Una campaña que roza un sustrato profundo. La técnica y el trabajo. «Mercado laboral», capitalismo y neoliberalismo. Lo posible y lo imposible en polémica con Rolando Astarita. La campaña por la reducción de la jornada laboral, trabajando seis horas, cinco días a la semana y repartiendo las horas existentes entre todas las manos disponibles, con […]
Una campaña que roza un sustrato profundo. La técnica y el trabajo. «Mercado laboral», capitalismo y neoliberalismo. Lo posible y lo imposible en polémica con Rolando Astarita.
La campaña por la reducción de la jornada laboral, trabajando seis horas, cinco días a la semana y repartiendo las horas existentes entre todas las manos disponibles, con un salario mínimo equivalente al costo de la canasta familiar, caló hondo. La muy buena recepción en amplios sectores de trabajadores y jóvenes, el repudio de la ortodoxia con el ataque público del economista neoliberal Javier Milei a Nicolás Del Caño, así como la insistencia periodística sobre la imposibilidad de realizar tales medidas, resultan sintomáticos. Ponen de relieve que el asunto roza un sustrato profundo, incómodo y controversial. El tiempo de trabajo pero también su contratara, el tiempo libre, en tanto problema social, político y económico, adquiere protagonismo debido a la convergencia de varios factores que se cuecen en la arena internacional. Veamos.
La crisis económica mundial de 2008/9 que arrastra un crecimiento muy poco dinámico desde 2010, dejó a su paso un nuevo tendal de desocupados estructurales y amenaza el empleo de millones. Esta condición le sumó presión a una de las mayores «obras» del neoliberalismo: la degradación salarial asociada a una inédita división de la clase trabajadora expresada en multiplicidad de modalidades de contratación quizás nunca puestas de manifiesto de una manera tan perversamente diversa y chocante. El trabajo excesivo en un polo con la marca de la alienación, la insatisfacción y la falta de tiempo de disfrute se entrelaza con multiplicidad de formas de trabajo precario acompañado de salarios míseros y contrasta con la ausencia parcial o total de trabajo en otro extremo.
La amenaza de una «revolución tecnológica» que abreva en el auge efectivo de nuevas tecnologías, desentona con el escaso dinamismo de la economía mundial -regional y nacional- y con un crecimiento particularmente débil de la inversión. Innovación y aplicación, no son sinónimos. Si la aplicación tecnológica es un fenómeno en curso que en determinados sectores y países expulsa mano de obra, el riesgo de desempleo creciente resulta una amenaza más real por el lado de una profundización de la crisis que por el de una inversión masiva en nuevas tecnologías. No es el exceso de trabajo humano sino más bien la escasez relativa de mano de obra barata lo que se constituye nuevamente en uno de los dilemas centrales del capital ¿Qué explicaría de otro modo los ataques en curso destinados a incrementar la explotación del trabajo asalariado? ¿Cuál sería el fundamento de la reforma laboral de Temer, de la que prepara Macron en Francia o la administración Macri -por sólo dar algunos ejemplos- o de la presión internacional por el aumento de la edad jubilatoria -más años de trabajo y no menos- si la economía capitalista realmente pudiera crecer prescindiendo del trabajo humano?
Hace unos días una editorial de La Nación conectaba con poca sutileza la reforma laboral con el avance de la «robótica»: «La llegada del siglo XXI ha empezado a demostrarnos que las economías de los países pueden crecer sin empleo, merced a la inusitada velocidad de los cambios tecnológicos y a la robotización. Frente a esta realidad no se puede desconocer que la mejor defensa de un trabajador ya no pasa por una legislación laboral inflexible y meramente protectora de las fuentes de trabajo, sino por su permanente capacitación profesional, por su capacidad por adaptarse a los cambios y por normas que estimulen su contratación». La operación que vincula la «amenaza robótica» junto al reciclado de la vieja tesis del «fin del trabajo» por un lado y la «necesidad» de una legislación laboral aún más flexible por el otro, resulta bastante evidente.
