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“Pantone”, de Léatrice Eisemann y Keith Recker

La memoria cromática

Fuentes: Rebelión

Una mañana vas a hacer recados y te percatas, como Gulliver, de que resides en un vasto hormiguero en el que pululan semejantes, digamos más bien similares, revestidos de negro. Cuyos leggies negros, chupas negras, blusas y jerseis negros, cabelleras negras, zapatones y botas negros y, asomando por los hombros de ellas, tirantes de ropa […]


Una mañana vas a hacer recados y te percatas, como Gulliver, de que resides en un vasto hormiguero en el que pululan semejantes, digamos más bien similares, revestidos de negro. Cuyos leggies negros, chupas negras, blusas y jerseis negros, cabelleras negras, zapatones y botas negros y, asomando por los hombros de ellas, tirantes de ropa interior negra, de un engorro se pasó a la coquetería, y en los dedos sortijones de piedra negra agregados a otros surgidos del serrín en anillaje de ambigüedad idéntico a ciertas especies de serpientes asiáticas; y todo ello te suscita un instinto mimético que, «Pantone» cerrado y disfrutado, intentaré escrutar. Necesito pero ya, te dices, una camisa negra como la de Brando en «Guys and Dolls». Que de ser propia de macarras ha regresado con corbatas oscuras, parafalangistas, al atuendo viril -o bufonesco- de las bodas y bautizos. Más bien, cuando te notas discordante, te sitúas en esas pesadillas en las que te ves desnudo sin que la muchedumbre que te cruzas parezca darse cuenta de ello, ni concederle importancia. En los dedos de la camarera, el enigma de los diez anillos: adivina si estoy libre, casada, enrollada o vacilando contigo. En EEUU ojo con la alianza: te toman por ligón descarado, o por gay, si no la llevas. Ni artritis, ni cuentos. Es aderezo obligatorio hasta el próximo divorcio. De oro. Los nativos de las Américas se extrañaban por el interés del carapálida por aquel metal, cuando el acero que llevaban encima, corazas resplandecientes, espadas centelleantes, resultaba más vistoso. ¿Ustedes se imaginan un «Guggenheim» en dorados? Era el acero codiciado por su utilidad inmediata, no por su simbolismo gratuito. Por eso lo trocaron los indios por pieles preciosas a las que más abajo nos referiremos. Confieso, por mi parte, que me va más la plata que el oro en cuanto a eso que llaman seudestesia.

Cripsis colórica

Vive la casta humana, desde la década 1960, en la fase de mimetismo conocida como cripsis: los bluyines les adaptan al entorno y ya no importa la marca ni el tejido. He descubierto en lo hondo de un armario unos vaqueros deshilachados y con un bolsillo hecho trizas. De tirarlo, nada: en las rebajas están carísimos, pese a los desperfectos artificiales. Los que sí cantan como grillos, sean cuales sean sus colorines, sus sombreros-hongo de cuando Maigret, sus flexibles color ladrillo, a juego con el terno, sobre el ojo perspicaz y la gabardina color gabardina con un bulto en el sobaco, o sus atuendos de clochard colocao, son los de la pasma. Hoy en día les delatan sus pendientes excesivos, que les sellan la oreja, y su aspecto que no cuela ni en un gaztetxe. Tiene una visión hipersensible, la pasma, del colorido del hampa horrorista como algo gris, mustio, o de camisas hawaianas. Como las de «De aquí a la eternidad», que era en blanco y negro y, sin embargo, les captábamos las gamas: toda una floresta a lo largo de las costillas: así que traficante o posesión. Ha descubierto la mujer, por otra parte, que unos vaqueros, o tejanos, resultan más sexy, por ocultación insinuante, que una minifalda de cuero rojo. (No me convence, serán los atavismos). Ya no importa el color azul que originó el nombre: ‘blue jeans’. Llegamos a calzarlos, voy al varón, bajo chaqueta de cóctel, formal, de tweed discreto. Fenómeno que, si se es bien parecido, hace destacar facciones y complexión. Lo de marcar paquete fue momentáneo, por lo rufianesco, zafio y sospechoso de rellenos. En cuanto al aposematismo, como se conoce el camuflaje de alarma e irritación, que es al fin y al cabo de lo que tratamos aquí desde el punto de vista humano, pongamos que una chupa bermellón -la del inevitable James Dean- es señal de agresividad ante la aparición simultánea de la pareja escogida y el rival. Somos saurópsidos. De ellos descendemos.

