mapuche con centenares de presos políticos, o aprueba el ALCA, eso si, desde una presidencia de «izquierda». ¿la colombiana? Aquella que permite el terrorismo de estado, la paramilitarización como política de gobierno y la represión como forma de vida cotidiana, así como miles de muertos de los movimientos sociales asociados a la izquierda. ¿la brasileña? Aquella que permite que se gobierne desde la izquierda para contener la reforma agraria a pesar del enorme movimiento que la exige y se mantienen las políticas del FMI y del Banco Mundial, eso sí, desde una presidencia de «izquierda». ¿la ecuatoriana? Aquella democracia que puede ser traicionada a pesar de las rebeliones y del enorme movimiento indígena como cuando Lucio Gutiérrez viró al neoliberalismo traicionando a quien había jurado representar?. ¿las democracias centroamericanas? Aquellas que han permitido el incumplimiento de los acuerdos de paz y el mantenimiento de la violencia cotidiana. ¿de qué democracias nos habla el discurso dominante en México? Por supuesto la respuesta para todo ello de columnistas, articulistas, académicos e intelectuales o miembros destacados de «la sociedad civil» mexicanos es la supuesta matriz cultural populista en el continente, que no permite avanzar hacia las racionales, moderadas, graduales y consolidadas democracias occidentales. O la corrupción «inherente» a la cultura latinoamericana o el autoritarismo, fruto de una «cultura vertical latina».
Pero el discurso e ideología dominantes ocultan lo necesario sobre aquellas democracias avanzadas. Oculta el terrorismo de estado y las violaciones a los derechos humanos en el conflicto vasco de la «democracia española». Olvida la muerte de un joven de 20 años llamado Carlo Giulianni en mitad de las calles de Génova en Italia; olvida que en 1994 se procesó a dos tercios del parlamento italiano por corrupción pero la institución siguió incólume ; oculta los violentos desalojos de los centros sociales, la fuerte represión policiaca y las aprensiones a anarquistas; relega las mentiras para acudir a la guerra, todo ello permitido por la democracia «a la italiana». No importan los dos jóvenes franceses muertos al huir de las policías en la periferia parisina, las declaraciones clasistas y racistas del gobierno francés que provocaron la ira y la revuelta de miles de jóvenes y el torcimiento de la ley para imponer la represión, la mano dura y el mensaje de orden a toda costa contra esa rebelión que ellos mismos desataron; la democracia francesa avanzada que permite propuestas como la ley de primer empleo, una vuelta a las condiciones de trabajo del siglo XIX para los jóvenes trabajadores. El correlato sobre las democracias consolidadas invisibiliza la represión al movimiento minero en los años 80 en Gran Bretaña, una suerte de paradigma del reordenamiento de la relación capital-trabajo en el mundo con enormes dosis represivas, o la manipulación de la ley para buscar culpables y terroristas en el conflicto irlandés, o la manipulación de la ley para dejar libre a Pinochet por razones humanitarias o las mentiras para ir a la guerra contra Irak. Siempre quedará Estados Unidos y su perfecta democracia occidental, ejemplo de la modernidad capitalista como mejor demostración de lo posible en las democracias representativas. La democracia que permitió el fraude de Enron, o el estado de sitio en plenas calles de Seattle en las protestas contra la Organización Mundial de Comercio. La democracia que permite modificaciones constitucionales que legalizan el espionaje a sus propios ciudadanos o la tortura como método legítimo contra el «terrorismo». La democracia consolidada del fraude de Florida y la representatividad del presidente de Estados Unidos que obtuvo menos votos que su más cercano contrincante. La democracia representativa que permite que la guerra continúe a pesar de que el 70% de sus representados no desea que continúe.
Toda la estructura y armazón de legitimidad en la democracia liberal en México está basada en la representación. Hasta ahora, dicha legitimidad había sido sostenida por el correlato del avance gradual en las representaciones políticas supuestamente plurales. El reciente proceso electoral demostró la fragilidad de dicha legitimidad. La falta de representación «legítima», e incluso la sospecha sobre ella, hace desmoronar el enorme castillo de naipes que es la democracia liberal. El aparato de dominación, desnudo de sus vestimentas democráticas, fue visible -aunque fuera efímeramente- como lo que es: una compleja estructura de relaciones dominantes de poder y dinero y de numerosos mecanismos de subordinación, cooptación, control, alienación, propaganda, represión y violencia que aseguran la dominación de las elites y de sus facciones político-económicas.
La división teórica entre democracia representativa y participativa sólo favorece funcionalmente a la dominación. Su legitimidad se basa en dicha división. Como si el gobierno del pueblo pudiera cumplirse con la representación, como primer paso hacia una hipotética y futura democracia participativa. Si la democracia no es del(os) pueblo(s), entonces no es democracia y cualquier teoría o discurso emancipatorio tendría que cuestionar a la representatividad como el vehículo posible y supuestamente suficiente y pertinente para la construcción de la democracia. Pero además, cualquier política y práctica emancipatoria o liberadora (y por tanto ligada un horizonte de izquierda) debería al menos cuestionar al capitalismo como forma sistémica, al Estado como forma organizativa del poder y como monopolio de la decisión así como al Estado en su forma liberal como máximo posible para la organización democrática, basada SOLO en la representación, cuando esta no es sinónimo, ni de lejos, de la democracia. ¿Estamos diciendo que la lucha por la democracia en México fue y es una pérdida de tiempo, una desorientación estratégica de la izquierda? ¿Qué los cientos de muertos por representaciones efectivas murieron equivocados? ¿ que las mayores libertades de expresión que se viven en México son sólo un espejismo? Nada de eso. Lo que estamos postulando es que el discurso e ideología liberales mediatizaron, capitalizaron e instrumentalizaron la lucha por la democracia, y hoy esa democracia es funcionalmente simbiótica a la dominación, siendo hoy una parte indispensable de su esencia. Y cada vez más ese discurso es y será contradictorio con las enormes fuerzas centrífugas del capitalismo y sus efectos desintegradores así como de las fuerzas de las elites y facciones en disputa por una nueva hegemonía. Para desarticular la dominación en México es indispensable deshacerse y desaprender las prenociones, mitos y dogmas de su ideología y de su discurso y por tanto, no poner nuestra energía y nuestro esfuerzo en una estrategia absurda de perfeccionamiento gradualista de la democracia existente. Desprenderse de los caminos que impone la dominación para el cambio será una fractura en la estructura de la dominación en México.
Ese correlato tiene su peor fractura no en otra teoría, ni en otro discurso, ni en otra ideología. Su peor fractura es la rebeldía de los movimientos antisistémicos en México que se niegan a sujetarse a los estrechos márgenes del liberalismo y de su democracia de pocos, con pocos y para pocos. La mayor fisura en el pensamiento dominante es una práctica o mejor dicho muchas prácticas de resistencia, dignidad y rebeldía que lentamente se tejen a lo largo y ancho de todo el país. Son las resistencias de abajo y a la izquierda, las que abren una fisura en el muro de consenso, dominación, estabilidad y cohersión en la escenografía del teatro democrático. Ensanchar esa(s) fisura(s) es nuestra tarea más urgente y es donde muchos hemos decidido encausar toda nuestra energía. Es abajo y a la izquierda – por fuera y en contra de los parámetros de la dominación- donde se encuentran las alternativas, donde existe la posibilidad emancipatoria y donde podemos aspirar y luchar por la construcción de una democracia verdadera en un horizonte por fuera y más allá del capitalismo y del sistema político que lo sostiene.
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