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Lobos con piel de oveja

La rancia jerarquía católica en tiempos de pandemia

Fuentes: Rebelión

El retorno de la iglesia católica al centro de la política boliviana está precedido por su vasta e intensa participación en el golpe de Estado de noviembre del 2019 y por su injerencia en la definición de la trayectoria presidencial, en complicidad con políticos de derecha, funcionarios de la Unión Europea, Estados Unidos y Brasil. Hoy, sin escrúpulo alguno se declara aliado incondicional del régimen al que brinda apoyo político explícito. Su pretensión de conceder impunidad jurídica al desempeño de las Fuerzas Armadas y Policía en el marco del estado de emergencia sanitaria constituye una nueva agresión violatoria al orden constitucional. La contraofensiva política y conservadora de la iglesia, representada por la Conferencia Episcopal Boliviana, responde a la necesidad imperativa de restaurar sus privilegios disueltos por el estatuto laico del nuevo Estado Plurinacional.

El gobierno considera, en base a un cálculo político pragmático, que aplicar una política represiva y de mano dura en este tiempo de pandemia le permite controlar relativamente la velocidad de contagio de la gente, en medio de una cuarentena prolongada. Al mismo tiempo, se permitiría exhibir una imagen de autoridad que ayudaría a seducir a votantes indecisos y reforzar su voto ultraconservador, condiciones necesarias para poner en jaque al Movimiento al Socialismo (MAS). Apegados a un orden constitucional no habría forma de lograr este objetivo capital, por ello, el imprescindible apoyo legitimador de la iglesia en el uso de la fuerza, cuya comunión con el régimen, armoniza en sus fines últimos para sostener este pacto de poder.

I

La larga historia de la jerarquía de la iglesia católica esta inequívocamente hermanada con el poder terrenal del que fluyen sus canonjías y privilegios. Lastre de un poder colonial anacrónico, mantiene aún su capacidad de otorgar legitimidad y servir de cortina de humo a regímenes opresores y represivos, esto, derivado de ese pacto secular sostenido en una fe promiscua y mundana. Hoy, su estado mayor, representado por las conferencias episcopales en América Latina, como en el caso de Bolivia (CEB), no pierde oportunidad alguna para reafirmar su compromiso con el poder de turno en procura de preservar la reciprocidad de este cómodo y benéfico acuerdo ladino, a pesar de los escándalos públicos provenientes de sus prácticas execrables.

Inmersos en dos grandes circunstancias complejas, la de un régimen político transitorio y el de la pandemia del coronavirus, el papel de la iglesia católica no ha sido otro que el de reafirmar la vieja tradición de tocar las orillas de ambos sucesos con el escalpelo de su secular pragmatismo.

Estas crisis por las que ha atravesado la humanidad normalmente han servido para catalizar la incertidumbre mediante el conducto espiritual de la iglesia ya sea a través de la fuerza simbólica que encarna la fe mediante sermones, ayunos, procesiones o narrativas de salvación divina. Actualmente, la pandemia del coronavirus está convirtiendo no solo a la iglesia católica sino a todas las iglesias en terreno fértil para lanzarse a la reconquista de almas erráticas y temerosas, pero también en procura de lograr nuevas formas de disciplinamiento moral de masas desconcertadas. La incertidumbre sobre un futuro sombrío está cargada de miedo junto a la búsqueda desesperada para encontrar un oasis en cuyo vértice parece destellar una pequeña luz de silenciosa resignación al poder divino. Empero, la invocación a Dios en tiempos de pandemia puede ser útil tanto para saciar ese vacío existencial como para cubrir vacíos políticos que exigen nuevas formas de legitimación. Este parece ser el caso de Bolivia.

II

Estos últimos días observamos que la jerarquía católica boliviana, con la astucia criolla que le caracteriza, ha mostrado que está más cerca del poder que de la gente y no encuentra un momento más propicio que este para ratificar que a pesar del estado laico en el que vivimos, constitucionalizado en el año 2009, continúa ejerciendo un enorme poder detrás de las sombras. Pero una cosa es sostener la legitimidad del poder que puede provenir de procesos electorales democráticos y otra es promover poder legítimo a un régimen que carece por completo de él dada su irregular procedencia.

