En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación […]
En la madrugada del 1 de noviembre de 1979, el coronel Alberto Natusch Busch comenzó a escribir uno de los episodios más cruentos de la historia nacional, con cientos de muertos y medio millar de heridos, que pasaron a formar parte de una larga lista de héroes anónimos desde antes y después de la fundación de la república.
El sangriento golpe de Estado, destinado a tumbar al gobierno constitucional de Wáter Guevara Arze, fue protagonizado con el apoyo de miembros de las Fuerzas Armadas, correspondientes al sector denominado «constitucionalista», donde participaban personajes siniestros como David Padilla, Raúl López Leytón y Gary Prado. Asimismo, el golpe fue respaldo por los militantes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), como Guillermo Bedregal, José Fellman Velarde, Edil Sandóval y otros.
El golpe de Natusch Busch pretendía ser la tabla de salvación de la mala administración de los recursos naturales y económicos que, durante los gobiernos dictatoriales que le antecedieron, provocó una profunda crisis económica y un descontento popular en todo el país.
No se descarta que otro de los motivos para tramar el golpe de Estado fue evitar, a como dé lugar, el juicio de responsabilidades contra la reciente dictadura de Hugo Banzer Suárez, que había comenzado a fines de agosto de ese mismo año con el Pliego Acusatorio leído en el Congreso por el diputado Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, durante el golpes militar del 17 de julio de 1980, fue asesinado y desaparecido en un asalto a la sede de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), protagonizado por un piquete de paramilitares al mando del megalómano Luis García Meza y el «Malavida» Luis Arce Gómez.
El golpe de Estado se realizó horas después de haber finalizado la Asamblea General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), celebrada en la ciudad La Paz, donde Bolivia logró un éxito diplomático en torno al tema marítimo, porque todos los cancilleres -excepto el de Chile- aceptaron que la demanda marítima se discuta multilateralmente; un propósito que quedó trunco, debido a que sobrevino el golpe al día siguiente y las delegaciones diplomáticas tuvieron que abandonar el país, nada menos que custodiadas por tanquetas hasta el aeropuerto de El Alto.
El nuevo régimen golpista, que no contó con el beneplácito del pueblo ni de sus organizaciones representativas, en vano intentó mostrarse ante la opinión pública como un gobierno de «izquierda» y con un discurso basado en la «Doctrina de Seguridad Nacional», que el imperialismo norteamericano impartía a sus mercenarios en la Escuela de las Américas.
Los autores de este nefasto asalto al poder, mientras con una mano firmaban los decretos a favor de las organizaciones sindicales, el respeto al parlamento y la autonomía universitaria, con la otra firmaban las órdenes para imponer el terror institucionalizado, la clausura de los medios de comunicación y el fichaje de los elementos más peligros de la «ultra izquierda».
Los días de noviembre se marcaron con sangre en la memoria histórica de un país asolado por las dictaduras, no sólo porque el golpe cívico-militar se produjo en vísperas de Todos Santos (Día de los Muertos), sino también porque se demostró, una vez más, que un pueblo es capaz de ponerse en pie de lucha para defender sus derechos más elementales, enfrentándose sin más armas que el coraje contra las avionetas, los carros blindados y las tropas militares fuertemente pertrechadas.
Desde luego que nadie podía concebir que justo cuando el pueblo se alistaba para recibir a sus difuntos, se precipitaría una nueva asonada del gorilismo en la palestra política. Los difuntos llegaron igual, pero no desde el más allá, convertidos en almas, sino desde las calles de la ciudad y con los cuerpos ensangrentados por las armas fratricidas de quienes creyeron ser desde siempre los dueños del poder y la razón.
Inmediatamente consumado el objetivo de los militares golpistas, las principales arterías de la ciudad de La Paz se llenaron de manifestantes, que organizaron mítines y levantaron barricadas con adoquines sacados de las plazas San Francisco y Pérez Velasco, para resistir a las tropas de los regimientos Tarapacá e Ingavi, que tomaron la Plaza Murillo y calles adyacentes, el frontis del Parlamento y el Palacio de Gobierno.
La Central Obrera Bolivia (COB) convocó a la huelga general y al bloqueo de caminos. Los mineros entraron en huelga indefinida bajo el lema: «¡Hasta que se vaya Natusch Busch!». A la convocatoria se sumaron estudiantes, maestros, vecinos, intelectuales y otros sectores populares, que se congregaron en diversas zonas paceñas, como el Cementerio General, Munaypata, Villa Victoria y en la Zona Ballivián de El Alto.
En inmediaciones de la sede de la COB se congregaron piquetes de obreros y estudiantes, tratando de levantar barricadas para defenderla de cualquier ataque. Apenas las descargas de las ametralladoras zumbaban en el aire, se tiraban al suelo, pero luego se volvían a levantar, con los puños en alto y la mirada encendida, para seguir gritando: «¡Asesinos!» «¡A las fronteras!…». Todos permanecieron en sus sitios con la firme decisión de «morir antes que esclavos vivir».
La resistencia popular, que se organizó espontáneamente, no tenía el objetivo de defender al derrotado presidente constitucional Wálter Guevara Arze -ni al gobierno civil interino inestable, que no duró ni tres meses-, sino la democracia que hacía poco se había recuperado de manos de la dictadura militar de Hugo Banzer Suárez; es decir, en la memoria colectiva estaban frescas las luchas libradas durante siete años contra la dictadura y el pueblo boliviano no estaba predispuesto a soportar un nuevo zarpazo contra la incipiente democracia que renacía como el Ave Fénix de sus propias cenizas.