Pellejo hipersensible

Nos distinguimos, a peor, de todas las otras especies, en que precisamos de una piel añadida al fino pellejo, hipersensible, que nos recubre: una piel que nos proteja del frío, que nos camufle ante los depredadores y que, poco a poco, a base de plumajes, narices perforadas, collares, dijes, brazaletes que terminaron sintetizándose en galones de rango, nos coloque en un orden jerárquico, tirando a caótico, nacido del frío, el miedo y el hambre originarios. Todo es regreso al futuro excepto la moda actual, que cada vez más se sirve de una retrospectiva inagotable. Africana en pinjantes; con algún que otro poncho residual que nos solidariza con los indios del Machu Pichu. Otro reflejo mental digno de observación: acoplarse a los colores del marginado a modo de hermanamiento.

Tras el Eduardismo, encajes, ganchillo, matices de mansedumbre monótona, arreboles cuyo máximo atrevimiento es el lila del lirio, rozando el alivio de luto, se masca la gran guerra. Irrumpen el caqui, otros tonos del barrizal y la trinchera. Ocre de sangre seca y escarlata de .la Cruz Roja. Pero antes, como grito de guerra, han irrumpido los trocatintes indefinibles del Expresionismo (Van Gogh es expresionista ya en 1889, contemplen su «Noche de los Astros»); Gauguin ha puesto mares por medio y reside y pinta en junglas envidiables (de no ser por los mosquitos y la higiene) con paleta fúlgida. Y Delaunay, Matisse preceden como intertonales antes de que, el 7 de junio de 1903, cuatro estudiantes de arquitectura fundaran la movida artística «Brücke» («El Puente»). Eran Fritz Bleyl, Ernst Ludwig Kirchner, Eric Heckel y Karl Schmidt-Rottluff. Unos jetas cuyo deseo era pintar, pero que seguían matriculados en Arquitectura, asignatura más pragmática que producir cuadros, para seguir recibiendo la paga de sus familias y gastársela en aperos artísticos. Pudo ser, «El Puente», una simbología generacional de rebeldes con causa (seguían los pasos rupturistas del Romanticismo alemán) entre una orilla conservadora y comilfó y una ideación del cuadro como cataclismo en el que los mundos chocan. No abandonan la técnica de los colores complementarios para fingir la luz, que es invisible. Se disolverán, como todo ímpetu de juventud. Llegarán la Bauhaus, el Suprematismo Ruso, como alternativa indistinguible de la anterior, y el flash lívido de la linterna del acomodador entre filas de butacas de peluche rancio y, arriba, presidiéndolo todo, la pantalla. Le irán metiendo distintos filtros, al celuloide; incluso otros efectos de feria, como el 3-D, que fracasó y fracasará. Nos sigue fascinando el color más inconsútil, el del fuego que mantenía a distancia al «ursus speleae», una de las figuras más abundantes en arte parietal, aunque se prefieran las postales de bisontes y caballos. Me decía Paulino Larrañaga, maestro de maestros en la Escuela-Eibar, que nadie ha superado, en composición de colores, a aquellos maestros del Gravetiense.