La falta de legitimidad del régimen de Jeanine Añez, salido de las entrañas del golpe de noviembre del 2019, pretende sustituirse por una inconfundible panoplia armada, galvanizada por el uso maniqueo de la ley, la configuración de alianzas políticas multiformes y ahora por el uso pragmático de la pandemia. A las armas y tropas que disponen las FFAA y Policía en las calles o a los micrófonos radiales y canales de televisión amordazados y envilecidos, además de jueces y fiscales venales, se agrega la jerarquía católica ultramontana que no esconde su odio visceral contra el gobierno previo, amén de agencias extranjeras norteamericanas enquistadas en palacio de gobierno, convertido en un apéndice vulgar de la CIA y sus testaferros.

La Iglesia nuevamente ha desplegado sus alas, como en las viejas y cruentas dictaduras militares, para solventar un régimen caracterizado por la ruptura del orden constitucional, la flagrante violación de los derechos humanos, abuso de poder, intimidación sistemática, silenciamiento de voces críticas y la corrupción, como su engranaje funcional. El ingreso de Añez y los golpistas con la biblia bajo el brazo, en una ritualidad política al límite de la morbosidad y el silencio cómplice de la iglesia católica frente a las masacres de Senkata y Sacaba, además de las múltiples transgresiones a la constitución, no son otra cosa que la consagración de la dictadura que hoy gobierna el país.

Si bien es cierto que para nadie es ajeno que la Iglesia funcionó históricamente como un instrumento privilegiado en aras del dominio o hegemonía política de signo conservador, su actuación en los últimos meses ha mostrado su inconfundible apego a la cruzada represiva del régimen, cuya pretensión es naturalizar la violencia en sus múltiples formas como una manera de perpetuarse en el poder mediante la canonización de este escenario de ilegalidades. Su prodigiosa capacidad para autoasignarse cualidad de mediador para lograr la “pacificación” post-golpe de Estado, así como ese silencio tan mordaz ante la furia y la violencia con la que el régimen emprendió la gestión de gobierno, son dos caras de una misma moneda que nos acercan a esa iglesia carnal y tóxica que todo católico de base reprocha.

Entre esa jerarquía rancia, patriarcal y misógina que encubre la pedofilia y la otra iglesia que se expone ante los pobres en su trabajo genuinamente solidario y que no se cansa de luchar contra la injusticia, hay un abismo descomunal e insuperable. Las pastorales sociales con su trabajo en las cárceles, las monjas con su sacrificio ayudando a personas abandonadas o a enfermos terminales, los voluntarios católicos profesando su fe con los más necesitados, constituyen la otra vereda de esta jerarquía eclesial que confiesa criminales sin rubor, aconseja a dictadores o bendice regímenes de excepción como el que estamos viviendo.

III

Las últimas semanas han permitido mostrar a esa iglesia privilegiada y mimada por el poder que en plena pandemia no atina hacer otra cosa que narcotizar a los feligreses con sermones de humo y mortaja. Cuando los monseñores, como Escarpellini en la ciudad de El Alto, hablan de una “humanidad distraída”, ensimismada en sus proyectos personales mezquinos, ataviada por intereses políticos, postrada a los pies de los bienes materiales y otras perlas gramaticales, no hacen más que exhibir su cháchara expiatoria en busca de trasladar la responsabilidad a la “gente” para librar a los poderosos de su temible responsabilidad.

Esta iglesia panzona y mofletuda tiene el cinismo de “culpar” a la gente de a pie por su “distracción y ensimismamiento” para seguir agradando a los dueños del poder que no se sienten “gente” sino una casta oronda que manda vacante de toda culpa. En esa lógica maniquea, no es el capitalismo voraz y depredador el que ha llevado hasta los límites la frontera de la explotación y el saqueo de los recursos naturales, no es la acumulación enfermiza de dinero y poder que ha permitido que el 1% de la humanidad gobierne al 99% del resto, no es la cultura del consumismo infernal el que ha multiplicado la codicia delirante de los mercados, no es el compulsivo deseo de acumulación el que inflama la guerra, no es por cierto la dictadura del capital el que implosiona la división entre pobres y ricos y ni siquiera es la competencia tecnológica y científica la que nos está conduciendo al precipicio de una hecatombe nuclear postpandemia. Son los “otros”, la “gente”, el “pueblo”, los corresponsables de que la pandemia se expandiera y por eso mismo se exige orar o ayunar para encontrar el camino del perdón y expiar el pecado de la culpa. Culpa, castigo y perdón constituyen la tríada indisoluble que se exige transitar para consagrar el poder de Dios en su infinita y aparente misericordia.

