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Entre la nacionalización del gas y la masacre de Huanuni

La revolución boliviana en un laberinto

Fuentes: Le Monde diplomatique/Buenos Aires

Los enfrentamientos entre grupos de mineros bolivianos en Huanuni  en octubre pasado simbolizan las crecientes dificultades del gobierno de Evo Morales para llevar adelante su profunda agenda de cambios. El ejecutivo enfrenta una virulenta oposición conservadora, pero también sufre por incoherencias internas y debilidades de gestión que le impiden consolidar la relación de fuerzas políticas, […]

Los enfrentamientos entre grupos de mineros bolivianos en Huanuni  en octubre pasado simbolizan las crecientes dificultades del gobierno de Evo Morales para llevar adelante su profunda agenda de cambios. El ejecutivo enfrenta una virulenta oposición conservadora, pero también sufre por incoherencias internas y debilidades de gestión que le impiden consolidar la relación de fuerzas políticas, que aún lo favorece. 
 
Evo Morales Ayma llegó al poder con una misión precisa, surgida de la denominada «agenda de octubre» (1): convocar a una Asamblea Constituyente para «refundar el país» y nacionalizar los hidrocarburos. Cumplió, los primeros cinco meses. En marzo consiguió la sanción parlamentaria de la Ley de Convocatoria a la Convención Constituyente y al referéndum autonómico, en el que los bolivianos debían aprobar o rechazar el pasaje de la actual Bolivia unitaria a una autonómica. Y el 1-5-06 firmó el decreto «Héroes del Chaco», que recupera la centralidad del Estado -perdida en los años ’90- en el negocio hidrocarburífero. Con ese capital político, el Presidente boliviano plebiscitó favorablemente su gestión el 2 de julio -en las elecciones de constituyentes- con la mayoría absoluta de los votos, y revalidó la legitimidad conquistada el 18 de diciembre en los comicios presidenciales, cuando consiguió el 53,7% de los sufragios (2).

Sin embargo, estos dos ejes de la política de cambio de Evo Morales se desplazan hoy por un sendero pedregoso que reduce sensiblemente su marcha y por momentos amenaza con empantanarlos. Y las piedras vienen de fuera, pero también de dentro del gobierno. Por un lado, está la transformación de los grandes medios de comunicación en una sola voz, más legítima, de la oposición conservadora, derrotada en dos oportunidades consecutivas y cada vez más virulenta en sus ataques al gobierno. Términos como «populista», «retrógrado», «comunista» abundan en el discurso opositor, mientras el espacio político tiende a desplazarse hacia una mayor polarización, en línea con la situación venezolana: la derecha pronostica que se avanza hacia una dictadura -cuya vía de acceso es la Asamblea Constituyente «plenipotenciaria»- y el oficialismo denuncia que la oposición expresa a los grupos elitistas desplazados del poder por la emergencia indígena-popular.

Pero, por otro lado, están las debilidades propias de la administración nacionalista para avanzar en la gestión, construir una masa crítica técnico-institucional y definir un rumbo estratégico para el proceso de trasformaciones. Todo ello es opacado sólo transitoriamente por el exceso de retórica e hiperactividad oficial. Si la nacionalización marcó el punto más alto de la épica nacional-popular, la masacre entre mineros en la localidad de Huanuni mostró la cara más trágica de la «vieja Bolivia» que se resiste a perecer.
 
Escasez de cuadros
 
El proceso de reconstrucción del movimiento popular boliviano -junto al desprestigio social del ciclo neoliberal (1985-2005)- se expandió desde el campo hacia la ciudad y se canalizó a través del «instrumento político» de los sindicatos campesinos, que luego utilizó como sigla electoral el nombre de Movimiento al Socialismo (MAS). Sin embargo, este tipo de militancia indirecta -desde las organizaciones gremiales- frenó la incorporación de los sectores urbanos que no pertenecen a instituciones corporativas y limitó los procesos de formación de cuadros político-administrativos capaces de manejar el aparato estatal.
El débil desarrollo urbano no ha permitido al MAS conquistar electoralmente ningún municipio «grande», y sus estructuras urbanas están dominadas por el clientelismo político. «En las ciudades el MAS es percibido, en gran medida, como una agencia de empleo, para tratar de conseguir un cargo en la administración pública; desde 2002 en el Parlamento y desde 2006 en los ministerios u otros organismos estatales», señala el politólogo Hervé Do Alto, que estudia las formas organizativas de este partido sui generis.