Los luchadores sociales, que durante dos semanas se movilizaron en las principales calles de Paz, Cochabamba y centros mineros, pusieron en jaque al efímero gobierno del coronel Natusch Busch, como una muestra de que contra la voluntad de lucha de un pueblo no pueden las tanquetas de guerra, las ráfagas de las avionetas ni las balas de un ejército dispuesto a matar a mansalva.
En algunas imágenes registradas por la prensa se ven a los uniformados portando armas, a los manifestantes atisbando por las esquinas entre el espanto y la zozobra, a jóvenes que se enfrentan a las tanquetas con el pecho descubierto, a heridos que son cargados por sus compañeros y los cuerpos de los caídos en medio del dolor y el llanto.
No faltan las imágenes donde aparecen hombres y mujeres armados con lo que tenían a mano o encontraban a su paso; piedras, palos, cables y otros objetos contundentes, que les pudiera servir para defenderse de los uniformados, quienes tenían la orden terminante de mantenerse en sus posiciones a sangre y fuego.
La huelga general declarada por la COB, que pronto fue secundada por otras organizaciones sociales, se convirtió en un movimiento de masas que, al grito de «¡asesinos!», logró poner fin a los 16 días de gobierno de Natusch Busch, quien, por su actitud sanguinaria, pasó a ser conocido en la historia como el «Mariscal de la Muerte».
Natusch Busch, ante la presión de un pueblo enardecido, anunció su capitulación y prometió levantar la «Ley Marcial» y el «Toque de Queda», dictados el primer día del golpe de Estado. Sin embargo, antes de alejarse del poder en medio del estado de sitio, pidió al Congreso que eligiera un nuevo presidente a cambio de mantener el Alto Mando nombrado por él y que no se tomaran represalias contra los golpistas ni se devolviera el mando presidencial a Wálter Guevara Arze.
Los congresistas, aunque consideraron ese planteamiento como una manipulación de los golpistas, prosiguieron con la elección del nuevo mandatario constitucional, eligiendo a Lydia Gueiler Tejada como a la primera presidenta de Bolivia, pero se dejó intacta las bases golpistas que, ocho meses después, volverían al ataque; un hecho que hace suponer que el golpe del «Mariscal de la Muerte» fue sólo un ensayo para consumar el golpe de Estado del 17 de julio de 1980, que llevó al poder a García Meza y Arce Gómez, dos militares financiados por los narco-dólares que, a su paso por el Palacio Quemado, cometieron nuevos crímenes de lesa humanidad.
Durante la «Masacre de Todos Santos», en el que se sembró el pánico y el terror institucionalizado durante 16 días, los militares golpistas se mancharon las manos con la sangre del pueblo, pero no pudieron acallar las voces de protesta que se alzaron como símbolos de protesta ni pudieron aplastar la indomable fuerza de resistencia de un pueblo dispuesto a defender a cualquier precio la democracia y la justicia social.
La «Masacre de Todos Santos» cobró la vida de al menos 300 personas y dejó el saldo de alrededor de 500 heridos, quienes, con la mente y el cuerpo todavía marcados por una contienda desigual, cuentan los horrores que les tocó vivir en carne propia. No es menos escalofriante la suerte que corrieron los «desaparecidos». Algunos testimonios aseveran que, durante las dos semanas teñidas de sangre, los militares se dedicaron a hacer desaparecer los cadáveres fondeándolos desde las avionetas al lago Titicaca o arrojándolos en las regiones inhóspitas de los Yungas. Se creía, asimismo, que los «desaparecidos» fueron enterrados en fosas comunes o cremados en el Cementerio General. No se sabe la verdad a ciencia cierta, salvo que los «desaparecidos» fueron también víctimas del sangriento golpe militar.
Está claro que la «Masacre de Todos Santos», aparte de los traumas psicológicos que afectó a la ciudadanía, dejó también centenares de viudas y huérfanos, que no fueron recompensados por su dolor ni conocen la justicia hasta nuestros días, puesto que los responsables de la masacre permanecen en la más absoluta impunidad. Sobre ellos no ha caído la condena ni todo el peso de la ley.
La sangre derramada por las víctimas no ha sido reparada, como si el Estado boliviano no tuviera la ineludible obligación de determinar responsabilidades por las muertes, desapariciones y traumas de las familias afectadas. Si el Estado, por desidia o falta de voluntad política, no puede cumplir con esta «tarea pendiente», es natural que las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos exijan la creación de una Comisión Nacional de la Verdad, para recuperar la memoria histórica, esclarecer los hechos que quedaron pendientes debido a varias razones y proceder a sentarlos en el banquillo de los acusados a los autores materiales e intelectuales de la masacre de noviembre de 1979.
Ya se sabe que la justicia, a veces, llega tarde, pero llega. Ahora sólo se espera que en el caso de la «Masacre de Todos Santos» no llegue demasiado tarde, porque se nos morirán los responsables antes de que sean juzgados, como pasó con el golpista Alberto Natusch Busch, quien murió tranquilo en su casa, en noviembre de 1994.
¿Quién era, en realidad, este personaje con grado de coronel? Era el representante del sector más reaccionario de las Fuerzas Armadas, un militar de carácter temperamental y bebedor empedernido. Alberto Natusch Busch, como ex ministro de Agricultura y Asuntos Campesinos de la dictadura de Hugo Banzer Suárez, fue responsable de la masacre de Tolata y acusado, en repetidas ocasiones, de organizar conatos subversivos contra el gobierno constitucional de Wálter Guevara Arze; acusaciones que él desmentía categóricamente, hasta que en la «Masacre de Todos Santos» saltó la liebre y dejó al descubierto el verdadero rostro del «carnicero de noviembre», del «Mariscal de la Muerte».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.