Hace apenas un par de días nos compartían en un grupo de facebook la Declaración sobre la Ciencia y la utilización del Conocimiento Científico de la Conferencia Mundial sobre la Ciencia de la Unesco realizada en Budapest en 1999 donde puede leerse: Todos nosotros vivimos sobre un mismo planeta y formamos parte de la biosfera. […]
Hace apenas un par de días nos compartían en un grupo de facebook la Declaración sobre la Ciencia y la utilización del Conocimiento Científico de la Conferencia Mundial sobre la Ciencia de la Unesco realizada en Budapest en 1999 donde puede leerse:
Todos nosotros vivimos sobre un mismo planeta y formamos parte de la biosfera. Hemos de tener en cuenta que nos encontramos en una situación de interdependencia creciente y que nuestro porvenir es indisociable de la preservación de los sistemas para el mantenimiento de la vida sobre la Tierra y de la perpetuación de todas las forma de vida.
Esta afirmación puede ser ampliada, sin temor a forzarla, a diversos espacios: todxs formamos parte del mismo ecosistema cultural y social que, con sus muchas diferencias y posibilidades, es interdependiente. Será por pensamientos como estos que Borges afirmaba en una entrevista que «la originalidad es imposible. Uno puede variar muy ligeramente el pasado, cada escritor puede tener una nueva entonación, un nuevo matiz, pero nada más. Quizá cada generación esté escribiendo el mismo poema, volviendo a contar el mismo cuento, pero con una pequeña y preciosa diferencia: de entonación, de voz y basta con eso».
A nosotræs nos gusta pensarnos como cocteleras de información de la que extraemos nuestra materia prima para crear. En general, no creemos en genialidades ni excentricidades. Retomando a los clásicos Platón y Aristóteles ellos consideraban que el rasgo distintivo del arte es que representa o reproduce la realidad. Para nosotræs eso quiere decir que nada sale de la nada, lo que sí está claro es que conforme han pasado los años (o más bien los siglos) las formas, herramientas, lenguajes, etc con las que se han materializado esas realidades han ido multiplicándose y por tanto muchas veces los discursos se han complejizado.
De alguna manera cada unæ de nosotræs somos esos recipientes en los que se mezclan todos los descubrimientos, aprendizajes, vivencias y con todo ello producimos algo. Nada nos pertenece en exclusiva y sin embargo esos productos que hemos mezclado en nuestros interiores y que elegimos visibilizarlos en forma de conversaciones, pinturas, ilustraciones, canciones, piezas escénicas, muebles, novelas, jardines, comidas o lo-que-sea-que-hagamos sí ameritan el reconocimiento de nuestros pares y semejantes.
Reconocer que una obra la-que-fuera fue realizada por tal o cual persona (o grupo de personas) forma parte también de ser en sociedad. Creer que esa realización solo le pertenece a esa persona (o grupo de personas) es, además de mezquino, ¡imposible!
Desde que nacemos aprendemos por copia: copiamos gestos, palabras, acciones, juegos. En el compartirlos reproducimos esas copias y a la vez nos re-copiamos. Las sociedades existen gracias a ese flujo de recontagio, podríamos decir. Creamos y recreamos porque somos capaces de copiar a nuestræs precedentes.
Eso que hoy podríamos llegar a preguntarnos tanto a la hora de firmar una creación: ¿la registro en Copyrigth porque quiero vivir de lo que hago o la licencio en Creative Commons porque esto lo hago solo por placer? encierra en sí mismo una trampa (sobre la que hablaremos más adelante) y a la postre es un cuestionamiento relativamente nuevo en la historia.
Muchas de esas prácticas que hoy se consideran piratas fueron las que hicieron nacer y crecer las culturas tal y como las conocemos ahora. ¿De dónde sale entonces la creencia contraria? En un artículo de 2012 de Amador Fernandez Savater se hace una referencia muy elocuente: «Desde tiempos inmemoriales la cultura ha sido considerada como ‘peligrosa’; no, como nos quieren hacer creer, en peligro de desaparecer, sino peligrosa por su capacidad de expandirse, de multiplicarse, de llegar a aquellos que podrían manejarla ‘peligrosamente'». Allí podrán encontrar por caso, las formas que adoptaba Quevedo para hacer circular sus obras, así como obras de épocas anteriores a la suya que sin este copy-paste se hubieran perdido para siempre.
Antes de la Modernidad traducir, copiar, engordar una obra no tenía ninguna carga negativa. La Modernidad vino a darnos ese yo-civilizado, individual y egoísta que necesitamos para desarrollarnos. Si lo natural es ser seres sociales que se comparten, se aprenden mutuamente y se redefinen, la Modernidad vino a traernos el convertirnos en seres antisociales que se recelan, se aíslan y se compiten. Si de eso se trata, gracias pero pasamos.
En un comentario a este mismo texto un lector dice «o jugamos todos o se rompe la baraja» o, lo que sería lo mismo, si no todæs tenemos la posibilidad de participan, la rueda dejará de girar.
Al parecer este proceso de cercamiento de las ideas y las creaciones había empezado a consolidarse algunas centurias antes con la aparición de la categoría renacentista de autor. En su libro Estética. La cuestión del Arte Elena Oliveras afirma que «es en el Renacimiento cuando el artista comienza a producir no para la comunidad, sino para el cliente individual». Para ese entonces ya se comenzaba a hablar de los autores como creadores (semi-dioses) y poco después, de la mano del escritor jesuita Baltazar Gracián, se sumaría entre sus aptitudes el concepto de ingenio. Esa idea de los autores como seres extraordinarios, geniales, con una sensibilidad especial que está ampliamente extendido en la actualidad, se perfiló allá por el siglo XV. Hoy, cuando la imitación, la compartición, la remezcla y las co-autorías vuelven a ser de todos los días y ya nos cuesta creernos ese cuento, las restricciones deben venir de la mano de leyes cada vez más severas. Si no queremos entender por las buenas, deberemos hacerlo por coacción (otro de los grandes pilares de la Modernidad).
