Es notable observar como a lo largo de los tiempos ciertas y determinadas palabras suelen ser utilizadas para sembrar temor y, de esa forma, instalar una creencia falaz que, por un lado, sea útil para orientar al común de la población a «visualizar» la realidad desde una perspectiva muy particular, generalmente descalificante. Y por el […]
Es notable observar como a lo largo de los tiempos ciertas y determinadas palabras suelen ser utilizadas para sembrar temor y, de esa forma, instalar una creencia falaz que, por un lado, sea útil para orientar al común de la población a «visualizar» la realidad desde una perspectiva muy particular, generalmente descalificante. Y por el otro, atendiendo a fines inconfesables, sirva para desacreditar y debilitar la imagen de quien en los hechos es el ofendido, pero en el mundo de las apariencias queda «etiquetado» como el agresor.
Este mecanismo de perversidad suele ser muy utilizado en muchos medios de comunicación quienes -ante la ausencia de un código de ética que regule «moralmente» su proceder- a sabiendas de la contundente eficacia de este tipo de técnicas, recurren a ellas para «instalar» verdades que no son tales.
Como bien lo destaca en uno de sus libros una célebre psiquiatra francesa: «Para desacreditar a alguien públicamente, basta con introducir una duda en cabeza de los demás «No crees que…« Con un discurso falso compuesto de insinuaciones y de asuntos silenciados, el perverso pone en circulación un mal entendido que puede explotar en su beneficio». (1)
En cierto modo, es lo que viene aconteciendo desde hace muchos años en la Argentina mediática, pues, basta escudriñar un poco en el quehacer de los medios para descubrir hasta qué punto han explotado eficientemente esos recursos. Sin embargo, en las actuales circunstancias se ha dado una suerte de rechazo, insuficiente por cierto, pero rechazo al fin; que ha posibilitado que una franja minoritaria de la población desconfíe de esas «construcciones virtuales» que, por lo general, ocultan oscuros propósitos bajo un falso etiquetamiento.
Claro que de todas maneras las técnicas de perversidad pocas veces han sido puestas al desnudo y, en consecuencia, lejos se está de abandonarlas. Por el contrario, los medios siguen desarrollándolas porque sus efectos le garantizan la obtención de pingües beneficios en un futuro inmediato.
Tal vez, en nuestro país, la perversidad mediática sea un poco más habitual porque coexiste con una «clase dirigente», esto es: política, empresarial, gremial y hasta representantes del poder judicial, que en el afán de retornar a la Argentina de los años 90, se encargan permanentemente de desnaturalizar el significado de los conceptos o palabras con ánimo de sembrar temor y descalificar, de antemano, aquellas reformas que pueden redundar o redunden en beneficio de la población. Pasó, en su momento, con la estatización de las administradoras de fondos de jubilación y pensión (AFJP), pasó con la recuperación del 51% del paquete accionario en manos estatales de la actual YPF, paso al impulsar la ley de democratización de los medios, etc., etc. Ahora el nuevo objeto de descalificaciones, pasó a ser el proyecto de ley abastecimiento que, eventualmente, ha de regular las relaciones de consumo.
Así, podemos observar cómo muchos de los economistas pregoneros del «libre mercado» descargan toda su artillería verbal sobre el flamante proyecto de ley acusándolo de estar inspirado en los vestigios ideológicos del régimen nazi, otros aducen que es un plagio del «modelo venezolano» y otros sostienen que está enmarcado en los postulados de la concepción política estalinista. Al parecer, las voces no se ponen de acuerdo en unificar criterios de descalificación; no obstante, terminan utilizando cualquiera de ellos cual si fuesen sinónimos.
No vamos a detenernos a explicar la incongruencia de asimilar «modelos» esencialmente distintos y de rasgos muy particulares. Si bien no desconocemos que esta «equiparación» está hecha deliberadamente por la carga negativa que encierran los dos modelos totalitarios para la sociedad en su conjunto; pues, tampoco es necesario resaltar la arbitrariedad en que incurren al colocar al denominado «modelo venezolano», que a diferencia de los otros dos, goza de una legitimidad (tanto de origen, como de ejercicio) incuestionable, y que ha sido ratificada sistemáticamente en los distintos procesos electorales llevados a cabo en el hermano país. Obviamente, se omite intencionadamente mencionar que legislaciones de esta índole la podemos hallar en cualquier país desarrollado de occidente; sin embargo, eso se encubre para no tener que extender el calificativo de «nazismo» o «estalinismo» sobre naciones como Francia, Inglaterra, Italia, España o el mismo EEUU.
Sí es necesario contemplar cómo ante la más mínima posibilidad de procurar establecer controles, sea para evitar la distorsión de los mercados, para impedir el abuso de posición dominante, para poner freno a la suba desmesurada de precios que no guarden relación alguna con los costos, para castigar el desabastecimiento doloso o para defender «al indefenso» consumidor que, en los hechos, al formular un reclamo tiene que acudir en innumerables ocasiones a la Dirección Nacional de Defensa del Consumidor y obtener fecha para una futura mediación que se prolongará indefinidamente en el tiempo sin darle soluciones, los portavoces del libre mercado se encargan de desacreditar y descalificar toda tentativa con el fraudulento recurso de tildarla de totalitaria. El mismo apelativo que, en su momento, utilizaron los medios hegemónicos cuando se trató la sanción de «ley de comunicación audiovisual». Las mismas comparaciones, las mismas mentiras, el mismo ocultamiento de la verdad para hostigar toda tentativa de legislar en favor de las grandes mayorías nacionales.