Para expiar nuestras culpas y disipar nuestros miedos, en medio del confinamiento, se ha hecho necesario modificar el ritual católico paseando vírgenes y santos por las calles, bendiciendo ciudades desde helicópteros, pontificando ayunos y oraciones, además de hacer misas en iglesias vacías. La procesión de santos o vírgenes constituye una verdadera felonía política, producto de la relación carnal que reafirma los lazos cómplices entre poder político y la rancia élite eclesial. Pero el drama es mayor puesto que son policías y militares, quienes en su afán de lavarse la cara del espanto represor, se ofrecen sumisamente a oficiar este rito caricaturesco con el acompañamiento del coro anodino y pasmosamente mediocre de los medios de comunicación hegemónicos.

Curiosamente, frente a este frenético y súbito acceso de buena fe religiosa el país está enfrentando una ola de corrupción imparable en el marco de un silencio mediático deleznable. Como si una planificada coartada estuviera impidiendo que el pueblo boliviano conozca las enormes pérdidas, producto de este desangramiento venal, los escandalosos casos de corrupción no han merecido palabra alguna de parte de los jerarcas de la iglesia. Ni un gesto de enfado ante el destripamiento de BOA, frente el asalto a mano armada de ENTEL, a los grandes negociados de YPFB o el despilfarro y nepotismo crónico de la familia semiimperial de los Añez. Por el contrario, como una cofradía sellada por el aura de silencios mutuos, los jerarcas católicos han preferido mantener esta complicidad sumándose más bien a los efectos demostrativos de los helicópteros, en su bizarra tarea de derramar bendiciones sobre la gente que mira atónita estas demostraciones de ingenio barato y mundano.

La pandemia ha tenido la virtud de revisitar la doble moral con la que los críticos del despilfarro antievista hicieron política las 24 horas del día, entre ellos, los jerarcas católicos. Una vez en el poder, gobierno e iglesia no tienen piedad con el simulacro ni la ostentación en plena semana santa. En una suerte de alegoría apoteósica, la institución más detestada por la sociedad, la más corrupta y violenta, como la Policía Nacional, en su afán de mezclar religión y reconquista de legitimidad, sacó a relucir por las calles de La Paz a la Virgen de Copacabana. Para no quedar mal parados y en desventaja, los militares, en medio de esa insólita competencia por el absurdo de la supremacía institucional, a su modo, también sacaron a la Virgen del Carmen a las calles para que ambas, desde la trinchera del encono policial-militar, saluden a la gente bajo confinamiento.

Pasear vírgenes por las calles como en el siglo XV en procura de la cristianización de la plebe india no significa otra cosa que el anquilosamiento y la decadencia de una iglesia que confunde sociedad con rebaño, como si nada hubiera ocurrido con el mundo y el país en los dos últimos siglos. Este empantanamiento moral de la iglesia reafirma su oportunismo y su escabrosa tentación carnal, creyendo que su aletargamiento se corresponde con la ignorancia o la ingenuidad de la gente de a pie.

No contentos con el paseo callejero de las vírgenes o de los santos, miembros de diversas iglesias tuvieron la genial idea de montarse en helicópteros de las FFAA para rociar de bendiciones las ciudades de Cochabamba, La Paz, Santa Cruz y Tarija. Además de reflejar la discriminación con ciudades más pequeñas, intermedias y poblaciones del campo, el uso político de helicópteros de la Fuerza Aérea Boliviana (FAB) significó una acción suntuosa por los costos operativos de las naves considerada como una afrenta a los miles de personas que no tienen nada que llevarse a los estómagos. Se ha creído, bajo un cálculo político artero, que estos hechos capitalizarían el voto urbano y por esa razón el entusiasmo de la presidenta-candidata, festejado por las FFAA y la Policía, respectivamente. Gastar más de 50.000 dólares en paseos aéreos de vírgenes, santos invisibles o curas turistas no hacen otra cosa que reafirmar el desprecio y la arrogancia del gobierno ante el silencio ruin de los medios de comunicación que en otras circunstancias habría convertido este hecho en una verdadera carnicería política.