Resulta innegable que las nuevas tecnologías poseen la extraordinaria capacidad «útil» de producir la misma cantidad de bienes empleando una menor cantidad de trabajo. Pero entre aquella tendencia histórica y las necesidades específicas del capital, media una brecha profunda. La ganancia capitalista depende del trabajo asalariado y es por ello que el capital convierte lo que podría ser una bendición para la clase trabajadora, en una catástrofe. La tecnología en manos del capital deviene un arma de varios filos: instrumento de amedrentamiento de cara a la necesidad de abaratar la fuerza de trabajo, herramienta de disciplinamiento frente a la huelga y finalmente elemento simultáneamente creador de plusvalía relativa en un extremo, desempleo en otro y trabajo precario más allá. La expulsión de mano de obra en un polo se traduce en la contratación de una masa creciente en otro y la extracción de mayor trabajo excedente en general. En el curso de la aplicación tecnológica, la destrucción de antiguas tareas y trabajos, contrasta con la creación de nuevos. El resultado final -lejos del «crecimiento sin empleo»- redunda en una fuerza de trabajo con nuevas huestes de desempleados estructurales, con progresivas divisiones internas y mucho más precarizada en su conjunto. Es historia conocida, las décadas neoliberales dejaron claras enseñanzas al respecto.
La cuestión del «trabajo» se transforma en piedra angular. A medida que las ventajas neoliberales se agotan, el capital agitará todos los fantasmas y desatará su furia para convertir a la clase trabajadora en una masa aún más dividida y amorfa, incapaz de enfrentar sus designios. Garantizar la unidad deviene una tarea urgente.
Libre competencia (o divide y reinarás)
La libre competencia en el «mercado de trabajo» constituye uno de los anhelos sustanciales e históricos del capital. Que la oferta de mano de obra resulte lo más «infinita» o «ilimitada» posible es la estrategia privilegiada para presionar por un constante precio a la baja. Podría decirse que en este mercado tan particular, el capital puja por vulnerar el «principio de la escasez» que según la teoría oficial -neoclásica- explica la existencia de los precios en los mercados de bienes y servicios. En este mercado se busca -dicho esto con apenas un poco de ironía- que el precio de la fuerza de trabajo «tienda a cero».
Al calor de las últimas décadas neoliberales la obra fue perfeccionada puntillosamente. El tradicional ejército de desempleados se refuerza con una miríada de pobres urbanos, subocupados, trabajadores precarios e informales que garantizan a su turno la existencia de sobretrabajo bajo todas las modalidades de contratación, incluidas las formales. La crisis económica internacional que se arrastra desde hace nueve años contribuye a sostener este statu quo, engrosando el ejército de reserva.
La presencia de un «otro» siempre dispuesto a aceptar circunstancias peores es la base del temor a que el rechazo de las condiciones existentes, la rebelión o la huelga, sean causantes de despido y constituye un elemento clave que garantiza la regencia del capital. Una regencia asentada en el nada original pero muy apropiado «divide y reinarás» que infunde sistemáticamente el fantasma de ese «otro» acechante e imbuido de múltiples rostros. No se trata tan solo del desocupado, del pobre, del precario o del que está en negro, sino también del inmigrante -un sitio recurrente en particular en los momentos más críticos del capitalismo- así como de las «nuevas tecnologías» que bajo su forma «humanoide» -el «robot»- muestran incluso mayor plasticidad física para adquirir ese lugar de «el otro».
Mientras la «libre competencia» en el mercado de bienes y servicios resulta limitada sistemáticamente por las estructuras monopólicas y oligopólicas de la oferta, la «libertad» -o la ausencia de condiciones «monopólicas» en el mercado laboral- representa la meta constante del capital. El único «mercado» en el que los dueños del capital y la teoría económica oficial fomentan con fanatismo la «libre competencia» que pregonan en los manuales, es el «mercado» de trabajo en el que, por otra parte, la patronal adquiere características de monopsonio -monopolio de la demanda.
El monopolio de la fuerza de trabajo
En términos estrictamente económicos, maximizar la jornada de trabajo y minimizar el salario es el objetivo de los propietarios del capital porque en la diferencia entre la duración de la jornada y el tiempo que el trabajador dedica a reproducir los bienes equivalentes a su salario, se encuentra el sustrato de la ganancia. Incluso el capital se las ingenia para que la aplicación de nueva tecnología responda en última instancia -aunque de una manera más sofisticada– al mismo movimiento. Sin embargo, la burguesía y el Estado encuentran periódicamente límites para la explotación del trabajo asalariado. Marx expuso magistralmente esas demarcaciones en el capítulo La jornada laboral en el primer tomo de El Capital. En primer lugar se trata de las cuestiones relativas a las necesidades biológicas de preservación de la fuerza de trabajo. En segundo lugar, el mundo real no está habitado por «agentes económicos» sino por clases sociales. Y esas clases sociales son fuerzas en pugna que determinan lo posible y lo imposible desde el punto de vista de las necesidades de explotación del capital.
