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La insoportable levedad de la consulta popular

Fuentes: Cambio de Michoacán

La controversial resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación acerca de la consulta popular para juzgar a los ex presidentes por delitos hasta ahora no precisados ha dado y seguirá dando lugar a comentarios públicos y académicos por mucho tiempo.

Aún no se percibe, realmente, hasta dónde serán sus alcances, más allá de la jornada plebiscitaria del primer domingo de agosto del próximo año (no en junio, emparejada con las elecciones federales y de muchas de las entidades del país), ni qué tipo de precedente se ha sentado en términos jurídicos y en la situación política del máximo tribunal del país.

De no tratarse de la institución judicial decisiva y definitiva del país, podría pensarse que se trata de una sentencia sin gran sustento jurídico, similar a las que muchas veces los jueces comunes emiten retorciendo o interpretando arbitraria o caprichosamente la ley. Podría sugerir también una gracejada en la que los ministros se burlan de las diversas posturas que previamente existían ante el espinoso tema. O una salida ambiguamente salomónica en la que se quiso dar gusto a las partes en debate. Quizá haya sido un poco de todo esto.

Como se sabe, en la sesión del 1 de octubre, hubo dos debates y dos resoluciones, en más de un sentido contrapuestas entre sí. En la primera parte, los ministros resolvieron por una apretada mayoría de seis contra cinco que es constitucional la pregunta que el presidente López Obrador planteó para la realización de una consulta popular: “¿Está de acuerdo o no con que las autoridades competentes, con apego a las leyes y procedimientos aplicables, investiguen y en su caso sancionen la presunta comisión de delitos de los ex presidentes Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña antes, durante y después de sus respectivas gestiones?

En la segunda parte del debate, los miembros de la Corte virtualmente anularon su propia determinación previa, al decidir, con una votación ahora más amplia de ocho a tres, modificar radicalmente el texto de la pregunta planteada por el presidente para que quedara de la siguiente manera: “¿Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes, con apego al marco constitucional y legal para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos, encaminado a garantizar la justicia y los derechos de las probables víctimas?”

Ya diversos comentaristas, tanto jurídicos como periodísticos, han glosado la ambigüedad de esta formulación que, en la práctica, pasó a anular la primera resolución de declarar apegada al texto constitucional la pregunta presentada por el presidente. Términos como “acciones pertinentes”, “esclarecimiento de las decisiones políticas”, “años pasados”, “actores políticos”, y “garantizar la justicia y los derechos de las probables víctimas” son de tal amplitud que en ellos puede caber casi cualquier situación y cualquier acción de cualquier actor político en cualquier momento de la historia. Ninguna mención a los ex presidentes, que originalmente eran el objeto de la consulta, ni la palabra “juicio” o “enjuiciar”. ¿A qué ciudadano creyente en las iniciativas presidenciales y en la posibilidad de una justicia efectiva puede haber dejado satisfecho esta nueva parrafada de la Corte? ¿Satisfizo, por otro lado, a quienes desde el inicio consideraban que la materia misma de la consulta resultaba innecesaria, superflua y redundante por estar ya prevista en las leyes la obligación de perseguir las acciones delictivas y sancionarlas en su caso cuando las autoridades tienen conocimiento de ellas?

Los ministros deshicieron con la mano izquierda lo que previamente habían hecho con la derecha, al declarar como constitucional lo que luego negaron modificándolo sustancialmente, aun sin tener facultades constitucionales ni legales para ello. Pero con ello dieron satisfacción al aspecto central de la propuesta de López Obrador: declarar constitucional un proceso plebiscitario en el que están —sólo implícitamente— involucrados los aborrecidos ex gobernantes, y legitimar la participación de los ciudadanos en su exposición pública y juicio popular, aunque éste sin valor jurídico.

No está de más recordar que el origen de este sainete está en el presidente López Obrador quien, también sin fundamento legal alguno, afianzó en una parte de la sociedad la peregrina tesis de que los ex presidentes no pueden ser juzgados por sus actos y delitos y que se requiere para ello un plebiscito. Conforme a los procedimientos establecidos en el artículo 35 constitucional, miles de ciudadanos se lanzaron a las calles a recabar firmas para presentarlas ante el INE y la Corte demandando la consulta pública para el juicio a los ex presidentes. Ante la posibilidad de que la Corte no aceptara o no recibiera a tiempo las suscripciones ciudadanas, el presidente resolvió presentar ante el máximo tribunal su propuesta de pregunta, distinta en la forma, pero coincidente en el contenido con la que en las plazas públicas y domicilios particulares obtuvo un buen nivel de respaldo.

La gran paradoja política radica en que el propio López Obrador, siendo quien puede tener más elementos de información y de prueba para presentar denuncias ante la Fiscalía General de la República contra sus antecesores, y quien ha llevado al país a este tortuoso proceso para supuestamente enjuiciar a Salinas, Zedillo, Fox, Calderón y Peña, ha declarado reiteradamente que él en lo personal no está de acuerdo con llevarlos ante la justicia.