IV

El uso político y artero del Dios misericordioso, expuesto a través del paseo callejero de las vírgenes, al perecer no colmó las expectativas espirituales de la presidenta hasta que tuvo que convocar al pueblo boliviano a realizar un “ayuno y oración” frente a la pandemia señalando que “para Dios nada es imposible”. Ciertamente, ella misma parecer ser la constatación objetiva de ese milagro divino al haberse convertido de una simple senadora marginal y semi-jubilada en una presidenta a tiempo completo, con su inefable hábito de mentir, engañar y traficar con la fe de la gente.

Pedirle ayuno a un pueblo mayoritariamente hambriento y desolado, aterrado por el miedo al contagio y en medio de la mayor incapacidad del régimen para frenar la pandemia no es solo una broma de mal gusto, sino la señal de un olímpico desprecio a un pueblo que apenas se sostiene en pie en medio de una cuarentena que está destruyendo el tejido de la confianza social que además se lleva por delante la que era una sólida economía nacional. A la misma hora en que resonaba solemne y espiritual su petitorio de ayuno, un hombre destruido e impotente para alimentar a sus ocho hijos que se morían de hambre, se colgaba de un árbol en las cercanías de la ciudad de Montero. Acto semejante había acontecido días previos con una niña de 12 años que había dejado de comer durante dos días en una familia de 7 personas.

La convocatoria de la presidenta-candidata al ayuno trajo consigo una ola de críticas que no cesan hasta hoy. Además de recordarle que Bolivia es un Estado laico, y por lo mismo su convocatoria viola flagrantemente la libertad de culto, no es menor el delito del uso indebido de bienes públicos en medio de la otra pandemia económica que está diezmando el patrimonio nacional. “Ayuno”, en horas tristes en las que el hambre va consumiendo las reservas morales de un país en bancarrota, es sinónimo de una torpeza vil como lo es todo el régimen cuyo desempeño gubernamental frente a la epidemia adquiere rasgos de un colosal homicidio culposo.

El ayuno sonó a una macabra broma de mal gusto en medio de la consternación e impotencia de la gente ante el creciente número de personas contagiadas y la impertérrita ineptitud gubernamental. No solo que los hospitales siguen careciendo de lo básico para proteger a su personal de enfermeras, médicos o personal administrativo, sino que la intervención de los servicios departamentales de salud (SEDES) no tiene otro objetivo que una grosera ocupación política para fines de campaña electoral, como lo prueba el inefable pacto entre el alcalde de La Paz, Luis Revilla y Jeanine Añez, en medio de simulacros mediáticos. A principios de marzo, ambas autoridades entregaron un moderno hospital en La Portada, destinado exclusivamente a enfermos del coronavirus, que en los hechos resultó un verdadero fiasco. En el mayor momento de necesidad un conocido empresario que acudió al hospital en busca de auxilio, falleció por falta de equipos, personal y atención especializada. La falta de medicamentos, centros seguros de aislamiento social, pruebas y reactivos para el diagnóstico de la gente y carencia de laboratorios, muestra la catastrófica gestión sanitaria al que hay que agregar el conflicto entre la corporación médica y sus sindicatos con el gobierno central. Existe fundadas sospechas no solo de la tardía reacción gubernamental ante la pandemia sino también de adquisiciones de insumos y materiales sanitarios con sobreprecio, ante la falta de fiscalización legislativa.

Nada de lo que el pueblo experimenta como necesidad imperativa ni aquellas derivadas de los efectos negligentes y letales de la pandemia ha merecido una crítica de parte de la iglesia, sino todo lo contrario. Reafirmando su indisoluble relación política, iglesia y gobierno han convertido la pandemia en una oportunidad para vender mercancía espiritual como hacían los colonizadores españoles a tiempo de ofrecer a los indígenas espejitos de colores mientras operaba la devastación de su riqueza y la cristianización por medio del garrote.