La organización sindical representa un límite evidente a la anhelada «libre competencia» en el mercado laboral e introduce elementos de lo que alegóricamente podríamos llamar «monopolio» de la oferta de la fuerza de trabajo. Sin detenernos aquí a hacer historia, desde los sindicatos por oficio a los sindicatos por rama hay evidentemente un desarrollo de esos elementos parciales de «monopolio». La organización de los trabajadores en tanto tiende a la unidad, es la fuerza que orada aquel modelo de «libre competencia», oponiendo elementos de «monopolio» de la oferta de fuerza de trabajo y estableciendo límites a las necesidades del capital.
Aquellos límites adquirieron variadas expresiones a través de la historia tanto en la progresiva reducción de la jornada laboral -cuyo hito generalizado más «reciente» es la lejana conquista de la jornada legal de ocho horas– como en las modificaciones en el valor de la fuerza de trabajo que, tal como señalaba Marx, incluye un componente «histórico moral». Ambas demarcaciones dependieron ciertamente de las relaciones de fuerzas entre las clases expresadas tanto a través del crecimiento de las organizaciones sindicales como del surgimiento y desarrollo de partidos obreros de masas, del triunfo de la Revolución Rusa, de las condiciones abiertas por la Segunda Posguerra mundial y del ascenso de fines de los años ’60. La contrarrevolución neoliberal fortalecida por el proceso de restauración capitalista en Europa del Este, la URSS y China, escenificó una relación de fuerzas inversa.
Pero volviendo a las organizaciones sindicales, su límite principal consiste en que aquella tendencia a la unidad que en su concreción plena anularía las condiciones esenciales de la ganancia capitalista, resulta permanentemente coartada por la injerencia de la burguesía y el estado. La creación de una casta burocrática corrupta que vive de las migajas patronales y adquiere poder de policía al interior de los sindicatos, pervierte sistemáticamente la organización de los trabajadores y vela por impedir el avance hacia aquella unidad. Los sindicatos resultan así organizaciones a la vez necesarias pero limitadas, de carácter parcial, adaptadas -y cómplices sus cúpulas dirigentes- a las condiciones impuestas por los propietarios del capital. Es lo que explica su carácter parcial que se manifiesta en el hecho de que reúnen sólo una parte de los trabajadores -habitualmente aquellos que están en blanco. Los desocupados, los trabajadores en negro -como suele contratarse a gran parte de los inmigrantes- o una gran porción de los trabajadores precarios, están excluidos de los sindicatos cuando su integración desplegaría la potencia máxima de la clase trabajadora como tal y la conformación de una suerte de «monopolio» de la oferta de fuerza de trabajo que en su dinámica concreta pondría en cuestión la existencia misma de la ganancia capitalista.
Necesidad urgente
Superar los límites de la organización sindical conquistando la unidad, resulta una necesidad histórica pero por sobre todas las cosas, urgente. No se trata de una abstracción sino de un problema candente habida cuenta tanto del legado del neoliberalismo como del inicio turbulento de su declinación. Un descenso que se puso de manifiesto como una de las mayores crisis de la historia capitalista. En su desarrollo y al tiempo que no pueden descartarse nuevas catástrofes bélicas en las cuales las modernas tecnologías hallarían un amplio campo de aplicación, la flexibilización laboral, el incremento de la edad jubilatoria y el engaño del fin del trabajo, son sólo pequeños anticipos de que el capital necesita asestar una nueva estocada sobre las espaldas de la clase trabajadora.
