A pesar de que el gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador (AMLO), llamado mediáticamente como de la «Cuarta Transformación», se ha declarado como «liberal», por cierto, un liberalismo muy sui generis, alejado de las concepciones, digamos más tradicionales de la izquierda, en el país y el mundo se sigue caracterizando a este gobierno como […]
A pesar de que el gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador (AMLO), llamado mediáticamente como de la «Cuarta Transformación», se ha declarado como «liberal», por cierto, un liberalismo muy sui generis, alejado de las concepciones, digamos más tradicionales de la izquierda, en el país y el mundo se sigue caracterizando a este gobierno como un «gobierno de izquierda». De hecho, hay sectores que se dicen de esta corriente de pensamiento, es decir de izquierda, que han manifestado abiertamente identificarse con él.
Quizá sería muy conveniente terminar con una serie de farsas existentes en la política mexicana. La farsa de la «cuarta transformación», del «nuevo régimen», de «la izquierda», de «la democracia». Por ejemplo, el abuso de la palabra «izquierda» es una estrategia de la ideología dominante, es decir de la ideología burguesa, porque a lo largo del tiempo la palabra ha perdido su significancia principal, la de la lucha por la revolución socialista.
Ahora cualquier político se dice de «izquierda», no importa que en su momento hayan combatido, reprimido, violentado a las organizaciones, las mujeres y los hombres agrupados y movilizados en busca de un cambio verdadero. Ahora, es muy fácil decir «soy de izquierda», mientras se legisla o se gobierna en contra de los intereses de las masas explotadas.
Cuando se carece de una ideología, cuando no se está ligado a los movimientos y se defienden las reivindicaciones y las causas de los trabajadores, pero también en las escuelas, en el campo, en las colonias, barrios y pueblos, cuando la teoría y la práctica no se unen en una dialéctica de lucha revolucionaria, es fácil subyugarse por los llamados del líder que se presenta cómo inmaculado y protegido de toda ideología, cómo redentor de las causas del «pueblo».
La izquierda mexicana ya ha pasado por momentos en la historia en que las definiciones de clase marcan los derroteros de los grupos, las organizaciones, las mujeres y los hombres que las conforman. Lo fue, durante el proceso armado que en 1910 derrotó a una dictadura. Producto de ese proceso, se instaló en el país la lectura de que era «la revolución mexicana, la revolución de las masas y para su beneficio».
En la conformación del régimen burgués que se instaló confluyeron ideas, propuestas y demandas de las masas explotadas, es cierto, pero sólo para darle un maquillaje edulcorado de un movimiento armado popular, cuando en realidad de lo que se trató fue la instauración de un capitalismo «moderno», ligado fuertemente al imperialismo yanqui.
Sin embargo, las demandas y las banderas del socialismo se obnubilaron ante el torbellino de los cambios. La independencia de clase se perdió, se entregaron las banderas al «nacionalismo revolucionario», prácticamente se liquidó la posibilidad de un camino propio, al grado que el partido de los comunistas se planteó integrarse al conglomerado político y de sujeción a los intereses de la burguesía, que se estructuró durante el cardenismo y que devino en el partido de Estado que dominó durante casi ochenta años, sirviendo a los intereses de la oligarquía y los monopolios.
Parece que nuevamente estamos ante una situación parecida. La cuantiosa votación que alcanzó AMLO en 2018, a través de un conglomerado de intereses y de composición de clases en donde cupieron desde antiguos miembros del Partido Comunista, hasta pastores evangélicos y empresarios, generó una cuantiosa, también, avalancha de interpretaciones, expectativas y esperanzas, todas mal fundadas, por cierto, ya que desde la campaña electoral, AMLO dejó muy claro que él no es un político de izquierda, pero no sólo eso, su movimiento, que por interés de poder se convirtió en partido, tampoco lo es.
Y efectivamente, sus políticas, sus consignas nada tienen que ver con la «izquierda». Anunció que se acababan los gobiernos neoliberales, pero mantuvo la base estructural de la economía del modelo neoliberal. Este gobierno representa muchas cosas, sólo que ninguna de ellas es de «izquierda». Decisiones de política pública en materia de salud, educación, cultura, seguridad pública, economía, política fiscal, relaciones exteriores, parecen estructuradas por la derecha más recalcitrante, porque estas decisiones sólo afectan a las masas trabajadoras y explotadas por el mismo régimen capitalista vigente.
Sus principales concepciones: «lucha contra la corrupción» y la «austeridad republicana» no tienen nada que ver con los postulados de la izquierda revolucionaria, ni con los y las banderas de los comunistas. Por el contrario, se asimilan muy bien con los principales supuestos neoliberales con relación a la reducción del aparato estatal para facilitar las acciones de la empresa privada en campos que el Estado abandona.
