El 9 de octubre de 1967, el Che Guevara fue asesinado en la Quebrada del Yuro, Bolivia. Tres años y medio más tarde, a diez mil kilómetros de distancia, el coronel Roberto Quintanilla -uno de los responsables de la muerte del mítico guerrillero y entonces cónsul boliviano en Hamburgo, Alemania- caía bajo las balas de una vengadora, Mónika Ertl.
Durante el mediodía del 1º de abril de 1971, el cónsul de Bolivia en la ciudad alemana de Hamburgo se encontraba en su despacho, situado en el primer piso de un antiguo edificio céntrico. Con un dedo clavado en el intercomunicador, oía la voz del recepcionista:
–Llegó la señorita australiana que viene por su visado.
–Hágala pasar.
Entonces se alisó el bigote negro mientras se ponía de pie. Tras entrar, la mujer cerró lentamente la puerta. Su cabellera rubia lucía un laborioso peinado y unas gafas de sol le enmascaraban el rostro. El cónsul la recibió con una sonrisa que se esforzaba en resultar amable, mientras extendía la mano izquierda hacia una silla. Y dijo:
–Tome asiento, señorita.
Ella no obedeció. Estaba como paralizada. La escena misma se paralizó.
El cónsul, algo incómodo, repitió la frase con un tono más enérgico. Y clavó los ojos sobre la recién llegada, ya sin esforzarse en resultar agradable. De pronto, enarcó las cejas, como sorprendido. En ese instante se escuchó el inconfundible sonido de un disparo.
La mujer, con un Colt Cobra calibre 38 entre las manos, gatilló otros dos tiros. Recién entonces, el cónsul se desplomó sobre la alfombra.
A continuación hubo un pesado silencio. La victimaria, con rapidez, puso los pies en polvorosa.
En el despacho quedó su peluca, los anteojos negros y, sobre el cuerpo del cónsul, un papel en el que simplemente se leía: “Victoria o muerte / ELN”.
Eran las siglas del Ejército de Liberación Nacional. Así se denominaba la milicia guerrillera comandada por Ernesto “Che” Guevara en Bolivia. Y el hombre ajusticiado no era, por cierto, un diplomático común sino el coronel Roberto Quintanilla, uno de los responsables de su asesinato, luego de haber sido capturado en la Quebrada del Yuro el 9 de octubre de 1967.De modo que la ejecución del militar fue obra de una venganza política. Pero también es la bisagra de otra trama que merece ser contada.
En este punto, es necesario retroceder en el tiempo.
El cielo por asalto
Transcurría la primavera de 1953 cuando el montañista y camarógrafo alemán, Hans Ertl, de 45 años, llegó a Bolivia para establecerse con su familia en una hacienda selvática ubicada al este de Santa Cruz.
En Alemania, aquel hombre había sido amigo, amante y colaborador de Leni Riefenstahl, la cineasta favorita de Hitler, cuyas películas fueron un hito de la propaganda nazi. Ertl solía jactarse de su intervención en al menos dos: Triumph des Willens (El triunfo de la voluntad / 1935) y Olympia (1936), un documental sobre los Juegos Olímpicos de Berlín.
Luego, ya desatada la guerra, pasó a ser el fotógrafo del mariscal Erwin Rommel durante su campaña en el norte de África. El tipo también solía darse dique de su amistad con él. Y puesto que el “Zorro del Desierto” –como se lo llamaba a Rommel– fue fusilado por orden del Führer por su vínculo con los oficiales que atentaron contra su vida el 20 de julio de 1944, tal circunstancia, tras la caída del Tercer Reich, le permitió a Ertl repetir una suerte de descargo ideológico a través del tiempo: “Yo nunca fui nazi”. Por lo pronto, en Bolivia, nadie lo molestó por ello.
Los días se sucedían para él plácidamente repartidos entre su propiedad rural, bautizada “La Dolorida”, sus tareas como documentalista y sus extensas estadías en la ciudad de La Paz. Allí frecuentaba la comunidad alemana. En aquel contexto hizo amistad con un compatriota, al cual incluso le consiguió empleo en un aserradero de Las Yungas explotado por tres judíos austríacos que habían llegado a ese país huyendo del Holocausto.
