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La oligarquía perfecta

Fuentes: Rebelión

Asumamos, de entrada, que todo gobierno es una oligarquía. Por más que se apliquen normas democráticas en las que los votos de los ciudadanos cuenten para elegir a quienes, en los poderes Ejecutivo y Legislativo, los representan y en su nombre ejerzan el mando de los aparatos del Estado, al final de cuentas son los representantes electos y no los representados los que asumen plenamente esa función.

Las experiencias históricas de democracia directa, como la Comuna de París de 1871 —altamente valorada por Marx y considerada por Engels un modelo embrionario para la dictadura del proletariado— fueron siempre evanescentes, efímeras y no lograron consolidarse como una forma permanente ni alcanzar la estabilidad de la democracia electiva o representativa. Aun en la democracia ateniense, la asamblea o ágora las decisiones se tomaban conjuntamente por los ciudadanos, pero se dejaba a los caudillos como Pericles su realización. No puede, en realidad, ser de otro modo. La democracia se ejerce y se refiere al cómo se integran los poderes, pero no a quién realmente ejerce el poder. Al final de cuentas, los gobernantes siempre serán una minoría en relación con el conjunto de la población gobernada.

No uso aquí el término oligarquía en su acepción económica contemporánea —sobre todo marxista— para referir a un grupo dominante en el ámbito económico, poseedor de las mayores fortunas. Lo empleo en su sentido primigenio, etimológico: el gobierno de pocos, por oposición a la monarquía (gobierno de un solo individuo) y a la democracia misma.

Bien lo sabía Platón, cuando veía cómo su régimen mixto ideal de una aristocracia (gobierno de los mejores) y un gobernante sabio se trocaba precisamente en una oligarquía como forma degradada o pervertida por el particular grupo dirigente. También Maquiavelo, para quien el interés del Estado, representado en el Príncipe, se encontraba por encima de cualquiera de los intereses particulares de sus súbditos. Y también se refirieron a ello los autores contractualistas como Hobbes, Rousseau y Locke, que veían indispensable que, para integrar a la sociedad y superar el estado de naturaleza o salvajismo, los hombres en general delegaran en un gobierno —autocrático o democrático, aquí no importa la forma—, por necesidad o decisión propia, el mando y se sometieran a él. También Max Weber se vio llamado a analizar al estamento de los políticos profesionales en el Estado moderno, y desde luego los representantes clásicos de la teoría de las elites a finales del siglo XIX y en el XX, como Pareto, Mosca y Robert Michels dieron cuenta detallada de los gripos especializados en el ejercicio del poder y el arte de la política.

Lo común en estos últimos es el señalamiento de que, una vez instalado en el poder estatal, uno o más grupos bien determinados tienden a divorciarse y alejarse del resto de la población, conformándose como una elite particular en el ejercicio del poder; y que generan intereses propios en esa función, también distintos de los del resto de los ciudadanos. Gaetano Mosca empleó incluso el equívoco término de clase política para referirse a estos grupos, elites o camarillas instalados en alguna medida en los espacios del poder estatal.

Si bien no es posible evitar que la profesionalización política a través de los partidos y de la burocracia estatal conduzca a las referidas tendencias, sí es posible aminorar sus efectos por medio de leyes que limiten la autonomía de los grupos políticos en el poder estatal y la consolidación de sus intereses particulares. Rotación frecuente de las elites en los cargos de poder (no reelección, por ejemplo), un sistema de contrapesos y controles constitucionales, efectiva competencia electoral, auténtica división de poderes, pluralismo legislativo y representación de las minorías, organismos autónomos (en derechos humanos, organismos electorales, regulación económica, control presupuestal, etc.) son, entre otros, medios para restringir un ejercicio del poder concentrado que exacerbe las tendencias oligárquicas de uno o más grupos de poder.

Sobre estas bases, es claro el sentido de lo que está en juego en el actual momento mexicano, que no es otra cosa que la consolidación de un grupo oligárquico en el poder, el del presidente López Obrador, su partido Morena y sus aliados partidarios, a la manera que ya conocimos en un pasado no tan lejano con el predominio absoluto del PRI sobre la vida política y en gran medida la social y económica del país. La imposición de una sobrerrepresentación parlamentaria a favor del oficialismo, incluso por encima de la que la Constitución prescribe, conduciría en cadena a una serie de efectos tendientes a anular las limitaciones al poder presidencial y al de sus bancadas en el Congreso, permitiéndoles modificar la Constitución misma, y desde luego cualquier ley federal, a conveniencia de sus particulares intereses. El riesgo inmediato, como es sabido, está en la planeada captura del poder Judicial por la presidencia y el Congreso con esa mayoría sometida a su vez al poder presidencial, mediante una aberrante reforma que, entre otras cosas, eliminaría en la SCJN el trabajo en salas, disminuiría el número de sus integrantes de 11 a nueve y, sobre todo, pondría a votación popular la elección de los ministros, magistrados y jueces. Inmediatamente, la desaparición de organismos constitucionalmente autónomos establecidos como mecanismos de control al Ejecutivo en las décadas recientes, como el INAI, la Comisión Reguladora de Energía, la Comisión de Hidrocarburos, la Comisión de Competencia Económica, los organismos electorales estatales y otros, o su modificación para restarles autonomía, como en el caso del Instituto Nacional Electoral.