Tinieblas de colores

El futuro, pese a los esfuerzos de los creativos del cómic y dibujos animados que, por lo antes dicho, tienden a vestirnos de ajustadas mallas que sustituyen la pelleja de animal que nos falta (véase Superman) no existe. De la piel del oso, señalábamos más arriba, se pasó a la más distinguida y exclusiva: el visón. Todo futurismo se refleja en una anterioridad ineludible. La memoria cromática no nos abandona. Aquellos tranvías amarillos, el pajizo Van Gogh de las sillas de la cocina, o la baldosa rojiza en ocres del suelo, se perpetúa en la pupila que creíamos atrofiada. Un futuro que los punkis negaban con razón. Cuando te mueres («qué bueno era») todo concluye. Los colores del Más Allá han de ser irreconocibles y por ende indescriptibles por el ser humano. Puede que consistan en tinieblas. Tinieblas de colores. Hace siglos se decretó que lo tenebrista es un colorido de muertes tempranas y limbos en claroscuro tras unas fiebres tifoideas sin antídoto. Les propongo un experimento. Se va a El Prado, se visitan y escrutan los Caravaggios, si hay alguno; la Escuela de Sevilla, algunos Velázquez, que personalmente me parece un soseras para calendarios, e inmediatamente, con los sentidos palpebrales aún en vibración, se penetra donde los Primitivos Flamencos. Allí, los punkis claveteados yerran: «El Triunfo de la Muerte» es un estallido de iridiscencias para un motivo que el tópico convirtió en, por ejemplo, un Solana. Variaciones, las de Ieronimus Bosch, hasta la última figura. Este era mi lugar predilecto, de chaval, para hacer novillos. En lugar de coger el tranvía color mostaza podre, iba a pie y me quedaba para la entrada. Es mi memoria cromática: percatarme de que cada muerto, cada esqueleto, cada guadaña, disponía de un matiz propio. No muy lejos, tirando a mates sombríos, las «Tentaciones de San Antonio», de Brüeghel el Viejo. Es el mentís a todo cuanto se empeñan los creyentes y parapsicólogos cuando describen un fúlgido tobogán a cuyo final nos aguarda un hombre de blanco, casi una caricatura de Don Limpio. El éter, allí, al cesar el concepto del tiempo, es lumínico, pirotécnico. Nadie regresó para describirlo, pero prefiero imaginarlo así: una siesta y, todo lo más, esa tonalidad sonora de campanas en lejanía.

Prendas de punto

Este año se han vuelto a engrasar las tricotosas de pedal, Alfa, Sigma, que en la última recesión los trabajadores de aquellas fábricas que se consideraban eternas iban vendiendo puerta a puerta para sobrevivir. Les habían concedido el finiquito de la ERE, en material. Ofertaban, seamos concretos, las eléctricas. Pero constituían todo un símbolo, las compañías del pan garantizado en toda la comarca gracias a los talleres subsidiarios, del blindaje patronal: Nosotros chapamos por motivos inconcretos, nos echamos la culpa el uno al otro, ambos al Gobierno y vosotros, a buscaros la vida a los 55. Si soy negacionista de la crisis (¿dónde está la pasta, se la han llevado los marcianos verdes de Ganímedes) es porque he vivido así como nueve o diez en mi vida laboral, y además soy fruto del estraperlo.

Se recuperan, iba diciendo, agujas de todos los calibres, patrones, cuadernos de fórmulas exclusivas, ganchillos, trebejos que se creían en desuso. Reaparecen las tricotosas, ya se dijo, en los escaparates, de electrodomésticos, y regresamos al gorro de explorador de la Antártida, o al otro, que tapa las orejas, de los que acceden a las cumbres de los Andes, de la Puna, de fino bordado multicolor. Nos abrigamos con jersey de dibujo de esquiador a partir de antiguas fórmulas y figurines recuperados de baúles de abuelas y tatarabuelas. También a los pulovers en plan Marcelino Camacho, vigentes mientras perduren las prisiones y, en ellas, la mustia calefacción. Peor que el frío. Jerseis hasta media pernera del pantalón de pana, o doble chándal sobre calzoncillo largo, de trampero.

«Coast to Coast Woolens»