Las limitaciones de la rama urbana del MAS hacen que Evo Morales se recueste en el campo, donde encuentra su base de apoyo más «dura» y leal. No es casual que sean los campesinos -cerca del 40% de la población boliviana- quienes más se beneficiaron de las políticas públicas del nuevo gobierno, anunciadas y llevadas personalmente por el propio mandatario indígena a las zonas rurales: construcción de infraestructura hospitalaria y educativa, plan de alfabetización, dotación de documentos nacionales de identidad, reparto de tierras fiscales -en una etapa aún incipiente de la «revolución agraria» que debe incluir latifundios privados improductivos-, distribución de tractores a bajos costos, servicios telefónicos, transmisión por aire del mundial de fútbol, etc. (3).

Son varios los viajes semanales de Morales a alguna de estas localidades históricamente fuera del horizonte visual del Estado, donde gusta recordar anécdotas de su pasado de pastor de llamas, músico o cultivador de papas para conseguir la empatía popular. En estas regiones de la Bolivia profunda el liderazgo del Presidente es, hasta ahora, indiscutido. Y este apoyo rural se extiende a departamentos autonomistas como Santa Cruz o Tarija, donde se han conformado anillos masistas sobre las capitales departamentales: de estos bastiones de la migración «colla» salió el voto que el 2 de julio le dio el triunfo al oficialismo en esos dos departamentos, en Santa Cruz con el 25% y en Tarija con el 41%, y hoy limita el poder de la oposición regionalista.

Frente a esta «lealtad incondicional», el apoyo urbano es más volátil, especialmente entre los sectores medios y acomodados que el 18 de diciembre marcaron con una cruz la opción de Evo Morales en la papeleta electoral para apoyar el cambio o como fruto de la convicción de que «si gana un bloqueador» se acabaría la inestabilidad social que se llevó por delante a dos gobiernos en menos de tres años. Hoy, las encuestas -con un fuerte sesgo urbano- reflejan el paulatino alejamiento de estas clases medias con comportamiento de elites ante las primeras dificultades del gobierno. Según una encuesta de la firma Apoyo, Opinión y Mercado difundida por la prensa boliviana, el apoyo a Morales llegó al 81% en mayo, bajo el influjo de la nacionalización de los hidrocarburos. En junio al 78% y en julio al 68%. Entre agosto y septiembre midió 52%, con el apoyo más bajo en Santa Cruz de la Sierra, con el 27% de aprobación.

El gobierno se encuentra hoy ante un dilema: colocar en los puestos estratégicos a indígenas o campesinos que aún no se han formado suficientemente en la gestión estatal y fomentar inciertos procesos de aprendizaje que chocan con las expectativas sociales de cambios rápidos, o nombrar en esos cargos a «invitados» de las clases medias, muchos de ellos ligados a los gobiernos de los ’90 que, en los últimos años de la crisis intelectual y moral del neoliberalismo, han virado convenientemente de perspectiva para no quedar fuera de la ola nacionalista.

En Bolivia, el Estado es el pilar de la reproducción económica de las elites y, bajo el gobierno del MAS, estos sectores han perdido varios privilegios, como las famosas consultorías -en retribución a diversos tipos de apoyo político- y el acceso directo a los despachos ministeriales. El comentario de un profesional de la acomodada zona sur de La Paz, transmitido por un funcionario del actual gobierno a este periodista, es sintomático del momento actual: «Cómo habrá sido sufrir más de 500 años de exclusión si nosotros hace ocho meses que nos sentimos fuera del poder y ya no sabemos para dónde escapar». Un reciente editorial del semanario Pulso refleja, desde una perspectiva más sociológica, el pesimismo de las elites ante un país que, periódicamente, se les va de las manos: «Ni el socialismo y el autoritarismo que temían unos. Ni el cambio de estructuras y el comienzo de un nuevo ciclo de desarrollo que deseaban otros. Simplemente el viejo y feo rostro, tan conocido, del infortunio boliviano: la inestabilidad política, la pura ingobernabilidad, que son formas sintéticas de designar la crónica implosión del país» (4).
 