El nuevo amigo se convirtió en un asiduo visitante en el hogar paceño de Ertl, al punto de que sus hijas lo llamaban “Tío Klaus”. Tal era su nombre de pila. Su apellido: Altmann.
La familia de Ertl –compuesta por su esposa, Aurelia, y las adolescentes Monika, Heidi y Beatrix– lo acompañaban en un sitio y otro. De las hijas, su favorita era Monika, de 16 años. Ella lo asistía en las tareas cinematográficas, además de compartir su pasión por la práctica de esquí y el alpinismo.
Aurelia murió en 1958. Monika, entonces, fijo su residencia permanente en La Paz, al amparo de los Harjes, una acaudalada familia germano-boliviana de cuyos hijos ella era amiga, especialmente del mayor, llamado Hans. Ellos no tardaron en enamorarse. Y la boda fue en la Navidad de aquel año.
Por un tiempo la pareja residió en el norte de Chile, puesto que Hans era ingeniero en las minas de cobre. Ya de regreso en La Paz, la pareja se volcó a una intensa vida social: partidas de golf, de bridge y ese tipo de cosas. Pero la intimidad de ellos no era idílica. Porque Hans en realidad era un celópata controlador. Aún así, la crisis entre ellos demoró en estallar: recién se divorciaron en 1966.
Faltaban meses para que Bolivia concitara la atención internacional por la muerte del Ché Guevara. En ese momento, Monika asimiló esa noticia con cierta indiferencia. En eso tuvo que ver su despolitización. Y el hecho de estar muy imbuida en los preparativos de un viaje a Europa.
Al año siguiente, estando en Alemania, se encontró de casualidad con Reinhardt, el menor de los Harjes. Y regresaron juntos a Bolivia. Su ex cuñado, un estudiante de Medicina con ideas de izquierda, supo introducirla en los círculos revolucionarios de La Paz. Monika, entonces, tomó contacto con sobrevivientes del foco guevarista, agrupados en lo que quedaba del ELN. Y se unió a ellos. Sus nuevos compañeros la llamaban “Imilla”.
En esa época inició un apasionado romance con el antiguo lugarteniente del Che y líder de esa organización: Guido Peredo Leigue (a) “Inti”. Como era de suponer, la militancia de Mónica no fue vista con buenos aojos por su familia.
Por aquellos días, Hans continuaba administrando su campo, sin dejar de lado la realización de documentales. También frecuentaba con asiduidad a sus amistades alemanas en La Paz.Entre ellos seguía estando Altmann, cuya vida había dado un promisorio salto: ya alejado del aserradero de Las Yungas, por entonces hacía negocios en sociedad con el presidente militar de Bolivia, René Barrientos.
En marzo 1969, Monika visitó a su padre en La Dolorida. Ella tenía un propósito preciso: instalar allí una base de entrenamiento del ELN. Pero Hans se negó con vehemencia en medio de una tensa discusión. Fue la última vez que se vieron.
El 9 de septiembre, Inti Peredo cayó acribillado en La Paz durante una emboscada del ejército. El coronel Quintanilla encabezaba el operativo.
El callejón sin salida
En la mañana del jueves 1º de abril de 1971, las calles de la zona céntrica de Hamburgo estaban atestadas de peatones. Quizás algunos hayan reparado en la silueta femenina que salía del antiguo edificio ubicado en el número 125 de la Heilwigstraße. Pero sin suponer que aquella mujer acababa de cargarse a un represor boliviano.
Ella no era otra que Monika, y se perdió entre el gentío sin dejar rastros.
Ese acto extremo causó el interés de la prensa mundial, que ilustró sus coberturas al respecto con imágenes del finado: aquel hombre con uniforme de gala en un acto castrense; aquel hombre con uniforme de combate en una zona selvática, y aquel hombre junto al cuerpo sin vida del Che, señalando una de sus heridas con el dedo índice.
Al día siguiente, en La Dolorida, Hans Ertl escrutaba aquellas mismas fotografías en la tapa del diario santacruceño El Deber. Durante la mañana se había enterado del asunto por radio. Y lo asaltó un presentimiento: ¿acaso la ejecutora de habría sido nada menos que su hija?
