Recomiendo:
0

La restauración de la barbarie

Fuentes: Rebelión

Pasando mediados del segundo decenio del siglo 21, quienes habitamos este suelo llamado Argentina vivimos un tiempo aciago, en un mundo tremendamente desigual y en un país subdesarrollado que no puede escapar de la corriente global de inequidad sin salirse de los cánones dispuestos por esa globalización, como nadie puede de otra manera. Según algunas […]

Pasando mediados del segundo decenio del siglo 21, quienes habitamos este suelo llamado Argentina vivimos un tiempo aciago, en un mundo tremendamente desigual y en un país subdesarrollado que no puede escapar de la corriente global de inequidad sin salirse de los cánones dispuestos por esa globalización, como nadie puede de otra manera. Según algunas estadísticas, entre 62, 80 ó 400 de los individuos más ricos del planeta reúnen la mitad de la riqueza del total de la Humanidad (1). La exactitud de la cifra no es tan importante, porque sean 60 ó 1000 los más poderosos, confirman la obscenidad e injusticia de la sociedad planetaria que hemos sabido construir como especie de 7.500 millones de individuos. La concentración de la propiedad privada de los negocios, los medios de producción y de la tierra (2) -amalgamados por el todopoderoso sistema financiero mundial- es cada vez más indignante, por lo que, de una manera u otra, la mayoría de la población debe pagar renta hasta por lo que cree que le es propio. El «pago» puede no hacerse precisamente a través de algún impuesto: también puede pagarse con condiciones míseras de vida, según las necesidades del sistema. Cuando un individuo paga precio e impuestos al adquirir algún bien, está pagando por la producción social de la que él es parte. Es decir, si pertenece a la mayoría asalariada, le entrega la ganancia al empresario y los gravámenes al Estado que cuida los intereses de los empresarios. Los marginados del mercado de trabajo pagan su «impuesto» con una vida plagada de carencias. Según la ONU, alrededor de 800 millones de personas pasan hambre (3) (otras estimaciones hablan de más de mil millones) a pesar de que la humanidad produce alimentos para el doble de la población total (ya en 2007, sólo la producción de cereales podía hacerlo (4)), y la OMS dice que otros tantos no tienen acceso al agua potable, mientras 2400 millones carecen de infraestructura de saneamiento (5). Según el Banco Mundial, pobre es aquél que subsiste con menos de u$d 3,10 diarios (u$d 93 mensuales), y en 2011 esa cifra era el ingreso de 2200 millones de seres humanos (6), aunque es sabido que al menos 5/6 de los habitantes de este mundo tienen dificultades económicas y necesidades insatisfechas (para el Banco Mundial, el que gana u$d 3,20 diarios no es pobre…). Como se verá, el capitalismo que reina en todo el orbe ha sido el causante de esta realidad oprobiosa en sus casi 3 siglos de dominar el mundo. Sin embargo, para la mayoría de las personas no existe otra manera de organizar la sociedad y tilda de delirantes a los que queremos cambiarlo.

Si se producen alimentos para alimentar dos veces lo necesario a cada ser humano pero hay 1000 millones que pasan hambre.

Si existe el conocimiento para atender la salud de todos los habitantes del planeta pero hay millones que no tienen acceso a ello y mueren por causas evitables.

Si se ha desarrollado la tecnología para que todos puedan tener una vida confortable, pero sólo llega plenamente a unos pocos.

Si se le pone precio a bienes y recursos que son derechos humanos como la salud, la educación, la tierra y el agua, convirtiéndolos en mercancías.

Si la Tierra da los medios para que toda la humanidad tenga una vida digna y no sólo una ínfima minoría.

Si se depredan esos recursos al punto de poner en riesgo la biósfera y la propia especie.

¿Qué más tiene que pasar para darse cuenta que el problema es el sistema? ¿Quiénes están locos, los que lo mantienen con todas las iniquidades que implica o los que quieren cambiarlo?

