En la Atenas clásica, el ἰδιώτης /idiṓtēs/ (idiota en griego ático) no era un insulto, sino una categoría política. Quienes no participaban o se desentendían de los temas públicos, no por ignorantes sino por indiferentes, eran los “idiotas”, ensimismados en lo privado.
Hoy, esa figura reaparece como doctrina de gobierno. Las políticas que destruyen lo público, el vaciamiento del Hospital Garrahan, el desmantelamiento del INTA y el INTI, la agresión presidencial a un niño con discapacidad, la estafa de $Libra, son expresiones de una ideología que convierte el desinterés por lo común en una aciaga virtud (valga el oxímoron).
La idiotez es ideología cuando el Estado se desentiende del cuidado (en sentido amplio), cuando la crueldad se naturaliza como pedagogía (como cuando se obligaba a lxs niñxs a arrodillarse sobre porotos o se les pegaba con la regla en la mano izquierda para que escribieran con la derecha, acciones que formaron parte de las prácticas escolares hasta casi la primera mitad del siglo XX) y la impunidad y la mentira se convierten en una estrategia didáctica (“el que evade es un héroe” -afirmó el señor presidente- o “el gendarme tiró como tenía que tirar” -aseguraba la ministra Patricia Bullrich-); en ese modelo, la ética pública se desvanece en el aire.
El Garrahan como emblema del ajuste y la resistencia ética
El Hospital Garrahan no es solo una institución pediátrica de alta complejidad, es un símbolo de lo que aún persiste como bien común en medio del despojo en el que se pretende convertir a la salud pública. Mientras sus trabajadores -médicos, enfermeras, técnicos, residentes, administrativos- marchan para reclamar lo que es justo y que también la población acompaña, el Estado despliega fuerzas de seguridad con escudos, camiones hidrantes y armas lanza gases. La escena no es excepcional, es la forma en que se responde a quienes sostienen la salud pública con salarios pulverizados, condiciones precarias y una infraestructura en deterioro. El ajuste no se discute, se impone. Y cuando se lo denuncia, se lo reprime.
El Garrahan atiende más de 600 mil consultas al año, muchas de ellas de alta complejidad, y concentra el 40% de los tratamientos oncológicos pediátricos del país. Sin embargo, el gobierno lo convierte en blanco presupuestario, lo desfinancia, lo precariza y lo somete a una lógica de eficiencia que no reconoce ni la urgencia ni la dignidad. La renuncia de más de 220 profesionales en los últimos meses es una señal de alarma que estas políticas gubernamentales celebran como logros para la reducción ἰδιώτης del déficit fiscal.
La marcha del Garrahan no es solo gremial, es ética. Porque defender el hospital es defender el derecho a cuidar, a ser cuidado, a que la infancia no sea tratada como gasto. Y cuando el Estado responde con escudos en lugar de políticas presupuestarias acordes a las demandas, lo que se revela es la pedagogía de la crueldad que convierte la salud en campo de disputa; como sucede con la educación y el conocimiento científico; la novedad es que no es una “disputa” por los enfoques de carácter epistemológico sobre la salud, la educación y el conocimiento, sino por su propia existencia pública (la tragedia de los 90 del siglo XX se repite como farsa en el primer cuarto de siglo del XXI).
Vetar, excluir, degradar: una arquitectura del abandono
La escena que involucra a Ian Moche, niñe autista de 12 años y activista por los derechos de las personas neurodivergentes, condensa de forma brutal la política de desposesión que se ejerce sobre las personas con discapacidad.
El ataque público desde la cuenta presidencial en la red X que acusó a Ian de ser manipulado por figuras de la oposición, fue una operación discursiva ejercida desde la investidura estatal. El fiscal federal Oscar Gutiérrez Eguía dictaminó que esa cuenta representa al Poder Ejecutivo, y por lo tanto, sus mensajes son actos institucionales. No hubo retractación ni retiro del contenido. ¡La pedagogía de la crueldad a pleno!
El señor presidente refugiado en su Estado ἰδιώτης agrediendo a un niño en nombre de una ideología que desprecia la diferencia, el cuidado y el derecho a existir públicamente.
El veto anunciado a la Ley de Emergencia en Discapacidad, aprobada por unanimidad en el Senado, no es una decisión técnica, es una declaración política: “Voy a vetar todo lo que rompa el equilibrio fiscal”, había dicho el señor presidente en su discurso del 10 de julio en la Bolsa de Comercio.
El gobierno también anunció el veto al aumento de las jubilaciones mínimas y moratorias previsionales, consolidando una doctrina que convierte el presupuesto en excusa para desmantelar lo público.