Es un gobierno burgués, por su concepción y se esencia. Su preocupación central es la de «sanear» el Estado burgués, limpiarlo de todo lo que lo hace pesado, oneroso, inercial y poco dinámico. Pero lo hace a costa de los miles de trabajadores que están siendo despedidos, o a los que les han reducido salarios y prestaciones, atentando, incluso contra las conquistas que, a base de lucha, movilizaciones y, en muchas ocasiones, de represión, se han conquistado, por ejemplo, las representaciones sindicales.
Este gobierno está estructurando una estrategia para desvirtuar a las organizaciones de masas y de defensa de los trabajadores, con el objetivo central de colocar a estas organizaciones como «brazo» del movimiento pluriclasista que ha estructurado. Es desde luego una estrategia que sólo beneficia al capital, porque deja a los trabajadores inermes ante las violaciones a sus derechos de trabajo, seguridad social y salario digno, por parte de la patronal.
Esta estrategia de intromisión en la vida de los sindicatos es contraria a las banderas de independencia y democracia sindical, así como de fortalecimiento de estas organizaciones de lucha y defensa de los trabajadores, que enarboló la izquierda comunista durante décadas.
En México, en el movimiento que se dice de izquierda, socialista e incluso comunista confluyen una gran variedad de grupos, conformados por, muchos de ellos, ex militantes de partidos de izquierda ya desaparecidos como el Partido Comunista Mexicano, el Partido Socialista Unificado de México o el Mexicano Socialista, etc.
La mayoría de las reuniones que estos grupos convocan, se desarrollan en medio de una gran y grave contradicción. En ellas los ponentes realizan críticas «marxistas» al gobierno, incluso se le califica como un gobierno burgués. Sin embargo, cuando se abren las intervenciones a los auditorios, una gran mayoría de los asistentes se declaran miembros de Morena, es decir a ese conglomerado llamado, eufemísticamente, «partido», que es, a fin de cuentas, sólo la máquina electoral de AMLO, como lo fue el PRI, en su momento.
Sin embargo, parece una grave y peligrosa contradicción que la mayoría de quienes asisten a las reuniones que se convocan, se presenten como miembros de Morena y, pero al mismo tiempo de las organizaciones convocantes, casi todas con nombres de rimbombancia revolucionaria o socialista. La contradicción no está en el problema de la «doble militancia», algo que no existe, porque en realidad no se «milita» ni en Morena ni en estas organizaciones y grupos. Me parece una contradicción porque la mayoría acepta los documentos críticos que se elaboran, están de acuerdo, o cuando menos eso dicen, con las caracterizaciones críticas que se hacen, pero defienden a «capa y espada» al gobierno, pero sobre todo a Andrés Manuel.
Y no lo hacen con los argumentos de la izquierda revolucionaria, lo hacen, incluso a veces sin argumentos, sólo la defensa a ultranza del «presidente» cuasi Mesías. Estas reuniones son de una auténtica catarsis, dónde se habla mucho, pero se hace poco o muy poco. La mayoría asiste, al parecer, a decir y señalar lo que no puede hacer en las «reuniones» de Morena o en sus centros de trabajo burocrático. Pero en la práctica se ciñen a las consignas generales que emanan del gobierno y concretamente de AMLO, creyendo, casi de manera religiosa, en la palabra, los gestos y los actos del presidente, aunque estos caminen en el sentido contrario a lo que dicen aceptar. He aquí la grave y peligrosa contradicción.
Grave y peligrosa porque apunta a la desaparición que puede ser definitiva de estos grupos y la llamada «izquierda» mexicana. En casi todas las organizaciones existe una negación a construir el partido revolucionario. Y con esto se está cayendo en una posición liquidacionista. Liquidacionista de acuerdo con Lenin, quién escribía que: «los marxistas explicaron a la clase obrera que el liquidacionismo es la introducción de la influencia burguesa entre el proletariado».
Y aquí no se trata, como la hacen los críticos de la derecha electoral y sus intelectuales orgánicos, de reducirlo todo a lo banal, lo anecdótico: «que si ocurrencias, que sí incapacidad, etc.». por el contrario, se trata de analizarlo a partir de su caracterización de clase y de la correlación de fuerzas, porque estas determinan la significación de las consignas, las políticas y las metas. Al negar la lucha de clase, al aceptar colaborar con un gobierno burgués, se está liquidando la independencia de clase, se está colaborando con la consolidación de un régimen que busca mantener o incrementar la tasa de productividad en beneficio del capital.
En México la «izquierda» o no existe o está en camino de desparecer. Es necesario la construcción del partido revolucionario, para enfrentar a los liquidacionistas ignorantes y, peor a los conscientes del camino que se está tomando. Esto también es parte de la tragedia que viven los explotados, se le está negando la posibilidad de tener sus propios instrumentos de defensa y combate, sobre todo de su partido de clase.
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