El capitalismo, su modo de producción y por lo tanto de organizar la sociedad, está llevando la humanidad ya no sólo hacia mayores grados de barbarie, sino hacia un peligro cada vez más cierto de extinción. Las empresas devastan los recursos naturales porque su objetivo a cualquier precio es la tasa de ganancia, y los estados que protegen esos intereses legalizan, fomentan e imponen el saqueo de cada lugar del planeta explotando a los pueblos subdesarrollados, provocando guerras para invadir y espoliar cuando estos se resisten, e incluso desencadenando conflictos bélicos interimperialistas cuando los intereses de dos o más potencias se superponen y contradicen. El sistema burgués es tan demencial que su primer industria es la armamentista, la maquinaria de matar, mientras millones de seres humanos mueren de hambre ¿Qué pasará cuando la población crezca tanto que no alcancen los recursos para alimentar a la población del mundo? El crecimiento poblacional mundial es crítico. Hace 2000 años, la cantidad de habitantes de la Tierra era de 250 millones de habitantes. Tardó 16 siglos en duplicarse. De 1600 a 1850, se duplicó nuevamente. Cien años después, en 1950, volvió a duplicarse, para llegar a 2000 millones. En 1990 llegó a 5000 millones, y hoy estamos en 7500 millones (7). Se calcula que para el 2050 habrá 10.000 de seres humanos (8) ¿Cómo se les dará de comer? El temor malthusiano de finales del siglo 18 está más vigente que nunca.

Un sistema que fomenta la competencia en lugar de la fraternidad entre los seres humanos y que, a decir de Adam Smith, uno de sus pilares filosóficos, «se basa en el egoísmo» como motor del desarrollo (9), no debería considerarse algo bueno para las mayorías. Y es que, desde esos principios, ha modelado la consciencia de los explotados en favor de sus verdugos, con la sagrada «verdad» que se plasma todos los días en la relación entre patrón-asalariado en los lugares de trabajo: allí no hay democracia que valga, se ejerce la tiranía del capitalista sin vueltas. Esto se plasma en el convencimiento de que el sistema que los explota «es lo natural o inmodificable», lo que hace que el comportamiento común sea un reflejo de las bases filosóficas de ese sistema. Es por ello que en las sociedades capitalistas reina la competencia y la hipocresía se ha convertido en una bandera cultural, donde la mentira es lo que se impone como verdad. Los dueños del capital dicen que dan trabajo, nunca que explotan; dicen que pagan un salario, nunca que se roban la plusvalía que producen sus trabajadores. Obviamente, no pueden hacerlo, porque eso iría en contra de sus intereses como clase. Nos dicen que somos libres, pero los únicos verdaderamente libres son los burgueses (patrones, capitalistas), porque son los dueños de la Tierra y el resto debemos pagar por ocuparla o recorrerla, por lo tanto la libertad como concepto humano es una falacia en el sistema burgués. Y si la libertad es sólo para pocos, entonces, como consecuencia, la justicia, la igualdad, la fraternidad, la solidaridad y el respeto por el prójimo son mentiras también. Crean una subjetividad común, aunque la subjetividad se interprete como la forma de pensar de cada persona: si bien cada individuo tiene una postura personal respecto de la realidad, la cultura y la consciencia impuestas uniforman el pensamiento de masas: es el «sentido común». Desde el sentido común, habrá quienes quieran poner como ejemplo de respeto las sociedades de los países centrales del planeta. Alguien podría señalar como ejemplo contrario, de irrespeto, a las caóticas y subdesarrolladas sociedades de lo que alguna vez se llamó tercer mundo. Sin embargo ¿qué respeto tienen por el prójimo los europeos, con sus sociedades tan pulcras y ordenadas, si ese orden y supuesto bienestar se basan en la explotación del resto de los pueblos del mundo? ¿Cuál es el grado de compromiso que tienen las masas europeas para intentar hacer aunque sea un poco más «vivible» el mundo que ellos han moldeado? Explotadores (por acción) y explotados (por omisión o desinterés) del viejo continente, como de los demás países imperialistas, son cómplices del saqueo al resto de los pueblos de la Tierra, guiados por la cultura impuesta por las clases dominantes. Hipocresía y barbarie son palabras que los definen.