Ello no obstante, y contraviniendo una vez más sus anteriores compromisos de no interferir en las decisiones de la Corte, no dejó en sus conferencias matutinas, un día antes y el mismo día de la sesión del máximo órgano judicial, de hacer llamados a que éste no desechara la constitucionalidad de la consulta, negó que la materia de la misma fuera violatoria de derechos humanos, identificó la consulta con la democracia participativa, llamó a los ministros a no desoír “los sentimientos del pueblo” y amenazó con que, de ser desechada la consulta, presentaría una iniciativa de reforma al artículo 35 constitucional, probablemente para excluir a la Corte de los futuros procesos plebiscitarios.

La propuesta presidencial tenía implicaciones particulares. Por una parte, la de establecer, al margen de la legalidad, un status jurídico particular (“donde la ley no distingue, el juzgador no debe distinguir”, dice uno de los principios del derecho positivo) para cinco ciudadanos mexicanos, otorgándoles una suerte de fuero particular sujeto no al poder legislativo sino nada menos que a la masa del pueblo como juez. Por otra, violentar derechos elementales de los señalados, como la presunción de inocencia y el debido proceso, y exponerlos al linchamiento mediático y del juicio popular. Por añadidura, al no señalar en lo particular ni un solo hecho por el que pudieran ser encausados, la pregunta se prestaba a la arbitrariedad y la discrecionalidad. Pero, en concreto, un absoluto vacío de elementos que eventualmente pudieran ser útiles al discurrir de la justicia.

La redacción de la Corte, en busca de evitar la violación de derechos humanos a los cinco ciudadanos señalados, condujo a indeterminaciones aún mayores, que nada tienen que ver con los procesos efectivos de juicio, menos aún de la rama penal. Si lo que muchos ciudadanos queremos (millones, seguramente) es ver tras las rejas a los ex presidentes delincuentes, es seguro que ese propósito no se logrará por medio de esta malograda e imprecisa consulta. Lo que ambas preguntas, la presidencial y la de los ministros, tienen en común es presuponer que se requiere de un ejercicio de democracia directa como el plebiscito para que las autoridades a cargo de la procuración y administración de la justicia hagan lo que ya la ley les obliga a hacer: la denuncia, persecución y juzgamiento de los hechos delictivos en cuanto éstos sean conocidos y acreditados.

¿Cuáles son, entonces, los propósitos políticos de la llamada consulta? Uno se antoja obvio: que la Presidencia y Morena puedan aprovechar la coyuntura de un enjuiciamiento popular en sincronía con las elecciones federales y estatales que se realizarán en 2021, de las que depende que el partido de gobierno retenga o no la mayoría en la Cámara de Diputados y pueda ganar muchas más posiciones en los Estados. No se logrará del todo, pues está previsto que la consulta se realice en agosto, dos meses después de los comicios; pero su efecto dependerá del ambiente y las expectativas que se logre generar en torno a aquélla. En medio de la crisis epidémica y económica del país, ocupar a la opinión pública en mirar al pasado reciente y no tan reciente, tiene también una indudable utilidad política para el gobierno.

Lo que está claro es que no será el plebiscito la vía para alcanzar la inculpación y juicio, menos aún la condena de los ex gobernantes, si quienes pueden acusarlos formalmente y tienen los elementos de prueba para hacerlo no están dispuestos a llevarlos ante la justicia. Y ese parece ser el caso.

Empero, hay otra posibilidad. Tanto la formulación inicial de la consulta por el presidente como la de la Corte —que ya ha sido avalada por el Senado y seguramente lo será por la cámara baja— conducen a trivializar y hacer intrascendente un mecanismo completamente legítimo y necesario de participación ciudadana como son las consultas y plebiscitos, que hasta ahora no se aplicado en nuestro país conforme a los términos constitucionales y de la aún no estrenada Ley de Participación Ciudadana. Creo sinceramente que su debut merecía mejor causa de cara a un pueblo ansioso de ser tomado en cuenta y de integrarse a los procesos de decisión de sus destinos. Puede preverse también, con la imprecisa redacción definitiva de la pregunta, una baja participación de los convidados a la consulta. Ésta ha sido, a la postre, diseñada con tal levedad y futilidad que, en la práctica, no resolverá nada, además de no ser —ya nos lo han advertido— vinculante.

El 1 de octubre, previamente a la sesión de la Suprema Corte, López Obrador recordó, acertadamente, su conservadurismo, exteriorizado durante el proceso legislativo de la reforma energética de 2013, cuando los ministros cancelaron la posibilidad de una consulta a los ciudadanos. Hoy, ya con el entonces opositor ocupando la presidencia, habría también temas sustanciosos para realizar ejercicios de consulta en torno a las iniciativas y reformas que plantea el gobierno que pretende constituirse en una Cuarta Transformación política, económica y social en la historia del país. Sin embargo, no parece ser lo que el presidente López Obrador buscaría.

Para un gobernante que no se muestra dispuesto a someter a consulta sus propios proyectos, y para los poderes Legislativo y Judicial que se encuentran ahora alineados con él, los temas del pasado, revestidos además de un claro efluvio de intrascendencia frente a los grandes problemas económicos, de salud e inseguridad que enfrenta la nación, y un ejercicio no vinculante, resultan una buena coartada de participación ciudadana, aunque ésta no tenga, en la práctica, ninguna desembocadura ni destino ciertos.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

Fuente: https://cambiodemichoacan.com.mx/2020/10/09/la-insoportable-levedad-de-la-consulta-popular/