V

Con un ánimo que desnuda la profundidad de un pacto político desconcertante, la jerarquía católica ha decidido apoyar explícitamente y sin remilgo alguno la estrategia represiva que Añez puso en marcha, desde el primer segundo que accedió al palacio de gobierno, para el disciplinamiento social, contención de la protesta y ejecución de un plan casi macabro de venganza y persecución política contra todo aquello que se oponga a los designios del régimen.

En un comunicado público que pasará a la historia como la expresión de la conducta más artera cometida contra la sociedad, en un contexto de apariencia democrática y en una circunstancia que exige serenidad, concertación e invocación a un sacrificio colectivo, la Conferencia Episcopal Boliviana (CEB) ha señalado que se opone abiertamente a la aprobación de Proyecto de Ley (PL N° 595/2019-2020 – Ley que coadyuva a regular la emergencia por el COVID-19) discutido en la Cámara de Diputados y tratado actualmente en la de Senadores. El artículo 9 del nuevo proyecto modificado propone un razonable y proporcional uso de la fuerza pública por parte de las FFAA y la Policía Nacional en el ejercicio de sus funciones, en línea con los mandatos derivados de la Constitución Política del Estado. El proyecto de ley prohíbe explícitamente hacer uso de armas de fuego, realizar detenciones indebidas, uso excesivo o desproporcionado de la fuerza y en caso de violación a estos preceptos, los responsables serían sancionados penalmente como corresponde. Nada más ni nada menos.

No obstante, la CEB en un insólito comunicado rechazó el proyecto de ley expresando lo siguiente: “Alertamos que la redacción del artículo 9, en la práctica, podría hacer imposible que la Policía nacional y las Fuerzas Armadas hagan respetar el estado de emergencia, lo que redundaría en desprotección para la población, frente a actuaciones imprudentes e irresponsables”. Este solo párrafo desnuda de cuerpo entero a una iglesia que prefiere abdicar del cumplimiento de la ley para ceder poder absoluto e inconstitucional al monopolio de la violencia con el pretexto del estado de emergencia. Dicho en pocas palabras, la iglesia católica considera que la condición necesaria para que se cumpla la cuarentena es otorgar a las FFAA y a la Policía Nacional el más amplio e irrestricto margen de operatividad librándola de todo proceso penal en caso de transgresión a la ley.

Este desacuerdo explícito cabría perfectamente en la lógica de un partido político neofascista, adicto al uso de la fuerza pública y acostumbrado a violar la Constitución Política del Estado para poner en raya a la plebe, pero de ninguna manera corresponde a una institución como la iglesia que por razones éticas y humanitarias se opone a toda forma de abuso de poder y a la violación de los derechos humanos, como en cualquier lugar del planeta. El espíritu del proyecto de ley pretende evitar toda forma de suspensión de los derechos constitucionales colocando el acento en la protección de la dignidad humana, algo que la iglesia se atrevió a rechazar.

Este comunicado que implícitamente pretende que se otorgue carta blanca a militares y policías durante la pandemia, desnuda la naturaleza profunda de una iglesia retrógrada, anticonstitucional y beligerante que da la espalda a la protección de los derechos humanos en su intención de consagrar la autonomía discrecional a entidades que monopolizan el uso de la fuerza para conservar el orden. En un acto de amnesia histórica y olvidando que las FFAA y Policía constituyeron actores centrales y protagónicos de la violación sistemática de los DDHH, tanto en dictadura como en democracia, la iglesia propone hacer abstracción de toda una cultura institucional transgresora que desde hace casi dos siglos niega a los ciudadanos sus derechos fundamentales.

Lejos de invocar el cumplimiento estricto de la Constitución Política, la iglesia llama a transgredir la ley en su núcleo esencial que es la protección de los derechos humanos frente al uso de la fuerza pública. Esta torpe e interesada invocación, que debe leerse también como una sutil provocación a las instituciones armadas para colocarlas contra la Asamblea Legislativa Plurinacional gobernada por una mayoría del MAS, no hace otra cosa que explicitar su abierta adhesión a los usos del poder discrecional y autónomo que las FFAA y la Policía hicieran durante el golpe de Estado de noviembre del 2019 así como a las masacres de Senkata y Sacaba, avalando al mismo tiempo esta misma conducta en el estado de emergencia sanitaria nacional que rige desde marzo de este año.