Desde aquella lejana conquista de las ocho horas -vapuleada con particular saña durante las pasadas décadas- significativos avances científicos y tecnológicos en la organización de la producción de bienes y servicios coexistieron con la progresiva desintegración de la clase trabajadora y el incremento de su explotación -si se la considera de conjunto. Frente a la crisis económica y las nuevas amenazas, la reducción de la jornada laboral y el reparto de las horas, deviene una tarea defensiva urgente. Distribuir el tiempo de trabajo existente, liberando a millones de la sobrecarga y permitiendo que otros tantos accedan a una jornada completa, con un salario acorde a las necesidades sociales, resulta una necesidad para preservar la integridad de la clase trabajadora como tal. Una unidad indispensable para conquistar el frente único obrero contra el capital y su estado. En su desarrollo ulterior aquella tarea puede y debe transformarse en ofensiva, vehículo necesario destinado a colocar las nuevas tecnologías al servicio de la humanidad y no de un puñado de propietarios del capital.
La humanidad crea permanentemente las herramientas para producir idéntica cantidad de valores de uso -ya sea bienes o servicios- en una cantidad menor de tiempo, pero en su necesidad ontológica de acumular trabajo excedente -no pago- el capital las convierte sistemáticamente en una amenaza y un arma empuñada contra la clase trabajadora y el pueblo pobre. Resulta materialmente posible -como racionalmente necesario- utilizar las capacidades de la técnica para emplear a todas las personas dispuestas a trabajar por una cantidad de horas reducidas y con un salario que cubra las necesidades histórico-morales. El único límite es la irracionalidad social de la ganancia capitalista que sistemáticamente busca convencer a los trabajadores de que creando las herramientas que podrían liberarlos del trabajo rutinario, están en realidad fabricando las palancas que los lanzarán al basurero de la historia.
Lo posible y lo imposible
El marxista argentino Rolando Astarita, en una seguidilla de posteos en su blog -uno de ellos reproducido acríticamente por Jorge Altamira- discute que mientras la reducción de la jornada laboral es clave para preservar la fuerza de trabajo y su posibilidad depende de las relaciones de fuerzas entre las clases, resulta una ilusión suponer que dicha reducción puede acabar con el desempleo ya que la utilización capitalista de las máquinas está al servicio de mantener a raya a los obreros y mientras exista la propiedad privada del capital, esta presión sobre el trabajo se renueva una y otra vez. Sugiere además que quienes relacionan la reducción de la jornada con la lucha contra el desempleo, crean falsas ilusiones, transformándola en una panacea y en un mensaje apologético del capitalismo que se convierte incluso en reaccionario. Vayamos por partes.
El planteo de Astarita viene con doble trampa: por un lado oculta que en nuestra formulación la reducción de la jornada está indisolublemente unida al reparto de las horas de trabajo y que sólo de esa combinación se deriva la posibilidad de acabar con el desempleo. En segundo lugar, nos quiere achacar el disparate de pretender armonizar el fin del desempleo con la propiedad privada del capital. Por todo lo dicho hasta aquí se hace harto evidente que en modo alguno sostenemos que la eliminación del ejército de reserva resulte compatible con la ganancia y por tanto, con la existencia misma del capitalismo. No cabe duda alguna de que mientras una reducción de la jornada de trabajo es teóricamente compatible con la existencia del capitalismo, la eliminación del ejército de reserva no lo es. Sin embargo, la dialéctica de lo «posible» y lo «imposible» merece reevaluarse más allá de las construcciones teóricas puras y más cerca de las relaciones de fuerza entre las clases a las que refiere el mismo Astarita.