En Latinoamérica la degradación de la consciencia se verifica de manera más taladrante aún. Nuestros pueblos han sido sometidos a la permanente expoliación europea desde hace siglos, y más recientemente, de EEUU, Japón y últimamente China. Hemos pasado por la esclavitud explícita hasta llegar al saqueo actual, con tintes de resignación y adaptación cultural a la impuesta por los colonizadores. En este milenio, la lucha que emerge de los irreconciliables intereses de las clases enfrentadas por las relaciones de producción, no llega a plantear el cambio de raíz de esa relación (como sí se intentó principalmente en todo el siglo 20 a nivel mundial). Se queda en la protesta reivindicativa. Eso a pesar de que Latinoamérica fue considerada hasta hace poco «la vanguardia» de la lucha contra las formas que ha adquirido el capitalismo… pero está claro que no contra el capitalismo en sí. Las vanguardias surgidas de la lucha contra el neoliberalismo se quedaron en ello, y sólo se plantearon la utopía de humanizar el sistema. Y no sólo no lo han logrado (claro, eso es imposible), sino que no han podido modificar la estructura de las injusticias: hoy Latinoamérica tiene el índice de concentración de la tierra más alto del mundo, constituyéndose en la región más desigual del planeta (10), a pesar de los gobiernos «populares» que se instalaron en el primer decenio del siglo. Es por eso que, al igual que en nuestro país, gran parte de las masas están girando a la derecha en sus percepciones políticas, ante el fracaso y la degradación ética de las corrientes llamadas progresistas o peyorativamente populistas, y por no existir una alternativa revolucionaria coherente a la que puedan recurrir.

En Argentina la degradación de la consciencia popular alcanza niveles de asombro. Las costumbres, usos y ritos populares han devenido en pauperización de todo lo ético, en banalización de todo lo importante, en tergiversación de todo lo verdadero, en «barbarización» del lenguaje y la escritura, en disolución de la cultura del trabajo, en negación de la condición de clase, en lumpenización de la consciencia social. Imperan la intolerancia, el egoísmo y el irrespeto. Se ha impuesto el «vale todo» como método para conseguir la felicidad, y sólo «ganar» le da sentido a la vida. Ganar es estar por encima de los demás y esa es la meta. Ganar es tener. No hay un «nosotros», sólo somos un conjunto de individualidades que compiten entre sí sin importar las formas, en cualquier eslabón del quehacer social. Cada uno cree que el derecho a todo le es propio y exclusivo, y por eso no respeta el derecho de los demás. Hay una selva con sus leyes de barbarie y salvajismo donde debería haber civilización. Basta salir a la calle y transitarlas para comprobarlo. Violencia de pobres contra pobres, inseguridad por crímenes varios y hasta linchamientos, resultantes de las desigualdades mismas del sistema, que provocan la criminalidad, la marginación, las necesidades insatisfechas, los salarios bajos, las protestas que de ello derivan. Acceder a la atención de la salud es una odisea y la educación pública está cada vez más pauperizada: la mitad de los adolescentes no termina la escuela secundaria (11) y los que lo hacen no saben interpretar ni lo que leen, si es que alguna vez lo hacen. Crecen las adicciones y es el sector preferido por el narcotráfico para iniciar más y más individuos a su «clientela». Las cárceles están llenas de pobres, a pesar de que los que más roban son los ricos. No hay solidaridad entre los que poco tienen hacia los que nada poseen, como si una cosa no fuese consecuencia de la otra. Esa degradación, por supuesto, no es casualidad. Está provocada por los que se aprovechan de ella, por los que necesitan que «los de abajo» se peleen y compitan entre sí y ni piensen en unirse contra «los de arriba»: ellos, los capitalistas. Y si las condiciones objetivas a las que los someten «los de arriba», une a los «de abajo» por espanto, que éstos tengan las cosas tan confusas que no les permitan distinguir entre esos «de arriba» y sus amigos y enemigos. La consciencia de la burguesía, profundamente egoísta, se ha desparramado en las masas a las que domina. Por eso este pueblo que ha sabido luchar por su bienestar de manera instintiva, hoy no sale de apoyar a sus propios verdugos, presentados como «patroncitos buenos» pero despilfarradores a veces, duros pero ordenados y eficientes otras, siempre coqueteando con la corrupción en toda ocasión. Es por eso que se apoyó durante 12 años a los que cacareaban «liberación» pero entregaron todo lo nuestro, para luego detestarlos y exigir un cambio… votando a verdugos más a la derecha aún. Sólo el hartazgo, la desorientación y la ignorancia pueden explicar la elección de una bestia patronal como Macri y su Cambiemos por parte de millones de asalariados.