Sin duda, lo que la iglesia propone no es otra cosa que la construcción de un nuevo orden político fundado en la transgresión de la ley, cuyas herramientas operativas están sostenidas por el brazo armado del Estado. Este ánimo eclesial traduce nítidamente su comunión con la idea central del régimen que ha optado por la represión general como política de gobierno para sostenerse en el poder más allá del orden constitucional.

VI

Deliberadamente la iglesia católica apuesta por otorgar inmunidad a las FFAA y Policía eludiendo incluso una discusión necesaria que plantea que el uso de la fuerza no es incompatible con el cumplimiento de la ley en un régimen democrático. Todo lo contrario, y pese a las dificultades en la gestión de las políticas de seguridad y defensa de las administraciones gubernamentales, este frágil equilibrio fue preservado desde 1982 en adelante hasta el acceso de Añez al poder por la vía del golpe. Ciertamente, el planteamiento de la CEB ni es ingenuo ni gratuito. Su apuesta pasa por la construcción de un nuevo orden político cuyo dominio hegemónico se transfiere a la fuerza pública, lo que en buen romance significa apostar por la reafirmación de un Estado Policial, proyecto político que actualmente sustenta y desarrolla al régimen de turno.

Por otra parte, resulta curioso que la iglesia no vea un camino alternativo para el control interinstitucional en el cumplimiento de la cuarentena que no sea el uso exclusivo y protagónico de la fuerza pública, situación extremadamente peligrosa para la salud democrática del país en el mediano y largo plazo. El uso continuo y discrecional de la fuerza pública en situaciones de excepcionalidad podrían muy bien “normalizarse” tanto para la corporación armada como para un sector de la sociedad cuya tentación autoritaria está hoy a flor de piel, groseramente promovida por el gobierno en su objetivo de lograr apoyo político. Las controvertidas actuaciones de los ministros del sector de seguridad, los discursos agresivos e intolerantes de la propia presidenta o la conducta prosaica de los operadores de justicia dan cuenta de esta tendencia autoritaria progresiva y ascendente. Por ello, no resulta extraño que se haya descartado la posibilidad de recurrir a la legitimidad que poseen las organizaciones sociales en todo el territorio nacional, gobiernos autónomos municipales o gobernaciones, en una convergencia de esfuerzos, dada la autoridad democrática que poseen frente a la ilegitimidad del gobierno central.

Una iglesia católica que avala la ruptura entre el uso de la fuerza y el orden constitucional otorgando supremacía a las bayonetas por encima de las normas, no hace otra cosa que confirmar su alineamiento con el régimen golpista que a su vez explica su largo silencio cómplice frente a los abusos y violaciones flagrantes denunciadas por la Defensoría del Pueblo en los últimos meses. La “pacificación” que cobró la vida de más de 36 personas, la persecución sistemática de opositores al régimen, las acciones de chantaje a los medios de comunicación, el ciberpatrullaje anunciado por el ministro de gobierno Arturo Murillo para identificar y enjuiciar a presuntos difusores de “información falsa”, una mayoría de decretos supremos punitivos que apuntan a procesar penalmente a personas que atentan contra la “salud pública” o el gasto en las FFAA y Policía que asciende a más de 10 millones de dólares para la adquisición de material bélico y munición antimotines en medio del descalabro económico del país, abonan el carácter autoritario y dictatorial del régimen que la iglesia prefiere evadir.

Ni siquiera los informes de diversas instituciones internacionales de derechos humanos ha sido suficiente para sensibilizar a la jerarquía católica para procurar frenar el abuso de poder del régimen. Como señalara José Miguel Vivanco, director del Observatorio de Derechos Humanos de las Américas: “El gobierno de Bolivia es uno de los casos más claros de un gobierno que está aprovechando al máximo esta crisis sanitaria, esta pandemia mundial, para perseguir líderes de la oposición y restringir las libertades fundamentales”.

Este singular y aberrante planteamiento de la iglesia católica confiere a militares y policías facultades y poderes factuales que ya han dado pábulo a un conjunto de irregularidades y acciones criminales como cobros indebidos de multas a una mayoría de gente pobre sin pasar por agencias bancarias, tráfico de influencias y exacción en la venta de autorizaciones de circulación de vehículos, sobornos a personas detenidas, detenciones ilegales y en algunos casos, incluso violación sexual por parte de militares y policías como lo ha denunciado la prensa local en Villamontes (Tarija).