En «Pantone», disculpen que les reviente unos datos, los tejidos de lana (tienen su apartado) surgen en una zona, Nueva Inglaterra, que tiende a adoptar los hilados y legendarios tejidos británicos. Pionera en el asunto, la firma «Hockanum Woolens», en Connecticut, sufrió altibajos como industria textil hasta asentarse en 1955, cuando lanza su colección, de suma vistosidad, «Coast to Coast Woolens». Siempre con el membrete del tatarabuelo: «Hockanum». Solo añado, copiando del texto, que «la paleta de Coast-to-Coast Woolens se basaba en tonos saturados y seductores como american beauty, ginger, dahlia, purple opulence y epsom». O «Charcoal grey, blue heaven y beige». Tuvo que ver con Dior, tras casi un siglo desde su iniciativa, el aventurero Hockanum. También, con la top-modista Lilly Daché. Al margen de esta aplicación de lo práctico a la ‘haute coûture’ de los ropajes, Hockanum, como tantos otros, es una de las certezas históricas que «Pantone» refleja en sus páginas. De confeccionar uniformes y ropa interior de abrigo durante la Guerra Civil USA, sus operarios y capataces comprendieron que lo que más se mira en las sastrerías es la imbricación sólida del tejido y la calidad de la procedencia. Así, este industrial fue más allá e hiló prendas finas para hombres y mujeres, muy alejadas de lo castrense.

Todo lo percibimos en technicolor con otros matices que van de lo chillón a lo soñoliento. Es artificio propio, mimetismo, insisto, anclado en el paleocortex. Las pieles de los Picapiedra, las de todos los habitantes del orbe cuando progresaba la civilización, tendían a uno de los instintos menos estudiados en el sapiens: agregar lo colórico a lo práctico. «Pantone» llama la atención acerca de la baquelita y otros elementos sintéticos. No olvidemos la era del plexiglás: peines, jaboneras de colores insospechados. Como otras especies que quedaron atrás, y que en épocas de celo enardecían sus plumas, pelajes o crestas intensificando sus tonos cálidos, cosa de ligar, vamos procurando aún emerger del negro con que comenzó este relato de memorias cromáticas. Toda una pugna. Cuanto más distinto logras ir por la vida, hallas que seis semejantes más han decidido hacer lo mismo. Un concierto de desconciertos. El cine creó, crea y creará estrellas, cierto; solo que ahora, ojo: lo cibertecnológico requiere una pureza de cutis total. Durante una época de feminismo USA, se criticó que en el cine pudiesen aparecer los galanes afeitándose, secuencia que se les negaba a las mujeres que se depilaban las piernas. Pues no les falta razón, pero sucede que el sentido estético de las masas se estraga y tarda eras en estetificarse.

El verde no es verde

Vivo rodeado de verdinegro, las riadas, y rocoso mar adentro, por una ventana; de verde por la otra. Sé que el verde es fruto de miles de briznas de distinto color. No lo representa ni Malrsborough. Me consta que el azul marino es pura filfa, como sé que el horizonte no es horizontal y que ello, con la consiguiente convicción de cualquiera que se plantara en una ensenada o playa y lo observase, era ‘ vox populi’ sin necesidad de enviar a Magallanes a garantizarlo. Nadie podría quedar al margen de la deducción, clara como el agua potable, de que el planeta Tierra es redondo u ovalado. O bastaba con mirar la luna llena, reina de las descripciones coloristas poético-literarias. Color queso de Burgos, piedra pómez, raja de melón, hueso muerto. Solo que el azul-marino es una pifia. Bucea, y todo será verde. Algas, anémonas, pertenecen a un feraz mundo submarino. Entiéndanme, submarino hasta la rodilla. Todo esto resulta más que útil para quienes, en la actualidad, quieren ver en el tricotar de lanas – ojo a su pureza, no hay como un chaleco de crin de cabra, sin añadidos, para trabajar con los brazos libres – una muestra de penitencia ante las exigencias del Gobierno. Esperemos que la moda ésta de los aderezos de lana, hay tintes infinitos para el vestuario así trabajado, no responda a una alegoría de lo cutre-postguerra que nos amenaza. Si se trata de una sátira con inventiva y buen ojo a la hora de pillar el ovillo exclusivo, bienvenida sea.