Si alguien me hubiese dicho allá por los ’80, al finalizar la Dictadura Genocida y comenzar esta farsa llamada «democracia» burguesa, que la sociedad en la que iba a vivir casi cuarenta años después iba a ser ésta en la que hoy vivimos, jamás lo hubiese creído. No solamente eso, sino que le hubiese dicho a quien ello afirmara que estaba completamente loco. Al abandonar los militares el gobierno, aborrecidos por la mayoría de la población, quienes soñábamos con un mundo distinto al inequitativo aquél, pensamos que a partir de entonces todo iba a ser para mejor: las masas tomarían consciencia del origen de sus males y harían propia la lucha de los 30.000 que dieron sus vidas por el socialismo, una sociedad donde gobernaran los trabajadores y los medios de producción y la tierra estuvieran en sus manos. El futuro de la humanidad sería un camino inexorable hacia la libertad, la igualdad, la fraternidad y la justicia.

Cómo nos equivocamos… Qué crédulos e inocentes fuimos. Cuánta candidez hubo en nuestros presagios. Creímos que habíamos derrotado a los militares los que sobrevivimos a la Dictadura. No nos dimos cuenta que para lo que asaltaron el manejo del Estado, su triunfo fue total. Es que los uniformados fueron sólo instrumento de los verdaderos dueños del poder. Esos son quienes modelan el mundo a su antojo, con la complicidad de sus socios menores locales: la burguesía internacional imperialista con la inestimable colaboración de los explotadores vernáculos. Ellos instigaron, fomentaron y financiaron los golpes de Estado en Latinoamérica como estrategia para concretar sus objetivos: sociedades donde el modo de producción capitalista no se pusiera en discusión, sosteniendo la explotación del hombre por el hombre y abriendo las puertas a las cadenas cada vez más pesadas del sistema financiero internacional. Eso es el imperialismo burgués, que triunfó no sólo en el país, sino en el mundo. En fin, no nos dimos cuenta que habían destruido la más clara consciencia de la sociedad, imponiendo por los años venideros el miedo en las mayorías a todo lo que ellos significaron y significan. O tergiversándolos, como en los 12 años del kirchnerismo.

Es tan grande el triunfo de los explotadores, que hasta países, estados y organizaciones que se autodenominan anticapitalistas, han optado o aplauden políticas dentro del sistema que dicen combatir. El ejemplo más acabado de ello es China, el lugar del mundo donde más plusvalía se le extrae a los trabajadores, nada más y nada menos que por el Partido Comunista, que de comunista nada tiene evidentemente. China se ha transformado en una potencia imperialista que se jacta de ser reconocida como una economía de mercado. Vietnam está en la misma línea, y hasta Cuba admite que la «vía china» es la que la seduce, por lo cual retomó las relaciones con EEUU y abrió su economía a las multinacionales.

Son muy pocos entonces (proporcionalmente) los que hoy discuten la implementación del modo de producción capitalista. La mayoría de la humanidad se ha sometido a él ¿Y qué es un modo de producción? ¿es algo caído del cielo, salido de un repollo, una ley intangible de la naturaleza? NO. Simplemente, es la forma en que se organiza la sociedad para producir los bienes que usa o consume. Construcción humana y como tal, absolutamente modificable. En el capitalismo, la característica fundamental es la explotación del hombre por el hombre, que se apoya en la propiedad privada de los medios de producción en manos de unos pocos, el trabajo asalariado (los que sólo tienen para vender su fuerza de trabajo), la apropiación de la plusvalía que producen los trabajadores por parte de los capitalistas (burgueses, patrones). Ese modo, esa forma, es la base que determina todo el desarrollo de las relaciones y el progreso, las costumbres y el conocimiento humanos hoy. Es decir, el capitalismo no es sólo una estructura económica y social de la que devienen determinadas políticas por y para su sostenimiento, sino fundamentalmente una cultura, una forma de ver y vivir la vida en sociedad y la existencia misma.

Esa indignante en la que hoy vivimos, a la que hoy nos han condenado.