Por otro lado, resulta lógico, que el establishment se empeñe en recuperar las porciones de poder (que no han sido muchas por cierto, pero sí significativas) perdidas en estos últimos años; al fin de cuentas de eso se trata la política. El problema consiste en que a excepción del actual gobierno no existe sector político alguno dispuesto no ya a disputarle espacios de poder a éstos sectores, sino a impedirles que avancen en la recuperación de los espacios perdidos.
Por el contrario, los «dirigentes» que se presentan como alternativa a reemplazar a nuestra presidenta, se muestran absolutamente dispuestos a subordinar el accionar político a los requerimientos del mercado. Y no hace falta dar rienda suelta a nuestra imaginación para reparar en lo que harían; es suficiente con observar el discurso y el comportamiento que despliegan, para predecir que el grado de subordinación será absoluto.
Si hoy, sin estar en el gobierno, están coincidiendo plenamente con el discurso de los sectores dominantes que vienen pronosticando el derrumbe de la gestión K desde el año 2003 (no olvidemos aquel editorial de Claudio Escribano, director del diario «La Nación», vaticinando la caída de Kirchner en menos de un año), y salen a la arena pública a manifestar, tal cual lo hizo recientemente «Pino» Solanas augurando que «sería un milagro que el gobierno de Cristina termine bien» o de la senadora Gabriela Michetti que encolumnada en un partido de estrechos vínculos con «los fondos buitres» manifiesta que «la Argentina está harta del presente gobierno», confundiendo -como lo hizo históricamente la Sociedad Rural- el limitado círculo al que pertenece con la patria misma, ¿que deberíamos esperar si este cuerpo de «dirigentes» se instala en un futuro en la Casa Rosada?
No hablemos ya de la carencia de ideas o propuestas, uno de los rasgos más sobresalientes sobre los que descansa la denomina «la oposición» y las nefastas consecuencias que puede acarrear semejante déficit. Puesto que la ausencia de «propuestas», en definitiva, resulta funcional al establishment que a modo de proveedor histórico empieza ofreciendo sus «cuadros técnicos» en el comienzo, para luego terminar ubicando a todos sus hombres -de férreas convicciones neoliberales- en los principales lugares donde se ejecutan las políticas de estado. Si bien es cierto que hoy, «la oposición» se ha transformado en un mero brazo parlamentario de la elite dominante; todo conduce a suponer que ante la eventual posibilidad de constituir «el equipo» de un futuro gobierno opositor, éste será diseñado exclusivamente por la propia elite.
Lo concreto es que legisladores que en los hechos deberían fortalecer y propiciar la culminación de los mandatos de los gobiernos democráticos; por el contrario, se empeñan en alimentar la falsa sensación de un quiebre del mandato constitucional en un futuro más que cercano.
Si a esto le añadimos la reciente medida de fuerza impulsada por Barrionuevo y Moyano, las estridentes declaraciones del ex candidato a vicepresidente de la UCR, González Fraga, que profetizó «la caída del gobierno a futuro por la ausencia de dólares» o las de Héctor Méndez presidente de la Unión Industrial Argentina (UIA) equiparando al «gobierno de Cristina Fernández con la dictadura» (a la que dicho sea de paso ni la UIA, ni Méndez cuestionaron durante su cruento e ilegítimo ejercicio),no es disparatado predecir que los «sectores del privilegio» nuevamente han comenzado a poner en práctica una campaña de desgaste para la consecución de sus oscuros propósitos.
Se acerca fin de año y, los motores se encienden como de costumbre, «el anhelo» es evitar que el gobierno se retire indemne y sin sobresaltos; procurando con ello dejar la impronta de que los «gobiernos populistas» terminan siempre mal. Para estos personajes, la «última impresión es la que vale», de ahí que procuren dejar grabada «una mala impresión» en la conciencia colectiva; ya que suponen que, de ese modo, «la gestión de Néstor y Cristina» quedará archivada en las profundidades del olvido. Ingenua teoría que el tiempo se encargará de desvanecerla.
Un fugaz recorrido por la historia, nos permitirá observar el notable paralelismo con la lógica aplicada en altri tempi donde suponían que con el desgaste de los gobiernos populares y la interrupción de sus mandatos, era suficiente para inhumar sus logros. Sin duda, los métodos son distintos, los actores son otros, el momento histórico es absolutamente diferente y los militares, por suerte, se han retirado como protagonistas decisorios del escenario político. Sin dejar de mencionar que el gobierno, pese a las desmentidas mediáticas, goza de un fuerte respaldo popular.
Sin embargo, el comportamiento del establishment sigue siendo -variaciones mediante- esencialmente el mismo, lo que nos lleva a pensar que no era tan descabellada aquella conocida frase de Schopenhauer que dice: «La historia es un carnaval, solo ocurre lo mismo con diferentes máscaras».
Nota:
(1) El maltrato psicológico en la vida cotidiana. Marie France Hirigoyen
Blog del autor: http://epistemesxxi.blogspot.com
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