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La memoria, remedio popular, contra el síndrome de Estocolmo

Fuentes: Rebelión

«Una parte importante de la población de Bolivia, mantiene un idilio amoroso con, Jack el Destripador» ¿Cómo es posible que en los medios de comunicación, cada tanto aparezca una versión remozada de Frankestein, que vuelve a encandilar a quinceañeras y abuelas de una clase media trepadora, dizque, creativa y culta? ¿Qué nos pasó, por qué […]

«Una parte importante de la población de Bolivia, mantiene un idilio amoroso con, Jack el Destripador»

¿Cómo es posible que en los medios de comunicación, cada tanto aparezca una versión remozada de Frankestein, que vuelve a encandilar a quinceañeras y abuelas de una clase media trepadora, dizque, creativa y culta?

¿Qué nos pasó, por qué nos ha ido tan mal en todo? Se pregunta antes de morirse de tristeza, el pobre Sergio Almaraz. ¿Dónde quedó la alegría para esta patria, siempre atragantada de angustias? Quizá en el síndrome de Estocolmo, se encuentre escondida la respuesta que atormentaba al extraordinario analista e investigador. Ese estado de deslumbramiento que provoca a las mariposas, lanzarse sonrientes a los brazos de una vela encendida e insensible. Dependencia psicológica que desarrolla la víctima, respecto a su secuestrador que la hará arder en el infierno, pero ella acude feliz al abismo.

De ser así, cabe aclarar que dicho síndrome, no habría comenzado en Estocolmo Suecia, sino en la mismísima, Chuquisaca Bolivia.

Según la Corte Nacional Electoral (CNE), el domingo 29 de junio de 1980; luego de recuperada la democracia, un total de 220.309 almas, votaron por un tipejo que solo hasta un año antes, había gobernado a sangre y fuego el país, durante siete largos años. Estas, 220.309, almas benditas del purgatorio boliviano, por supuesto, no eran militares ni torturadores ni violadores ni asesinos. Nada de eso. Eran personas silvestres que comulgaban cada domingo, llevaban a sus hijos al zoológico y cantaban el himno nacional con fervor verdadero. Entonces ¿Qué nos pasó? Cómo fue posible que cometiéramos semejante atrocidad.

Kristin Enmark, se llamaba la rehén de 23 años, que brindó un efusivo beso a su captor y que después declaró: «Confío plenamente en él, viajaría por todo el mundo con él». Pero él, es decir, Carlk Oloffson, estaba dispuesto a cortarle lentamente cada uno de los dedos, con tal de impedir que la policía lo detenga. Sin embargo, ella lo tiene en gran estima y aún hoy, después de 40 años, continúan escribiéndose cartas.

Entre 1983 y 1984, el trotskismo, encaramado en la Central Obrera Boliviana (COB), le hizo 300, «huelgas hasta las últimas consecuencias» a la UDP, triste alfeñique de la izquierda boliviana de entonces. Sus huelgas envalentonaron al neoliberalismo, que le vendió al pueblo, el suicidio, como solución. En 20 años, en las narices de los medios de comunicación, remataron 212 empresas del país más pobre del continente. Don Manuel Morales Dávila, solía decir que robarle a un pueblo harapiento, «era un crimen de lesa humanidad».

En dos décadas de angurrias y saqueos de Libre Mercado, ¿Cuántos niños murieron de paludismo, diarreas y tuberculosis? Cuántos sobrevivieron con las carnes masticadas por la leishmaniasis; enfermedad de los perros y los pobres.

Durante los años más infames del neoliberalismo, la derecha, lobo disfrazado de lobo, ganó elecciones, nada más y nada menos, que en los centros mineros, vanguardia del movimiento popular boliviano.

Sin embargo, el año 1997, se nos fue la mano. Aquel año hicimos presidente, al chacal; (Banzer), al mismo que durante siete años, nos había clavado un cuchillo ensarrado en la espalda. Es difícil entender, ¿cómo pudimos hacernos esto?

Los estudiantes de la Universidad Pública de El Alto (UPEA), van por la ciudad cantando:

«qué lindo, qué lindo que va ser.

El Evo, a la escuela, que salga bachiller»

Parece una broma graciosa e inocente, el problema es que la cancioncita, se la corean a un tipo que de niño, caminaba 5 kilómetros cada día para llegar a una escuela sin ventanas ni pupitres, que siempre llegaba atrasado a clases, quizá por el concierto de ranas, que día y noche le atormentaban el estómago.

A demás que, ese chiquillo, que recogía cáscaras de naranja para comer, construyó más colegios y escuelas, como nunca lo harán «los estudiantes revolucionarios» que marchan con paraguas y con el rostro embarrado de bloqueador solar, para que el sol, no les queme la delicada piel ladina.

El domingo 21 de julio de 1946, la ciudad amanece desierta, la nieve cubre los tejados y los árboles, hace mucho frio, el presidente no ha dormido en varios días. A las 10 a.m. Los últimos militares y civiles más próximos a Villarroel, salen del Palacio con cualquier excusa y ya no regresan.

Todos los regimientos «se han dado vuelta». A las 11, llega a Palacio una ambulancia de la Fuerza Aérea Boliviana FAB, en su interior hay soldados ocultos, armados con ametralladoras. Los oficiales ofrecen llevar a Villarroel a la base aérea de El Alto. Durante media hora le ruegan abandonar el palacio, advirtiéndole que peligra su vida. En una actitud similar a la que adoptará Salvador Allende, varios años después; el presidente no quiere huir.

La embajada norteamericana, ha acusado a Villarroel de ser un nazi, por querer aumentar el precio del estaño a los poderosos países aliados.

Entonces, azuzados por los medios de comunicación, unidos por el mismo amor a la patria, marchan codo a codo, albañiles, chifleras, estudiantes de la UMSA, empleadas domésticas, obreros y beatas de Sopocachi.

Los golpistas, saben que Villarroel no ha escapado, que no quiere escapar. Disparan varios cañonazos que hacen temblar toda la ciudad, después, arrebatados por los alaridos y las descargas, suben por las escaleras, lo buscan por los salones y sótanos del palacio. Lo encuentran en una habitación, desarmado, tumbado en el piso con el cuerpo desgarrado por los tiros que ha recibido, lo insultan, le destrozan la cabeza a culatazos, le vuelven a disparar varias veces, luego arrojan su cuerpo por una de las ventanas que da a la calle Ayacucho. La muchedumbre en la plaza, nuevamente escarmienta con saña el cuerpo de este hombre muerto hace varias horas, como queriendo causarle un dolor, más allá de la muerte misma.

Lo despojan de su vestimenta y lo cuelgan de uno de los postes de luz, al lado de su edecán Waldo Ballivián y de su secretario privado Luis Uría.

«Villarroel había querido dar los mismos derechos al blanco y al indio, a la esposa y a la amante, al hijo legal y al hijo natural»: lo mataron.

Ciertamente la historia de Bolivia está llena de olvidos, pero también de mucha memoria.

Porque la memoria nos salva de la humillación y porque el olvido, es un lujo que los pueblos no se pueden dar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.