Hace sólo un par de décadas, los trabajadores del mundo asumidos y constituidos como clase luchaban por el poder, en oposición al del capital, para dirigir y modelar la Humanidad y así lograr una sociedad de seres libres e iguales, sin fronteras, sin Estado, sin explotación del hombre por el hombre y sin miseria. Hoy parecen resignados a intentar vivir lo mejor posible dentro del sistema que los explota. Modificar esta realidad es una tarea faraónica: hay que ir contra el sentido común que le han impuesto a las masas, contra la cultura y la consciencia que ha esculpido el modo de producción desde hace siglos. Hay que nadar contra la corriente, hay que hacer ver y convencer a los explotados y marginados que otra realidad es posible, otra forma de organizar la sociedad. La batalla es entonces, fundamentalmente, contracultural. Ello exige inteligencia, coherencia, organización, humildad y unidad de los que están convencidos para intentarlo al menos. Exige cohesión sin rehuirle al debate, exige no pelear entre compañeros tratándose como adversarios, exige tolerancia y respeto, hacer hincapié en lo que une y no en las discrepancias. Exige grandeza para debatir y sobre todo para saber perder los debates entre camaradas. Exige dignidad para ser minoría y acompañar a la mayoría sin renunciar a las convicciones. Exige reconocer errores. Exige asumir que pudimos y podemos equivocarnos. Condiciones que no exhibimos los que declamamos tenerlas, atravesados claramente por la cultura que decimos combatir. No basta con sólo la voluntad y la declamación, que sin los atributos expuestos sólo quedarán en voluntarismo y palabras vacías. No basta sólo el contenido, también son importantes las formas. El mundo necesita un cambio de raíz para lograr una sociedad justa, y por lo tanto de un movimiento revolucionario coherente que sea capaz de llevar a cabo ese cambio. El que hoy existe claramente no lo es. Deberá reciclarse o desaparecer, porque tal como está ahora, sólo genera rechazo en las mayorías que quiere liberar. Nada puede perdurar haciendo lo contrario de lo que proclama. No se puede hablar de un mundo fraterno y tratar a los compañeros de sueños como enemigos. No se puede declamar un mundo de iguales y plantear las cosas como desde un púlpito. No se puede luchar contra la soberbia de los que dominan, actuando con soberbia propia. No se puede recitar contra la propiedad privada y actuar como dueños de cada espacio que se genera en la lucha de clases. Los medios deben importar tanto como los fines, porque los medios legitiman los fines. Reciclarse no significa desechar los orígenes, sino justamente, reafirmarlos, volver a las fuentes, sobre todo a eso de «proletarios del mundo uníos», porque lo que en la actualidad se ha logrado no tiene nada que ver con ello. Si la división atenta contra el objetivo del cambio de raíz, dividir y afirmar la división sin dudas es contrarrevolucionario, como todo lo que lleva a ello: la autoproclamación, el creerse dueños de la verdad, la intolerancia y el sectarismo. Hay que empezar de cero respecto de todo aquello que fragmentó al movimiento revolucionario en infinidad de corrientes que, separadas, sólo son funcionales al poder que dicen combatir.

La unidad, entonces, es la tarea. Cualquier otro camino será más de lo mismo, la reafirmación de este cambalache en el que se ha transformado el movimiento revolucionario, que de esta manera jamás podrá cambiar nada.

Notas:

(1) – Informe Oxfarm 18-1-2016

(2) – Concentración de la propiedad rural en el mundo, informe del IGAC de Colombia, 2010

(3) – WPF, Programa mundial de alimentos, Datos del hambre en el mundo, 2016

(4) – «¿Será posible alimentara toda la población mundial de los próximos decenios?», Jorge Riechmann,

(5) – OMS, Informe 2015 del PCM

(6) – Informe del Banco Mundial, «Pobreza: panorama general», octubre 2015

(7) – Informe de la FAO «Nutrición humana en el mundo en desarrollo», Capítulo 5

(8) – Informe de la FAO «Perspectiva a largo plazo: el panorama de la Agricultura»

(9) – «La riqueza de las naciones», Adam Smith, 1776

(10) – CEPAL, América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo – 2016

(11) – IDESA, «6 de cada 10 jóvenes no termina la secundaria a tiempo», nov. 2015

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.