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La reaparición pública de Cristina, las perspectivas monocromáticas y el catastrofismo mediático opositor

Fuentes: Revista Debate

Volvió. Espléndida. Deslumbrante. Dueña absoluta de la escena. Pudiendo repetir ese poema de Paco Urondo que comienza «Si ustedes lo permiten, prefiero seguir viviendo» y que finaliza «Sin jactancias, puedo decir que la vida es lo mejor que conozco». La Presidenta, en lo que también podría ser el más acabado ejemplo de la videopolítica. Una […]

Volvió. Espléndida. Deslumbrante. Dueña absoluta de la escena. Pudiendo repetir ese poema de Paco Urondo que comienza «Si ustedes lo permiten, prefiero seguir viviendo» y que finaliza «Sin jactancias, puedo decir que la vida es lo mejor que conozco».

La Presidenta, en lo que también podría ser el más acabado ejemplo de la videopolítica. Una verdadera show-woman. Salvo en un pequeño detalle: el contenido de sus palabras, lo aludido en sus gestos, la referencia de su simbología. La videopolítica se constituye de lo insustancial. De lo nimio. A lo superfluo. Se explaya profusamente en la nada. Interpela de modo light al votante medio, a ése que no toma posición alguna (de manera independiente). Y la vuelta de la Presidenta a su actividad pública -porque nadie puede pensar que no monitoreó personalmente cada acto importante de Gobierno- fue, por el contrario, plena de definiciones y mensajes -quizá, el principal, el que «vuelve con todo y por todo». Recargada.

El acto tuvo un aire de reinauguración. De relanzamiento. De nueva etapa. Pese a lo reciente de su victoria con el 54 por ciento, que también tuvo algo de reinauguración. O será que el kirchnerismo, en su virtuosismo en la coyuntura, se 
reinaugura día a día. Florece con el carácter épico que le imprime a cada decisión de gobierno relevante.

Y si hay una épica, ésta es la de la «causa Malvinas», a la que la Presidenta se refirió reconvirtiéndola en gesta diplomática -en la mejor tradición argentina, que tuvo como hito diplomático el conseguido por el gobierno de Arturo Illia, cuando logró en 1965 que la Asamblea General de las Naciones Unidas, en su resolución 2065, considerara a las Islas Malvinas como un caso de «colonialismo» británico- ¡sorry, pero difícilmente David Cameron pueda conseguir una resolución igual que acuse a la Argentina de colonialismo!

Camino diplomático del que se retrocedió enormemente con la aventura de la dictadura militar, y que en las antípodas de la inefectiva política de seducción menemista, tiene en el nerviosismo del gobierno conservador el mejor indicador de que se cabalga en la dirección correcta. En esa línea, es muy importante la publicidad del Informe Rattenbach (¡al que «el último de facto» el general Reynaldo Benito Bignone clasificó como un «secreto militar y político» que sólo podía ser desclasificado con la recuperación de las Malvinas!). No sólo para conocer en su integridad un informe del que se conoce sólo lo que se filtró, sino también porque, con él, vienen todos los aportes y pruebas documentales que las tres Fuerzas enviaron después de la Guerra para su elaboración.

A la épica malvinera, la Presidenta le agregó otro combate de carácter épico, colocando a las petroleras, en la mira de su ametralladora (por ahora, discursiva). Pero las empresas han puesto las barbas en remojo porque se temen lo peor. El mensaje para ellas, y para todos, también y, especialmente, para «los de adentro» no pudo haber sido más claro: «me gusta la estética. Pero más me gusta la política». Con todo y por todo.

A tal punto, que la Presidenta salta hacia adelante y hace caso omiso de cualquier consideración hacia el pasado. El tiempo de la «sintonía fina» hace referencia a una «A», pero no la de ajuste, sino la de las «avivadas», que se terminan. No importa si esas avivadas fueron consentidas, alentadas o simplemente no percibidas en los dos períodos presidenciales anteriores. Esa interpretación y constatación será para otros, no para el Gobierno.

Y mientras la oposición política habita en un «no lugar» hasta nuevo aviso, las críticas sólo parecen provenir desde los medios opositores, cosa que, paradójicamente, refuerzan la lógica épica del Gobierno, al reproducir en espejo «su» propia épica: una épica de la resistencia.