Para lograr la ansiada sobrerrepresentación legislativa, que garantizaría a los oligarcas actualmente en el poder liberarse de ataduras y modificar a modo la Constitución, desde el 3 de junio el presidente y su secretaria de Gobernación han instalado en la opinión pública, y sobre todo en sus adeptos, una narrativa específica de interpretación de la mayoría lograda en las recientes elecciones federales que implicaría asignar a cada uno de los partidos que conforman la coalición oficialista hasta un 8 por ciento de sobrerrepresentación. Así se pretende transformar el 54.7% de votos obtenidos por esa alianza partidaria en hasta 75 % de la representación en la Cámara de Diputados, no sólo abusando de su triunfo sino virtualmente haciendo puré los derechos de las minorías ciudadanas y partidarias.

Con la búsqueda de tal perversión del sufragio popular —pese a que el discurso cotidiano desde el poder apela al “pueblo”, entendido siempre como los partidarios del presidente, no todos los ciudadanos—, se persigue un efecto adicional: impedir que los diputados o senadores de los partidos opositores puedan interponer ante la Suprema Corte juicios de inconstitucionalidad. Éstos no tendrían más de 24 o 25% de las curules en las cámaras legislativas, cuando para promover ese recurso la Constitución establece que se requiere el 33%. Anular a las minorías opositoras, en una palabra, condenándolas a la subrepresentación, a pesar de haber obtenido en su conjunto el 45% de los sufragios.

¿Hay riesgos en esa bribonada del oficialismo morenista? Desde luego que sí. México podría ser visto en el contexto internacional (como ya lo han señalado reportajes en The New York Times y otros medios extranjeros) cada vez menos como un Estado democrático y confiable, y más como un Estado granuja (el adjetivo lo pongo yo) que retrocede en los cánones de la democracia representativa, penosamente construida desde la década de 1990 para superar el régimen de partido predominante de Estado que el PRI encarnaba.

Están en riesgo, por la captura política del Poder Judicial, tratados internacionales y el propio T-MEC que prevén la posibilidad de recursos jurídicos ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación y otros tribunales, que ahora no tendrían independencia. Aun antes de que eso ocurra, el banco de inversiones Morgan Stanley ya ha degradado a México al rango de UW (underweight o infraponderado). En términos financieros, eso significa la recomendación al capital externo de reducir su participación en inversiones en México. Nueve grupos empresariales de los EUA han solicitado ya al presidente Biden que interceda ante la presidenta electa Claudia Sheinbaum para frenar o retrasar las reformas constitucionales que, opinan, deben ser más cuidadosamente discutidas: “Estamos profundamente preocupados porque las enmiendas constitucionales dañarán no solamente el atractivo de México como un lugar para invertir y hacer negocios, también dañarán el potencial de América del Norte para mantener su posición competitiva, creemos que el gobierno mexicano debe tener en cuenta sus obligaciones con el T-MEC y el valor del acuerdo para Estados Unidos y México, que se verá amenazado si estas enmiendas se promulgan tal y como se proponen actualmente”. El Bank of America, por su parte, en un análisis particular de las iniciativas del llamado Plan C, cataloga como de “muy alto riesgo” la reforma judicial, que considera virtualmente aprobada.

Aunada a la inseguridad que prevalece en la mayor parte del país por el dominio de grupos delincuenciales, la falta de seguridad jurídica por la pérdida de la independencia judicial podría llevar a retiro de capitales y ausencia de inversiones tanto internas como externas.

La iniciativa presidencial de reforma judicial ha llevado a un inédito paro de trabajadores de ese poder, al que este miércoles 21 se han sumado los jueces y magistrados en casi todo el país, con excepción de la Sala Superior del Tribunal Electoral y de la Suprema Corte de Justicia. Algo nunca antes visto, a lo que ha llevado el afán de López Obrador de someter a los juzgadores mediante la mencionad reforma y un discurso de descalificación contra ellos, a quienes un día sí y otro también llama corruptos, ineficaces, conservadores y reaccionarios al servicio de los ricos. Y como testigos ha llamado a… los superricos como Carlos Slim, el ecocida y homicida por negligencia Germán Larrea y el explotador, agiotista y evasor de impuestos Ricardo Benjamín Salinas Pliego, los herederos de Alberto Bailleres y María Asinción Aramburuzabala, integrantes todos ellos de la conocida lista de Forbes y amigos del presidente. Al emplazarlos a opinar, el presidente exhibió cómo en este sexenio sus respectivas fortunas han crecido enormemente, cómo él ha contribuido a hacerlos más ricos de lo que ya eran.

Este viernes el Consejo General del INE conocerá, discutirá y votará el dictamen de asignación de diputaciones plurinominales en la Cámara de Diputados y el Senado. El dictamen elaborado por la Comisión de Prerrogativas y Partidos Políticos confiere casi exactamente la misma cantidad de diputaciones de representación proporcional a la coalición gobernante que la prevista desde el 3 de junio por Luisa María Alcalde Luján. Los consejeros podrían ratificar ese dictamen, modificarlo o rechazarlo, lo que será decisivo para los próximos tres años del Poder Legislativo y de manera más perdurable para la constitucionalidad del país entero. Pero es seguro que el debate llegue, como última instancia, al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que dará el fallo definitivo e inatacable.

Hace unos 30 años impactó en medios políticos, intelectuales y periodísticos la caracterización que hizo Mario Vargas Llosa del régimen político entonces dominado por el PRI como una “dictadura perfecta”. Ahora, en pocos días sabremos si se consolida la oligarquía perfecta, sin oposición, contrapesos ni medios de control a la que López Obrador y sus aliados aspiran para su proyecto milenarista de dominación en alianza con la plutocracia y la casta miitar. Y eso no sólo cancelaría las expectativas para las oposiciones de derecha, como el PAN y el PRI, sino también para el surgimiento de opciones de izquierda que se planteen en el futuro un régimen político y económico distinto al que ha dominado por décadas al país y cuya versión actual es la llamada “Cuarta Transformación”.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

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