Artes Gráficas en auge

En este ejemplar de «Pantone», todo un recreo para la mirada mixta del camaleón (capaz de controlar casi los 360º) un ojo lee y otro contempla, se han reducido al siglo XX, con un plazo de distanciación y perspectiva de los años que sufrimos hasta que se inauguró el Milenio y nos sentimos menos España (con sus leyendas negruzcas) y más Europa. Y más ricos, y más tecnológicos. Ay, julais de libro. Se edita «Pantone» en 2011 y se consuma como un puntazo más de «Me gusta leer»: Artes Gráficas aplicadas al deleite visual, ya dijimos; pero también táctil. La presentación lo es casi todo, también para quien lo escribió, que agradece le adapten el discurso en soporte adecuado. Aquí la maquetación se complementa con el texto en exacta simbiosis. El contenido sociológico, a veces satírico (sin querer) de la especie humana, delata de puntillas nuestra tendencia a lo mimético. Si he comprendido bien la intención global, el análisis de esa Prehistoria que para casi todos constituye el siglo XX se contempla como curiosidad herpetológica el fenómeno del camaleón, que se funde en las tonalidades en las que está retrepado a modo de camuflaje para que no le depreden, más celeridad aplicamos los sapiens en fundirnos en lo ‘trendi’ colórico para pasar inadvertidos. El negro, conste, es una añagaza indumentaria para que la tribu no nos margine. Resulta muchas veces que la memoria inmediata nos retrotrae a la lejana, trágica sensación de un montaje de «La Casa de Bernarda Alba». Así, el color aldeano de postguerras, PGM, SGM, Guerra de España, con viudas entrapajadas, ahora resulta resultón; el color, también, de bocas de mar donde los naufragios convirtieron el censo, muy a su pesar, en una ginecocracia. En cuanto a la estructura, no se engañen: cada década contiene sus subdécadas, sus minidécadas subitáneas, y del negro uniformal se pasa a los floripondios; y los varones nos preguntamos, malditos álbumes de fotos, cómo fuimos capaces de ostentar con orgullo aquellos pantalones-campana. De cuadros. Cierto: el tono pastel es la Belle Époque. Los felices años 1920, más ácratas que los actuales, disfrazaron la penuria con bisuterías bantúes repescadas en El Rastro, y dodecafonismo en joyas y collares, Las películas de gángsters, Humphrey Bogart, Richard Castellano, Bette Davis, Buster Keaton, Boris Karloff o Bela Lugosi, mudas o fonéticas, eran (son) en blanco y negro.

La Fotografía inveterada siempre mantendrá que dicho arte, el cliché, es en blanco y negro. Pero se refieren a las escalas de grises que, forzadas, alcanzan el presuntamente luctuoso negro (en nuestra occidentalidad). Los cuarenta, en España, eran de color ceniza de colilla de ‘caldo’. Menos vomitivo que el Gevacolor. Nos hicimos fovistas, al final de los 1950, durante los 60, las témporas no son nunca exactas, como si reventáramos de revoluciones inermes y tan sublimadas que se quedaron en vacío teórico. Un entendido me dijo una vez que por qué pintaba cielos amarillos. Las vanguardias post- kandinskianas dejaron acuñada una frase definitiva e indeleble: «Eso también lo pinto yo». Llegó a su máxima vigencia, «eso lo pinta mi hijo de ocho años», con los informalistas. Y se me pasaba el art-déco, reincidente en muchas salas de té y pubs. Pero no dejemos de lado el «Op Art, el «Pop Art», la mezcolanza de todo ello en butics que se forraron vendiendo diseño textil de estas características cuyo estallido se extinguió cuando Wall Street engulló toda movida inconformista del orbe. ¿Dispone, un ámbito político-social concreto, de una memoria cromática que no llamaré específica, aunque sí emborronada en lo consciente, tal cual ocurre con la memoria olfativa, cuando a alguien le da por sopesar los caminos que atrás dejó? Lo tengo por seguro, solo con ver quién se puso la corbata, hace poco, y quién no. (Otro día me ocupo de la corbata como adhesivo camaleónico o síntoma político-social). Y no me refiero, en cuanto a reminiscencias cromáticas, a un color de ojos, a un tacto que excitó más que otro las nervaduras que surgen de las yemas de los dedos, de los labios) Ha de intervenir quien lo lea y lo saboree en proceso retroactivo e interreferencial, nunca grisáceo y plastificado, qué le pulsa la retina. Se confunde la nostalgia con lo decadente, y esto como elemento negativo. Ni hablar. Seamos sensatos y enloquezcamos. Que la tribu, o el clan, no nos monotonicen la existencia. ¿Sueña usted en colores? ¿No? Que se lo miren.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.