Las reformas en riesgo
 
La salida del ministro de Hidrocarburos, Andrés Soliz Rada, en septiembre de este año, dejó en evidencia la falta de homogeneidad en un área en la que el gobierno boliviano ha colocado todas sus fichas. El ex periodista -y ex compañero de ruta del «Colorado» Jorge Abelardo Ramos durante su exilio en Buenos Aires- abandonó el Ministerio declarando que «hay pugnas (en el gobierno) para aplicar el decreto de nacionalización» firmado el 1-5-06 en el marco de la ocupación de campos petroleros y refinerías por las Fuerzas Armadas (5). Tanto las empresas petroleras como los movimientos sociales leyeron la renuncia forzada de Soliz Rada y su reemplazo por el economista académico Carlos Villegas, hasta ese momento ministro de Planificación, como un «ablandamiento» de la política petrolera, pero con una valoración distinta: unos ven en ello un paso hacia una mayor flexibilidad, en tanto que los otros evalúan la situación como un debilitamiento de las convicciones nacionalistas del Poder Ejecutivo en un contexto de dificultades para pasar del discurso a la acción.

Más allá de su desempeño práctico, Soliz Rada representaba un símbolo de la «recuperación» de los hidrocarburos y su salida ha potenciado las críticas -por el momento minoritarias pero más significativas que en los días siguientes al 1 de mayo- de que «no hubo una verdadera nacionalización». Lo cual, a falta de resultados para las pauperizadas economías populares bolivianas, podría ser la bandera de una potencial oposición a la izquierda del MAS, hoy casi inexistente, aunque la masacre de Huanuni (6) le dio una presencia mediática que había perdido desde la llegada al poder de Evo Morales, con la consiguiente «monopolización» del discurso de cambio, indígena y nacionalista. Entre los problemas «prácticos» que aún enfrenta la nacionalización se encuentran la falta de recursos para refundar la estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) (7), y la resistencia de Petrobras -principal transnacional afincada en el país- a pagar precios más altos por el gas que Bolivia le exporta a Brasil.

Sin embargo, el millonario acuerdo de provisión de gas a Argentina rubricado entre Evo Morales y Néstor Kirchner, y la firma de nuevos contratos con todas las empresas  petroleras que operan en el país -en los que el Estado retoma el control de toda la cadena productiva de los hidrocarburos- permitieron recuperar el optimismo en las filas oficiales y en el conjunto de la sociedad (8).

Pero, si la «pata económica» del proyecto de Evo Morales logró estos días recuperar parcialmente la iniciativa, su «pata política» -la Asamblea Constituyente- enfrenta el peligro de una prematura pérdida de legitimidad, pese a que la izquierda tiene mayoría absoluta. Desde el 6 de agosto, los convencionales apenas avanzaron en la elaboración de sus reglas de funcionamiento, en el marco de una pelea a brazo partido entre oficialismo y oposición en torno al carácter de la Asamblea («originaria» o «derivada», es decir por debajo o por encima de los actuales poderes constituidos) y a la forma de votación de la nueva Carta Magna (mayoría absoluta frente a la mayoría especial de dos tercios).

Al respecto, la derecha se ampara en la Ley de Convocatoria, que establece la aprobación del texto por dos tercios, mientras que la izquierda responde que esa mayoría especial es necesaria para el texto final pero no para los artículos individuales. Los poderes absolutos de la Convención ya fueron votados -por mayoría absoluta- mientras la oposición conservadora liderada por Poder Democrático Social («Podemos», del ex presidente Jorge Quiroga) ha acudido en busca de ayuda al Tribunal Constitucional para decretar su «inconstitucionalidad», lo que fue rechazado por la Asamblea Constituyente justamente porque es «plenipotenciaria». Es decir, una batalla que se dirimirá en el campo de las relaciones de fuerza -hasta ahora favorables a la izquierda- y no en el ámbito jurídico, entre citas de los textos fundamentales del Derecho Constitucional que dan argumentos a tirios y troyanos en proporciones similares.