Ya al anochecer, confirmó esa sospecha con la llegada a la hacienda de cuatro policías. Pero se retiraron sin dar con él. Hans estaba oculto en la copa de un árbol con una carabina, dispuesto a todo. Lo cierto es que Interpol había identificado a Monika como la ejecutora del coronel Quintanilla. Y ella era ya buscada en medio mundo.
Para Ertl empezó una etapa de insomnio y desesperación. No intuía en el destino de Monika nada bueno. Ella parecía tragada por la tierra. En rigor, se había refugiado por unos meses en Chile –allí gobierna Salvador Allende– y luego viajó a Cuba, dado que el ELN no consideraba prudente su regreso a Bolivia. Allí ya estaba instaurada la dictadura del general Hugo Banzer.
En enero de 1972 la sorprendió en La Habana una noticia publicada en el diario Granma: la identificación en Bolivia por dos cazadores franceses de nazis, Serge y Beate Klarsfeld, del criminal de guerra alemán Klaus Barbie, apodado el “Carnicero de Lyon” debido a sus tareas como jefe de la Gestapo en dicha ciudad francesa. Entre sus “hazañas” resalta la captura y deportación de 44 niños judíos ocultos en la villa de Izieu, y el asesinato de Jean Moulin, el cuadro de la Resistencia francesa de más alto rango atrapado por los nazis. En el plano cuantitativo, se le atribuía el envío a los campos de concentración de 7.500 personas y 4.432 asesinatos.
Barbie no era otro que el “Tío Klaus”. Pero salió indemne del problema, gracias a la protección del régimen de Banzer, al que ya por entonces asesoraba en la organización y funcionamiento de su aparato represivo.
Monika comentó el asunto con Regis Debray, quien también estaba en La Habana. Se trataba del intelectual francés que había estado en contacto con el Ché en Bolivia. Capturado por esa razón, salió en libertad a fines de 1970, durante el gobierno del general Juan José Torres.
Un plan para secuestrar a Barbie
Semanas después, tal operación se organizó desde el norte chileno con la venia de ELN. Junto a Monika y Debray, participa el matrimonio Klarsfeld y el periodista boliviano Gustavo Sánchez Salazar. El primer paso era ingresar clandestinamente a Bolivia desde el desierto de Atacama. Pero, finalmente, un accidente vial malogró la acción.
A mediados de ese año se celebró una reunión de urgencia convocada por el ministro del Interior boliviano, general Juan Pereda Asbún, en la sede central de la temible Dirección de Inteligencia del Estado (DIE). El motivo: la posible presencia de Monika en el país. Entre los asistentes estaba Barbie.
No se equivocaban. Ella vivía clandestinamente en un barrio popular del municipio de El Alto. Y con sus compañeros trataba de reorganizar al ELN, diezmado por la represión. Su captura era un objetivo primordial del régimen.
En semejantes circunstancias, ella logró hacerle llegar una carta a Hans y pudo recibir su respuesta: él le ofrecía refugio y protección en La Dolorida. No habrá otro contacto entre ellos.
Durante la mañana del 12 de mayo de 1973, Monika salió de su refugio para reunirse con dos militantes. A ella le llamó la atención que las calles del barrio estuvieran desiertas. Y que flotara un espeso silencio. De pronto, se desató el infierno.
Desde las esquinas, desde los árboles y desde los autos estacionados, incontables siluetas gatillaban al unísono. Ella murió atravesada por los primeros disparos. Al cesar el repiqueteo de las balas, Klaus Barbie se acercó a reconocer el cuerpo.
Ocho años después, tras la dictadura del general Luis García Meza, ese sujeto fue deportado a Francia. Allí se lo juzgó por sus crímenes durante la Segunda Guerra Mundial y fue condenado a prisión perpetua.
Barbie murió en una prisión de Lyon el 25 de septiembre de 1991, a los 78 años.
Hans Ertl exhaló su último suspiro en Santa Cruz de la Sierra el 23 de octubre de 2000. Tenía 92 años.
Ricardo Ragendorfer (Bolivia, 1957) es un periodista de investigación y escritor radicado en Argentina, especializado en temas policiales.
Fuente: https://socompa.info/historias/la-mujer-que-hizo-justicia/