Que la jerarquía católica considere imposible el control social de la cuarentena sin el uso impune de la fuerza, justificando la “irresponsabilidad e imprudencia” de la gente, es otro dato que permite constatar la persistencia de una lógica colonial inquisitorial, resucitada al calor de una vieja querella entre laicidad estatal y estado confesional, resuelta favorablemente en Bolivia hace más de una década, en aras de la libertad religiosa y la primacía del libre albedrío.

Esta necesidad aparentemente imperativa de convertir a las FFAA y Policía en baluartes del orden frente a un supuesto desorden social en tiempos de pandemia, sigue la misma lógica que la guerra fría instaló en nuestros países, apelando al golpe de Estado militar con el pretexto de contener al tenebroso “enemigo comunista” en su amenazante incursión al patio trasero del imperio norteamericano. Claro está, que una buena parte de la iglesia no solo sostuvo la narrativa anticomunista sino que se sumó a ella militantemente en nombre de Dios para salvar la “civilización occidental y cristiana”, cuyos costos sociales, políticos y jurídicos continúan pendientes de ser superados hasta hoy.

No es casual que el rencor político de cardenales y obispos evoque la necesidad de instalar un Estado Policial en Bolivia en una clara reafirmación antidemocrática e inconstitucional. La jerarquía de la iglesia en más de una oportunidad ha confesado públicamente su rechazo al gobierno de Evo Morales y no está dispuesta a permitir su retorno al gobierno en las próximas elecciones. Consecuentemente, la posición que adoptó la iglesia sobre el uso de la fuerza guarda una estrecha relación con la necesidad de legitimar un clima de restauración conservadora montada en la estrategia del miedo, desde el gobierno. Esta manifestación pública da cuenta que estamos en presencia de sotanas y birretes que prefieren darle continuidad al golpismo cívico-militar-policial con inclinaciones fascistas frente a la iglesia de las abarcas que apuestan por la democratización del poder mediante elecciones limpias y la búsqueda de concertación y diálogo. Esta iglesia racista e intolerante que no economiza pudor alguno ni practica una diplomacia sutil frente a este escenario complejo, apuesta a vaciar el diálogo de la política, lo que hace suponer una virtual declaratoria de guerra desde el Estado contra el movimiento popular que apuesta por una solución democrática.

Sin duda, esta controversia política e ideológica que recorre los oscuros rincones de las iglesias medievales bolivianas no es ajena ni distinta a lo que ocurre probablemente en los fríos sótanos del Vaticano que asedian al Papa más progresista de la historia. Mientras el Papa Francisco convoca a que todos rememos en la misma dirección para salvarnos colectivamente de la pandemia e invita a motorizar la solidaridad en medio de un aparente naufragio universal, curas desentendidos con la dramática realidad de millones de ciudadanos bolivianos que necesitan comer y ejercer sus derechos constitucionales al mismo tiempo, apuestan por la naturalización de un Estado Policial para aplastar cualquier vestigio de protesta social.

El signo inequívoco de la dominación de nuestros pueblos ha sido la cruz y la espada y sobre ellas, una narrativa de culpas originales condenándonos al arrepentimiento y la penitencia. Aquellos que apuestan por la salida autoritaria no advierten que éste es otro tiempo, como lo es el virus del coronavirus, cuya letalidad tiene un gran parecido al silencio sumiso que pretenden imponernos gobierno e iglesia por la vía de la fuerza. Creemos que el predominio de la espada sobre nuestros derechos constitucionales que plantea y exige la CEB, nos es nada más que la última expresión inquisitorial de un régimen agonizante que exige urgentemente una solemne bendición aérea.

Las grandes catástrofes naturales implosionan canteras de miedos atávicos pero también sirven para modificar placas sociales tectónicas que antes de los fenómenos eran invisibles a los ojos de la sociedad. Después de disipado el polvo, removido los escombros y enterrado a las víctimas de la pandemia, las incógnitas girarán en torno a un nuevo orden social, que lejos de la petición de la iglesia jerárquica, exigirán otras formas de convivencia que no necesariamente pasen por matar la libertad ni perpetuar el miedo.