En paralelo, el vaciamiento del CONICET se profundiza: despidos, congelamiento de ingresos, reducción de becas, provincialización de institutos y una pérdida salarial que empuja al exilio académico. La ciencia, como la educación y la salud, es tratada como gasto por el gobierno y como futuro negocio privado, no como derecho.
Lo que se configura es una ética del descarte, en la que el Estado ἰδιώτης deja de cuidar para empezar a violentar. Y cuando la diferencia, la vejez, el saber y la infancia son atacados desde el poder, lo que se vulnera es el principio de humanidad que debería sostener toda política pública. En ese marco, la lucha epistemológica no es una consigna, es una necesidad. Porque lo que está en juego es el derecho a existir en el espacio público sin ser agredido, excluido, omitido o desfinanciado.
Economía del engaño, ética del vacío
La promoción oficial de $Libra por parte del señor presidente, Javier Milei, a través de su cuenta institucional en X, no fue una acción ingenua ni improvisada. Fue un acto performativo desde el núcleo del poder. La criptomoneda, carente de respaldo y diseñada para captar inversores mediante la narrativa libertaria, terminó generando pérdidas millonarias para miles de personas. La investidura presidencial se convirtió en garantía simbólica de lo que, en términos financieros, era una estafa. Ningún organismo estatal reguló, advirtió o desmintió la maniobra, el silencio fue cómplice, y la palabra presidencial, letal.
Pero el caso $Libra no se entiende cabalmente sin otro precedente institucional: la agresión contra Ian Moche. La misma cuenta de X, verificada con tilde gris y reconocida por la Justicia como canal oficial del Poder Ejecutivo, fue utilizada para hostigar públicamente al niñe autista de 12 años, activista por los derechos de las personas neurodivergentes. El fiscal federal Oscar Gutiérrez Eguía – como decíamos mas arriba y cabe recalcar – dictaminó que todo contenido emitido desde esa cuenta debe considerarse ejercicio de la función presidencial. No hubo retractación ni retiro del posteo. La pedagogía de la crueldad del mayor instituto del Estado ἰδιώτης en toda su dimensión agrediendo a un niño y promocionando una estafa desde la misma plataforma institucional.
La impunidad no reside en la ausencia de ley, sino en su suspensión voluntaria por parte de quien debería encarnarla ¡extraña y funesta paradoja!
Lo que se despliega aquí es el vacío de la ética presidencial, en el que la legitimidad del cargo se utiliza para habilitar el engaño y la violencia discursiva, degradando la confianza pública y el valor de lo común. $Libra no fue solo un fraude financiero, fue una muestra de cómo el poder puede convertirse en activo tóxico cuando se desentiende de toda responsabilidad institucional y se encierra en su propia ἰδιώτης.
Contra la idiotez, la lucha epistemológica
En la raíz griega del término ἰδιώτης (idiṓtēs) no hay insulto, hay advertencia. El idiota es aquel que se repliega en lo privado, que renuncia a la vida pública, que se desentiende de la polis. No es ignorancia, es elección. Y en esa elección, lo común se vuelve prescindible, lo público se degrada, y el cuidado se convierte en gasto. Hoy, esa figura no solo reaparece: se institucionaliza. Se convierte en doctrina de gobierno, en arquitectura del abandono, en pedagogía de la crueldad.
Frente a esa racionalidad, la lucha no es solo política, es epistemológica. Porque lo que está en disputa no es únicamente qué se dice, sino qué se puede conocer, qué se puede nombrar, qué se puede cuidar. La epistemología no es una abstracción académica: es el campo donde se define qué vidas merecen ser pensadas, qué saberes son reconocidos, qué experiencias son legitimadas. Y cuando el Estado veta, excluye y degrada, también desactiva el derecho a conocer.
La lucha epistemológica es, entonces, una forma de resistencia. Es el gesto de quienes nos negamos a aceptar que la crueldad sea eficiencia, que el silencio sea neutralidad, que el daño sea un acto de gobierno. Es el trabajo de quienes escriben, enseñan, investigan, cuidan, marchan. Es el derecho a disputar el sentido, a nombrar el abandono, a construir saberes que no se plieguen al mandato de la idiotez.
Porque si el idiṓtēs es quien se desentiende de lo común, la lucha epistemológica es el acto de reconstituir lo colectivo. De pensar con otros, cuidar con otros, saber con otros. Es el gesto de quienes nos rehusamos a la soledad política que impone el neoliberalismo, y en cambio afirman el vínculo, el trabajo compartido, la comunidad y lo comunitario como forma de resistencia. En ese gesto, lo público deja de ser una categoría administrativa y vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser, una forma común de vida, tejida en plural, sostenida en el cuidado, y abierta a la disputa por el sentido.
Porque, claro, otros sentidos son necesarios para otros mundos posibles donde la idiotez sea la única categoría excluida.
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