La diferencia fundamental es que si hoy queremos mantener esos espíritus de disposición, entusiasmo, gusto y emoción por aquello que hacemos, y eso que hacemos es considerado una de las muchas expresiones artísticas existentes, entonces debemos hacerlo por amor al arte. El quehacer artístico aparece como totalmente escindido: o ganamos dinero con ello o lo hacemos por placer. Menos mal que la ética hacker nos está devolviendo poco a poco a aquello de los reconocimientos y meritocracias, al hacer por placer, al vivir de lo que hacemos, etc. Sin ánimo de lucro no significa no-poder-ganarse-la-vida sino solo que el lucro no es el fin último (y único) por el que haces lo que haces.
Por tanto en todo este contexto aparecen dos conceptos asociados: propiedad intelectual e industrias culturales. Las industrias culturales han instrumentalizado la figura romántica del autor, el genio solitario, el intelectual incomprendido en aras de reforzar esta idea de propiedad intelectual. Sin embargo, apenas escarbamos sobre esta idea aparecen historias algo diversificadas.
Pepe Cervera cuenta al respecto que «contra lo que afirman muchos defensores del derecho de autor expansivo éste no ha existido desde siempre. Desde la invención de la escritura en la Antigüedad hasta la Edad Media no existía nada similar a un derecho de monopolio o control para el autor de un trabajo; una buena parte de los libros que se publicaban eran de hecho recopilaciones de textos anteriores, por supuesto sin preguntar a sus autores».
Con la invención de la imprenta este panorama comienza a cambiar. Esta tecnología requería de una paciente y trabajosa dedicación para elaborar los patrones de impresión de los libros, pero una vez publicado un texto, copiarlo/reproducirlo era sumamente sencillo. Además, mediante este método era posible democratizar el conocimiento que durante siglos había estado encerrado en los monasterios. Se avecinaba un peligro que había que evitar por lo que se establece un pacto entre los poderes reales de la época y los editores: era más fácil controlar esto en origen que luego cuando comenzara a diseminarse así que se restringieron las copias. La palabra clave es control.
Con estas transformaciones en los modos de producción se acentúa la división social, se especializa el conocimiento, se profundizan las diferencias entre quienes pueden tener acceso al conocimiento y las creaciones culturales y quienes están vetados de él. La cultura pasó de ser algo que creábamos cotidianamente mientras realizábamos nuestras tareas domésticas a algo que solo podía ser realizado por unæs pocæs elegidæs. Para Bianca Racioppe «Esto cambiará, sin duda, los sentidos del arte, transformándolo en algo para ser contemplado, admirado; y del autor, que tendrá una firma, un nombre ligado a un valor de cambio de acuerdo al reconocimiento y la legitimación que obtenga de los circuitos de circulación de lo artístico». La llegada de las ideas burguesas que dieron sustento a la modernidad tiñieron a la cultura de sus premisas: el arte se escindió de la sociedad, se hizo individual en su producción y en su percepción. «No es casual, entonces, que sea en estos momentos históricos cuando la producción artística, transformada en mercancía, empiece a tener leyes que la protejan y la restrinjan con el objetivo de ‘fomentar la creatividad’, entendida o asumida como la obra de un genio creador».
¿Qué tiene de especial crear? ¿Quién determina qué es una creación y qué no lo es? ¿Por qué una actividad creativa merece más reconocimiento que una alimentaria, por ejemplo? Vemos aquí otra escisión importante: las actividades de la cabeza vs las actividades del cuerpo. Pocas excepciones demuestran los contrario (quizás los deportistas de las grandes ligas, y eso porque hacemos un culto excesivo a la industria cultural devenida entretenimiento, pero ese ya sería otro tema). Vivimos en una época en la que alguien puede tener una idea original y vivir toda la vida de ello. La humanidad ha ido moviéndose justo en el punto donde empezamos a desarrollar la curiosidad. En contra de eso mientras unas personas merecen ganar dinero una y otra vez por una misma cosa, otras merecen lo contrario. Jose A. Pérez lo dice con una ironía locuaz : «los trabajadores de la cultura tenemos ciertos privilegios. Por ejemplo, cobramos por la difusión de nuestra obra. ¿Y eso por qué? Porque somos creadores. Somos seres sensibles que ponemos nuestra sangre y nuestro sudor sobre el papel, sobre las tablas, quemamos con nuestra alma el celuloide (o el disco duro, depende de cómo ruedes). Los creadores tenemos un universo moral que el resto no puede comprender».
La gran explosión de corrientes artísticas de principio del siglo pasado tuvo gran parte de su razón de ser en los encuentros, intercambios, las horas-que-pasaban-juntxs toda clase de artistas, obreros, bartenders… Esas corrientes todavía son vistas a la fecha como grandes referentes a los que responderles artísticamente (¿pero eso no sería acaso también plagio, apropiación, versión, resignificación?) Parece que la lógica fuera: podemos tomar del común todo lo que necesitemos pero podemos reservarnos todos los derechos que no devolver nada a él. Lo tuyo es mío y lo mío es mío. Y punto. Algo de eso huele muy mal.
Continuará…
Fuente: http://sursiendo.com/blog/2013/05/la-muerte-del-autor-como-fundamento-de-la-cultura-libre/