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La mano y el codo

Fuentes: La Jornada

Van dos años desde el triunfo electoral aplastante de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo, más que un partido, un pool de organizaciones sociales. Los avances son muchos y muy importantes en el campo del control de las empresas petroleras extranjeras (no de su nacionalización, como se dice a menudo), lo cual da más […]

Van dos años desde el triunfo electoral aplastante de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo, más que un partido, un pool de organizaciones sociales. Los avances son muchos y muy importantes en el campo del control de las empresas petroleras extranjeras (no de su nacionalización, como se dice a menudo), lo cual da más ingresos y más estabilidad económica al país. También ha habido importantes progresos en el de la reducción de los salarios del alto personal estatal (Evo autorredujo su sueldo a mil 500 dólares mensuales), en el de las relaciones entre el gobierno y las organizaciones sociales, en el de la lucha contra el analfabetismo, en el de la salud de los más pobres y en el de la elaboración de instrumentos jurídicos para descolonizar el país y crear las condiciones para un Estado de nacionalidades, y el reconocimiento de la autonomía y las reivindicaciones de los pueblos y comunidades indígenas.

Pero todo eso, por importante que sea, no está garantizado para la eternidad, como piensan los que consideran que las leyes son fetiches. Repetimos lo que no nos cansaremos de decir, lo que todos los mexicanos conocen por experiencia diaria: la Constitución (ley suprema) es un pedazo de papel en la boca de un cañón, al igual que todas las leyes, que sólo se aplican si existe una relación de fuerzas social tal que imponga su vigencia. O sea, no basta con aprobar leyes, sino que hay que tener la fuerza social para hacerlas cumplir; un gobierno decidido a aplicarlas y no a «flexibilizarlas» o negociarlas; un apoyo firme y no sólo electoral en la movilización y conciencia de la mayoría de la población, y un gran respaldo en la tropa y la baja oficialidad de las fuerzas armadas, que deben estar empeñadas en defender la legalidad y la unidad del Estado ante el secesionismo.

Ahora bien, el llamado diálogo entre el gobierno nacional y los prefectos (gobernadores) de las regiones ricas que no aceptan la Constitución, que quieren renegociarla, que esperan que el gobierno borre con el codo lo que firmó con la mano, tiene aspectos preocupantes y, sobre todo, no es lo suficientemente transparente. El espíritu de la derecha en ese «diálogo» lo expresa muy bien un enorme título del diario opositor El Mundo junto a la foto del presidente y del vicepresidente: «¿Pedirán perdón?»

Eso quiere la oligarquía: mantener su poder local, en una especie de extraterritorialidad tolerada por el gobierno, e imponer al gobierno central una redistribución del poder político nacional, una especie de coexistencia entre, por un lado, las oligarquías terratenientes (ligadas al imperialismo) y, por otro, los sectores plebeyos e indígenas que son mayoría en el Altiplano, a parte de los cuales espera corromper sobre la base de prebendas locales, y que también espera dividir con el arma de los regionalismos y del corporativismo. La oligarquía espera que, formalmente, Evo Morales siga siendo presidente, pero que su política sea conciliadora, que le eche bastante agua a la chicha política que ofrece hoy a las organizaciones sociales.

Es obvio que no se puede discutir el derecho -es más, la obligación- del gobierno a buscar hasta el fin una solución pacífica y política a los conflictos con las oligarquías regionales, entre otras cosas porque éstas no son homogéneas y es un deber tratar de dividirlas, aunque sólo sea en el terreno del respeto a la legalidad constitucional. Pero el problema no reside en el diálogo sino principalmente en cuál conciliación entre la Carta Magna y los estatutos autónomos regionales se discute: son los estatutos locales los que se deben adecuar a aquélla y no viceversa, porque la Constitución no es negociable y sólo puede ser reformable por otra Constituyente resultante del voto popular.

Otra cuestión fundamental consiste en saber qué se discute, con quién se discute y qué quiere quien está detrás de la oposición derechista -el imperialismo yanqui- y quien tiene la voz cantante en la misma -la oligarquía cambá, cruceña, separatista-. Decir que no se enfrentan dos proyectos de país diferentes, como dijo el vicepresidente, es un exorcismo vano que desdibuja el carácter de los enemigos ante quienes respaldan al gobierno y la legalidad, confunde a las bases de las fuerzas armadas que en algún momento probablemente deberán ser llamadas a asegurar el respeto de la ley (y a pasar, para ello, por sobre una parte importante de sus mandos), desarma las propias fuerzas al mismo tiempo que dan la impresión de flaqueza y debilidad a los enemigos de clase del gobierno de Evo Morales.

Porque de eso se trata: no de discusiones entre sectores diferentes de la ciudadanía que podrían ser componentes de un utópico «capitalismo andino» sino de una feroz lucha de clases entre un bloque formado por el imperialismo estadunidense, los capitalistas y soyeros argentinos, brasileños y bolivianos orientales, las clases medias mestizas y racistas que desprecian a los indígenas y al mismo Evo (a los cuales califican de «llamas») y otro bloque opuesto constituido por las mayorías bolivianas.

Si se quiere descolonizar el país, lograr la autonomía de las regiones indígenas, nacionalizar los recursos naturales para elevar el nivel de vida de los bolivianos, hay que partir, por el contrario, de que existen dos proyectos diferentes de país y dos visiones del mundo agrícola. Los soyeros y ganaderos absenteístas y ladrones de las tierras fiscales quieren grandes extensiones sin campesinos controladas por su poder paternalista-semifeudal; los campesinos e indígenas quieren en cambio tierra para producir alimentos en pluricultivo regidas por sus usos y costumbres y una democracia desde abajo.

Esos proyectos se enfrentan y se enfrentarán aún más… salvo si el gobierno «pide perdón» lo que, por el momento, no parece ser el caso. Por consiguiente, lo sensato es no negar el conflicto sino manejarlo. Y reforzar la propia base con medidas sociales, como la Renta Dignidad, la pensión a los ancianos; es decir, con aumentos de salarios pagados con impuestos de los sectores que evaden las tasas y, sobre todo, con la aplicación real de la llamada revolución agraria, duplicando la entrega de tierras y de títulos hecha hasta ahora. Si no se movilizan los movimientos no se tendrá la fidelidad de los soldados y el poder de la oligarquía aumentará sin cesar.