Empecemos por la reducción de la jornada laboral. Reflexionado en los términos concretos del aquí y ahora ¿sería realmente posible una reducción de la jornada sin rebaja salarial -manteniendo la propiedad privada del capital- en el contexto concreto, específico de una de las mayores crisis del capitalismo mundial? Probablemente Astarita nos responda: «depende de la relación de fuerzas». Sí, exacto, pero supongamos por un momento el desarrollo de un ascenso social de la magnitud suficiente como para imponer tal demanda ¿está el capitalismo del «estacamiento secular», el de la crisis de 2008, el que pierde las ventajas de los salarios miserables, las jornadas inagotables y los espacios para la acumulación en China -por sólo dar un ejemplo- en condiciones de absorber semejante demanda? Probablemente no y con seguridad semejante desarrollo conduciría a escenarios bastante menos pacíficos que el actual y a enfrentamientos más agudos entre las clases que pondrían en cuestión la existencia misma de la propiedad privada de los medios de producción. En un sentido tampoco es cierta la probabilidad de obtener una jornada reducida manteniendo el salario y preservando a la vez el estado actual de cosas. Vale la pena recordar que la lucha por las ocho horas constituyó una demanda profunda de la Revolución Rusa nacida mucho antes de Octubre. Es necesario considerar además que la lucha defensiva/ofensiva por la reducción de la jornada es cualitativamente más revulsiva y anticapitalista en una situación de crisis económica nacional y mundial como la actual. De modo que posibilidad teórica no es siempre sinónimo de probabilidad concreta. Lo que es teóricamente posible puede volverse concretamente improbable en los márgenes de un capitalismo necesitado de nuevas fuentes de mano de obra barata y destrucción masiva de fuerzas productivas. Una situación de agudización de la lucha de clases como la esbozada, desencadenaría múltiples escenarios y sin lugar a dudas llevaría inscripta la posibilidad de desbordar al capitalismo en la práctica.
Y ¿qué con el reparto de las horas de trabajo y el fin del desempleo? Bueno, un proceso como el planteado más arriba resulta impensable sin un programa que responda a las necesidades de los múltiples sectores en los cuales se encuentra dividida la clase trabajadora: los millones hartos de la sobrecarga de trabajo -algunos de los cuales llegan a una canasta familiar a costa de dejar la vida y otros que aún así no alcanzan siquiera la canasta alimentaria-, los que no pueden acceder a una jornada laboral completa, los precarios, los que trabajan en la economía informal, los que apenas consiguen changas, los desocupados y pobres urbanos. Aquel programa deberá unir la necesidad de reducir la jornada con la de repartir las horas de trabajo incorporando otras demandas como un salario mínimo equivalente a la canasta familiar, el 82% móvil para los jubilados y la escala móvil de salarios y jubilaciones frente a la inflación. Si una fuerza arrolladora de ese tipo se instalara en las calles, el capitalismo se vería en un verdadero apuro y a ciencia cierta lo que estaría en cuestión es quién detenta el poder. El «divide y reinarás» se daría vuelta y la unidad de aquellos cuya división garantiza la explotación, le impediría al capital el libre ejercicio del poder. Necesariamente el desarrollo de esa fuerza plantearía la necesidad y posibilidad concreta de un gobierno de trabajadores –perspectiva que el Frente de Izquierda defiende abiertamente- para llevar hasta el final aquellas demandas.
Dice bien Trotsky en el Programa de Transición refiriéndose a la cuestión de la escala móvil de las horas de trabajo: «los propietarios y sus abogados demostrarán el carácter irrealizable de estas reivindicaciones (…) la cuestión no está en una colisión normal entre intereses materiales opuestos. La cuestión está en preservar al proletariado del deterioro, la desmoralización y la ruina. (…) Si el capitalismo es incapaz de satisfacer las reivindicaciones que surgen inevitablemente de las calamidades generadas por él mismo, dejémosle perecer. Lo realizable y lo irrealizable es en este caso una cuestión de relación de fuerzas que sólo la lucha puede resolver.» En última instancia, la propia existencia del capitalismo es un problema de relación de fuerzas. Depende en gran parte de la experiencia de lucha, de la organización de la clase trabajadora y de su capacidad para convertirse en clase dirigente del conjunto de los sectores oprimidos. Sobre esa bisagra pivotea el método del Programa de Transición.
Por nuestra parte, luchamos por unir las filas de los trabajadores e imponer una nueva relación de fuerzas que cuestione la existencia misma de la propiedad privada de los medios de producción. Parafraseando unas ya muy lejanas palabras -y salvando las distancias- si no pretendemos conquistar en forma inmediata la reducción de la jornada laboral y el reparto de las horas de trabajo, al menos empezamos a conquistar a un sector de trabajadores para esas banderas. No es poco y en momentos más álgidos puede ser decisivo. Sin embargo incomoda a quien le sobra energía para tergiversar posiciones y le falta entusiasmo para convocar a pelear por algo. Lo que no podemos hacer quienes nos consideramos marxistas es abstraernos de la lucha (¡Pepsico!) y no proponer un programa que enfrente la ofensiva que amenaza degradar cada vez más a la clase mayoritaria de la sociedad.