Los acontecimientos alrededor del sismo del pasado 19 de septiembre ponen a la vista la estrategia que adoptó el Estado mexicano para administrar la tragedia en su beneficio, ocultar su negligencia, lucrar con ella y aprovechar la oportunidad que se viene para engrosar los bolsillos de quienes más tienen. Es esto lo que convierte un […]
Los acontecimientos alrededor del sismo del pasado 19 de septiembre ponen a la vista la estrategia que adoptó el Estado mexicano para administrar la tragedia en su beneficio, ocultar su negligencia, lucrar con ella y aprovechar la oportunidad que se viene para engrosar los bolsillos de quienes más tienen. Es esto lo que convierte un desastre natural en una tragedia.
Quien protagoniza la tragedia es la negligencia, no el temblor; evidencia de ello es que éste fue presentado como inesperado, aunque es por demás sabido que se dio en zona sísmica; evidencia son los más de treinta años en que no se avanzó en la prevención: las revisiones fallidas después del temblor del 7 de septiembre no arrojaron datos de que hubiera escuelas mal construidas o con daños estructurales; evidencia es que los reglamentos de construcción son letra muerta, asesinada por la corrupción de los diversos niveles de gobierno y los negocios inmobiliarios.
La urgencia de la tragedia convocó a la solidaridad inmediata y la presión del tiempo urgente ocultó un hecho fundamental: el Estado sí cuenta con los recursos materiales y humanos para enfrentar la catástrofe; cuenta con maquinaria pesada, equipo y personal especializado, infraestructura de comunicación, dinero, etc., si no los ocupó fue porque deicidio no hacerlo, no porque se viera rebasado.
El Estado mexicano tiene recursos de alta tecnología para espiarnos, por ejemplo, pero no los puso al servicio de los rescatistas para localizar vida dentro de los escombros. Tampoco se usó la estructura estatal para proporcionar información fidedigna y pronta que pudiera salvar vidas y canalizar la ayuda. Es más, ni los rescatistas internacionales fueron bien aprovechados, aunque los había.
La participación del Estado en las zonas más afectadas fue bajo la lógica de contener y controlar. Así actuaron sus efectivos castrenses, la milicia y la marina, al presentarse con armas de alto calibre a establecer perímetros de seguridad, que no sólo obstaculizaban el pronto rescate de vidas humanas, sino que pretendían cohibir la organización de la gente. Es importante mencionar que hubo elementos del ejército y policía custodiando las tiendas trasnacionales de supuestos intentos de rapiña. No es difícil concluir que su plan era lavarle la cara al ejército, cuya presencia fue más evidente en aquellos puntos que mediáticamente eran más explotables. Todo esto bajo una lógica de guerra y de barrer de manera pronta con los escombros.
El Estado permitió y fomentó que se le pidiera a la población gastar su salario en acopios individuales, que luego buscó administrar de forma clientelar y asistencialista, mientras, los impuestos que de por si paga el pueblo fueron a parar al fideicomiso «Fuerza México», fideicomiso que canalizará los recursos públicos y privados generando una acumulación de capital nada desdeñable para quienes lo administran: las grandes empresas; esas, que brillaron por su ausencia cuando se hizo el llamado general a la solidaridad y que ahora piden donaciones como si fuesen la víctimas de la tragedia.
Para el Estado y los grandes capitalistas, a quienes realmente representa, el territorio de la tragedia -Oaxaca, Guerrero, Tlaxcala, Morelos, Puebla, Ciudad de México- es visto como un espacio para generar ganancias, invirtiendo y especulando con las vidas de la gente.
Lo único que podrá detenerlos es la organización de los afectados por el sismo, la organización de la gente solidaria que desbordó las calles y acudió segura de que su ayuda era indispensable, porque sabíamos que el gobierno no haría nada.
El triple propósito de la estrategia estatal fue primero, ponernos a resolver la situación como pudiéramos y así canalizar la energía social, segundo, aparecer codo a codo con la gente para lavar su imagen y, tercero, aumentar las ventas de las grandes empresas.
Si algo aprenden los que insisten en dominarnos es que abajo siempre nos organizamos en su contra, así sucedió con el terremoto de 1985, así sucede ahora. Eso es lo que temen los de arriba y lo que intentaran contener a cualquier costo. El caos que han fomentado en forma de vacío institucional, desinformación, tragedia y muerte tiene por primer objetivo ese: imposibilitar la organización. Después de largos años atacando las múltiples formas de organización popular y social han dejado a una sociedad aislada, dividida, individualizada; no obstante, esta sociedad ahora intenta restablecer los lazos, buscamos reconocernos como compañeros de los mismos problemas.
Junto a la desorganización hay un segundo objetivo del Estado, encauzar nuestra indignación y nuestra solidaridad. Dejar que la «sociedad civil» tenga que resolver lo urgente y vital de la tragedia para así impedir que lo denunciemos; con estas formas el Estado nos desgasta, nos va quitando esperanzas y evita que nos organicemos para cambiarlo en el futuro. Nos quieren dejar la carga de la tragedia, quieren que seamos los responsables del fracaso.
La apuesta desde arriba es que no vamos a ser capaces de organizarnos pero están equivocados, nosotros, desde abajo, vamos a demostrarlo porque nos va la vida en ello.
Por eso llamamos a la organización solidaria y no sólo a la solidaridad. Hay que organizarnos que esto va pa’ largo, hay que reconocernos con un enemigo en común: el sistema capitalista al que defiende y representa el Estado. Pero además, y más importante, hay que reconocernos con una causa común: tener una vida digna, digna porque podemos organizarnos para salvar vidas sin que ninguna instancia autoritaria nos lo impida; digna porque podemos participar y garantizar que la reconstrucción de las viviendas afectadas se haga con los requerimientos necesarios. Denunciemos la omisión, la negligencia y la administración que el Estado hace de la tragedia. Impulsemos la autoorganización de los de abajo para la reconstrucción del país desde los escombros.
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