Pero este predominio de los aspectos formales por encima de los contenidos de la nueva Ley Fundamental está provocando elevados niveles de apatía en la población. Esta «escenificación de un nuevo pacto social y de la refundación del país» -como la definió el vicepresidente Álvaro García Linera- no tiene como correlato, hasta ahora, un debate público y corre el riesgo de ser absorbida por el maximalismo discursivo, como sucedáneo a la creatividad social y al empoderamiento ciudadano. El constituyente Raúl Prada, del MAS, ha alertado sobre las consecuencias políticas de un fracaso de la Constituyente por la imposibilidad de lograr consensos mínimos para garantizar el desarrollo de sus actividades. Prada alerta sobre las dificultades del gobierno del MAS para transformar su mayoría política y social en una nueva hegemonía «indígena-popular».

Uno de los déficit más importantes del actual gobierno boliviano es la inexistencia de espacios de discusión política para resolver las discrepancias y delinear una estrategia compartida. El Ejecutivo parece actuar en un horizonte temporal extremadamente corto y en un permanente zig-zag en relación a la radicalidad de las reformas y a su relación con la oposición política, empresarial y regional. Por ejemplo, el vicepresidente acordó con la oposición la aprobación de la nueva Constitución por dos tercios. Poco después, el gobierno impulsó la mayoría absoluta y Evo Morales declaró: «no vamos a pactar con la oligarquía». Pero la derecha ya contaba con una ley que legitimaba su posición. Y todo ello se encuadra en una discusión no saldada: el vicepresidente García Linera teorizó -antes de llegar a la segunda Magistratura- la necesidad de una «salida pactada» para acabar con el «empate hegemónico» que agobia al país desde 2003; mientras que el presidente Evo Morales es más partidario de una «guerra de maniobras» para restarle poder a la «oligarquía cruceña». El referéndum autonómico dejó en evidencia estas dos posiciones: mientras Morales llamó a votar «No a las autonomías de la burguesía», García Linera mantuvo una poco desapercibida neutralidad ante la consulta. Y estas diferencias estratégicas se repiten en otras áreas de la gestión estatal.
 
¿Regreso de la inestabilidad?
 
El gobierno tiene abiertos hoy dos frentes casi simultáneos: la oposición conservadora -política y regional- que ha convertido a los medios de comunicación en una suerte de «prensa orgánica»; y sectores gremiales -no enrolados en el MAS- que comenzaron a plantear sus demandas apelando a las formas tradicionales bolivianas: paros y bloqueos, en un contexto de repliegue corporativista de las propias organizaciones sociales oficialistas. En este marco, han aparecido intencionados y poco justificados rumores de golpe y posibilidades de guerra civil, potenciados por las sucesivas denuncias de conspiración que salen de las usinas oficiales, cada día con menos impacto en la sociedad (9).

El Presidente boliviano ha acusado a los grandes medios de comunicación de ser «el principal partido de la oposición» y parece no estar muy alejado de la verdad. «La campaña mediática tiene dos ejes: desprestigiar a Evo Morales mostrándolo inútil y luego escenificar un clima de inestabilidad política y social en el país», dice César Fuentes en El Juguete Rabioso (10). El analista Róger Cortez comentó, en la misma línea, que la «verdadera jefatura de la oposición la ejerce el jefe de prensa de una cadena televisiva». Se refería a Unitel, el canal más hostil al gobierno, con sede en Santa Cruz de la Sierra y cuyo discurso se articula con el de las elites regionales que ven en Morales un «peligro chavista». Por primera vez, este año un Presidente de la República no fue invitado a Expocruz, la feria económica local orgullo de la burguesía «camba». Paralelamente, la derecha conservadora -carente de ideas y de discurso en el actual contexto de reflujo neoliberal y asociada a los peores casos de corrupción de los últimos 20 años- se refugia en las demandas autonomistas, percibidas como un  blindaje ante el devenir «populista» y «autoritario» del gobierno.

«El problema es que Evo Morales no tiene una política para Santa Cruz y el oriente boliviano, de forma tal de disputarle a los grupos de poder locales la hegemonía sobre los sectores populares», dice, off the record, un importante funcionario gubernamental. Allí se encuentran algunos de los límites en la consolidación de una hegemonía nacional de la izquierda indígena. Hoy no parece posible la división del país, pero sí que la derecha se atrinchere en el oriente boliviano como una «zona liberada» frente a los cambios políticos, económicos e institucionales que promueve el Poder Ejecutivo. La amenaza lanzada semanas atrás de desconocer la nueva Constitución «surgida de una Asamblea Constituyente ilegítima» brinda algunos indicios acerca de por dónde podría venir la contraofensiva conservadora.