Revisemos someramente qué nos 
dicen hoy: 1) que se acabó el viento de cola (especie confirmada por el señor ministro de Economía, Hernán Lorenzino, en su primera declaración pública); 2) que el Gobierno no tendrá plata para cooptar adhesiones; 3) que la coalición política K ha comenzado a desintegrarse, con la renuncia de Hugo Moyano a la conducción del PJ bonaerense -con un Daniel Scioli pidiéndole que la reconsidere, y un Florencio Randazzo diciéndole «pelito pa´la vieja, no quiero más quejas»-; 4) que en el Gobierno mismo ha estallado una guerra interna: Guillermo Moreno pugna por convertirse en el nuevo hombre fuerte del kirchnerismo, La Cámpora avanza, y hay quienes están dispuestos a resistir; 5) que las cosas no están mejor en términos de la sucesión presidencial: el único candidato importante que tendría el oficialismo, Daniel Scioli, está siendo asediado por su vicepresidente, Gabriel Mariotto, convertido en una suerte de Dante Panzeri que escrutiña críticamente toda acción y actitud del gobernador, y también ahí se avizoran «graves problemas».

¿Qué panorama, no? ¿Cuánto habrá de verdad en todo esto? Y, seguramente, habrá info, habrá data. Pero, después de tanto tiempo, es evidente para todo el mundo, incluso el menos atento a la política, que en el tratamiento de la información estos medios opositores tienen unas ganas bárbaras de que se vaya todo al mismísimo diablo.

Ante la debilidad opositora, los medios enfrentados al Gobierno han tomado esa posta, lo cual también le viene de maravillas al mismo kirchnerismo, que declara como su enemigo a quien no concurre a las urnas. Y esto ha terminado siendo un grave problema para los medios. Cuando las críticas las hace la oposición política, queda descontado que también quiere llegar al poder, ganando las próximas elecciones. En cambio, los medios opositores se presentan como un coro de arcángeles, que no sólo dicen «sólo la verdad y nada más que la verdad», sino que, además, esa verdad se contrapone a la «mentira absoluta» contada por el Gobierno y, encima, le «hace mal a la gente».

Al demostrar su enfoque tendencioso, el Gobierno le pegó a los medios debajo de su línea de flotación, aniquilando su principal activo, que es la credibilidad, y volviéndosele en contra su posicionamiento discursivo: «si mienten, entonces, les interesa conseguir poder, y no a través del legitimo mecanismo electoral».

Y perdiendo credibilidad, los medios perdieron también potencia crítica en la polarización del blanco y negro. Cada uno escribe para el público que los lee: de este lado, todo negativo. Del otro, para corresponderlo, todo positivo. Y esto se contagia a cualquiera que quiera engancharse en el debate público: hasta los intelectuales profesan el maniqueísmo. Para un bando, el mejor gobierno de la historia. Para el otro, el peor. Pocos utilizan todos los colores que brinda la paleta de pensar y con cabeza abierta.

Algo que también tiene que ver con la lógica mediática y la videopolítica: vende el escándalo, lo dramático, el anunciar la catástrofe inminente e inevitable. Esa crisis que ya ha comenzado, inexorablemente. Y que, después, es desmentida nada más y nada menos que por la realidad, y que termina reforzando tanto la imagen del Gobierno como también su metodología. Ahí está lo que le sucedió al ejemplo más acabado de esta forma de hacer política: Elisa Carrió, quien se enamoró de su perfil mesiánico y terminó rechazada hasta por sus apóstoles.

El problema y las consecuencias del catastrofismo mediático opositor son peores que el «suficientismo oficialista» del que hace gala el kirchnerismo y, especialmente, el cristinismo 2.0. Porque para tener razón necesita de una Tormenta Perfecta que arrase con todo. En su ausencia, toda ineficiencia gubernativa potencial queda disimulada en ese «haberse evitado lo peor», máxime cuando, en cambio, se disfrutó de un largo período de bonanza económica y de iniciativas progresistas esperadas por años y materializadas durante el kirchnerismo.

Y también hay que agradecer que el catastrofismo mediático se haya equivocado por lo obvio: porque lo peor que le puede pasar a la Argentina es caer de nuevo en una crisis sistémica, en una nueva frustración que nos vuelva a postrar colectivamente. Aunque la mejor manera para aventarla sería salir de las perspectivas monocromáticas, dejar atrás y bien atrás, el mundo del blanco o negro.

Fuente original: http://www.revistadebate.com.ar//2012/01/27/4994.php