Menos real parece la posibilidad de un golpe de Estado. Pese a que cualquier sociología histórica de las Fuerzas Armadas bolivianas daría cuenta de su carácter «golpista», actualmente no existe un horizonte de legitimidad para aventuras putchistas. Venezuela puede servir de lección. Pero ello tampoco asegura el éxito de la apuesta de Evo Morales por una alianza campesina-militar como base social de sus reformas. A lo largo de la historia, el ala nacionalista de las Fuerzas Armadas bolivianas convivió conflictivamente con un ala proestadounidense, soldada con becas, financiamiento y adoctrinamiento ideológico. Esa lucha se dirimió, en diferentes momentos, en favor de uno u otro bando. Pocos se animan hoy a especular sobre cuál de los grupos pesa más en el interior del aparato armado boliviano.

En lo que hay coincidencia es en la necesidad de algunos golpes de timón que restituyan la mística al proceso de cambio, cuya condición de posibilidad pasa por una buena gestión del Estado, sustentada en una nueva institucionalidad que sedimente las actuales relaciones de fuerza favorables -por el momento pero no indefinidamente-  a los sectores populares.
 
El autor es periodista e investigador social. Autor, con Hervé do Alto, de La revolución de Evo Morales, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2006.
 
Notas

 
1. Se denominó «agenda de octubre» al pliego de demandas del movimiento social en septiembre y octubre de 2003, cuando una asonada popular expulsó del poder al presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, en la actualidad autoexiliado en Estados Unidos.           
2. El referéndum por las autonomías mostró la división del país entre «oriente» y «occidente». En Santa Cruz, Tarija, Beni y Pando se impuso el Sí con una amplitud similar al triunfo del No en La Paz, Oruro, Potosí, Chuquisaca y Cochabamba. A nivel nacional ganó el No, con el 54%.
3. Sin embargo, los problemas de gestión están limitando la utilización de los recursos, no despreciables, con los que cuenta el Estado en la actual coyuntura económica, con buenos precios de las materias primas y aumento en los impuestos a los hidrocarburos, fruto de la nacionalización. Hasta el mes de agosto, la administración central sólo había ejecutado el 20% de su presupuesto anual, los municipios -que gozan de autonomía de acuerdo con la Ley de Participación Popular- llegaron al 40% y las prefecturas (gobernaciones) al 25%. Una verdadera paradoja en un país pobre, plagado de déficit en términos de infraestructura básica, viviendas y rutas (autoevaluación del Gabinete de Ministros y el presidente Evo Morales en la localidad de Huatajata, en las orillas del Lago Titicaca, el 22-8-06).
4. Pulso, Nº 368, La Paz, 6 al 12-10-06.
5. Sin consultar a Evo Morales, Soliz Rada emitió una resolución -enmarcada en el decreto de nacionalización- por la cual el Estado boliviano recuperaba el 50% más uno de las acciones de las refinerías, mayoritariamente en manos de Petrobras. Ello puso en crisis un acuerdo entre Evo Morales y Lula Da Silva para no tomar ninguna medida que afecte la carrera del brasileño por su reelección. Con la salida de Soliz Rada, esa resolución fue anulada. Página/12, Buenos Aires, 19-10-06.
6. El 5 y 6 de octubre los mineros estatales respondieron con dinamita y armas de fuego al intento de los mineros cooperativistas de tomar por asalto el Cerro Posokoni, la principal reserva de estaño de Bolivia, en la localidad de Huanuni, departamento de Oruro. El saldo fue de 16 muertos y más de 50 heridos.
7. De acuerdo al Decreto Supremo del 1 de mayo, la refundación de YPFB debía concluir el 1 de julio. En su discurso del 12-10-06, Evo Morales anunció la postergación de este objetivo para marzo de 2007. Las sucesivas postergaciones se vinculan a la falta de recursos.
8. Clarín, Buenos Aires, 29-10-06.
9. Evo Morales declaró al diario Le Monde que existió un complot para asesinarlo durante el acto del 12 de octubre pasado. Luego se difundió el informe policial de advertencia, basado sólo en una llamada anónima. «Bolivie: Evo Morales et la ‘terrible conspiration'», Le Monde, París, 17-10-06.
10. El Juguete Rabioso, Nº 162, La Paz, 15 al 28-10-06.