Desde principios de octubre los grupos guerrilleros del estado de Guerrero, en primer lugar el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), han estado emitiendo más de 10 comunicados implicando al Ejército Mexicano en la desaparición de los 43 normalistas en Iguala. Sus llamados pasaron casi desapercibidos, aunque también numerosas […]
Desde principios de octubre los grupos guerrilleros del estado de Guerrero, en primer lugar el Ejército Popular Revolucionario (EPR) y el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), han estado emitiendo más de 10 comunicados implicando al Ejército Mexicano en la desaparición de los 43 normalistas en Iguala.
Sus llamados pasaron casi desapercibidos, aunque también numerosas declaraciones de los padres de familia y de integrantes de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), de la cual asimismo forman parte varios familiares de los estudiantes, se han orientado hacia la misma hipótesis que, mejor dicho, es una acusación.
El mensaje señalaba que, entre los responsables de la desaparición de los 43 normalistas,había dos oficiales del 27 batallón de infantería: el teniente Barbosa y el capitán Crespo, involucrados con la organización.
Además, justo esta semana, los propios padres de Ayotzinapa pidieron explícitamente a las autoridades y a la PGR que se vaya a fondo en la investigación, incluyendo asimismo a los militares, lo cual significa meterse en los cuarteles y romper el cerco de inaccesibilidad y distancia que, de alguna manera, protege al 27 batallón de infantería, operativo en los alrededores de Iguala y, más en general, a las fuerzas armadas en Guerrero.
Históricamente, al menos desde la década de 1970, en plena Guerra fría y guerra sucia, queda el hecho de que los militares estuvieron al frente del embate represivo del estado mexicano contra la población por medio de la tortura, la ocupación y el control militar y la desaparición forzada como unas de las «técnicas» para «ganar la guerra».
Frases del Secretario de Marina
El Secretario de la Marina Armada de México, Vidal Francisco Soberón, pronunció una serie de frases que defienden el gobierno y, al mismo tiempo, desvían el foco de atención y apuntan a criminalizar la protesta social: «Me enoja más todavía que manipulen a los padres de familia, es decir, manipulen a esta gente, porque eso es lo que están haciendo, la están manipulando igualmente para no reconocer (al gobierno) o para seguir incrementando esto. Y más coraje me da de que esta gente que está manipulando a los padres de familia no les interesa ni los padres ni estos muchachos, no les interesa, les interesa únicamente alcanzar sus objetivos de grupo o de partido». Las declaraciones del mes pasado de EPN en las que hablaba de «intentos de desestabilización» iban en la misma dirección.
«Creo que está perfectamente claro: sí hay grupos, y lo especifico, grupos y personas que son las que aparecen continuamente con ellos, creo que no hay necesidad de contestarte exactamente quiénes son, salen en televisión y tienen ahí su nombre, y este grupo que aparece en todos lados, cerrando caminos, y demás, y buscando otro tipo de cosas, ¿no?.. de partidos, no me referí a ningún partido», siguió el Secretario quien apoya la idea, común y nada nueva, a menudo utilizada para desacreditar los movimientos sociales, de que quienes protestan lo hacen bajo el mando o la manipulación de alguien más que utiliza su dolor para otros fines. Parece otra manera de desviar la atención.
Señor Matanza
En muchas ocasiones, las fuerzas armadas se hicieron portadoras una tradición contrainsurgente en esa y otras regiones. Baste con recordar la matanza perpetrada por militares en El Charco en 1998, cuando Ángel Aguirre era gobernador sustituto. Igualmente, es un hecho que la militarización del territorio propulsada por Calderón y mantenida por Peña Nieto ha acrecido el protagonismo, el poder de facto y los recursos de Marina y Ejército y ha empeorado la de por sí ya tambaleante situación de los derechos humanos en el país, como los casos emblemáticos de Zongolica y Tlatlaya han mostrado. Y no serían los únicos ejemplos. El caso del líder social Rosendo Radilla Pacheco, detenido el 25 de agosto de 1974 y desaparecido después de su paso por el cuartel militar de Atoyac, provocó la primera histórica condena de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos contra el Estado mexicano en 2009.
El 28 de noviembre, en entrevista con Variopinto (Link), el General José Francisco Gallardo habló de maniobras del ejército y de su involucramiento en la desaparición de los 43 normalistas, ya que «Todo este show -agarrar al presidente municipal, encontrar a un único culpable- es para que no se concentre la mirada en el Ejército», explicó. Y denunció también la creciente militarización, en su formación y en sus prácticas, de las mismas policías, tanto locales como estatales y federales.
En la encuesta levantada y comentada recientemente por el ex director del Cisen, Guillermo Valdés, uno de cuatro mexicanos entrevistados le atribuyen la responsabilidad de la matanza y las desapariciones de Iguala al ejército, entre otros actores, pero también a individuos (Aguirre, EPN, Abarca y su esposa), a partidos políticos (PRD, primeo, y también los demás), a grupos delincuenciales (Guerreros Unidos) y los cuerpos policiacos. Eso muestra que la idea de una colusión multinivel y multinstitucional cundió en la población.
En 2011, 2011 HRW (Human Rights Watch) denunció la desaparición de 6 personas en un club nocturno de Iguala, acaecida a las 22:30 del 1 de marzo de 2010, en parte grabada y confirmada por algunos testigos que describieron a los secuestradores y las personas que los acompañaban como pertenecientes a las fuerzas armadas por sus vehículos y uniformes. La procura estatal investigó, pero tuvieron que remitir el caso al foro militar que, en los 18 meses siguientes, no había formulado acusaciones relativas a ese crimen: HRW concluye que hay pruebas que sugieren decididamente el involucramiento del Ejército. Los seis desaparecidos siguen en esta condición y el caso no se esclarece.
Control social, protección de la economía y la inversión
Ahora Obama desea apoyar a México en la investigación. El negocio de la guerra es uno de los más rentables, como lo muestran, en épocas recientes, el Plan Mérida y la introducción masiva de armas al país, y no cabe duda de que, entre los beneficiarios de un «estado de sitio» permanente o de una guerra de «baja intensidad», están los sectores castrenses. Luego, no importa mucho si estas operaciones de represión social, sobre todo en las entidades más pobres del país como Oaxaca, Guerrero y Chiapas, se disfrazan de protección de la infraestructura y de la inversión foránea, o bien, si se presentan como operativos para la seguridad turística, económica y logística de los territorios para que «estén en paz», pues finalmente se traducen en militarización y garantía para los negocios, no para la población en general. De hecho, la misma gendarmería nació con la función de proteger inversiones e instalaciones. La misma idea del presidente de crear un «corredor» y áreas especiales para el «desarrollo» del Sur de México es vieja y se asemeja mucho a una reedición minimalista del Plan Puebla Panamá del periodo de Vicente Fox, pero con un control más férreo sobre recursos, inversiones y estructuras. En este contexto y con mayor conflictividad social, las tareas militares tienen más tazones de ser y prosperar. Además, la «guerra de baja intensidad» contra los movimientos sociales y la embestida de la propaganda oficial hacia las voces críticas se podrá transformar fácilmente en represión explícita y decidida cuando se apaguen los reflectores de la prensa internacional y nacional sobre Ayotzinapa y México. Ya lo hemos podido experimentar en cierta medida en el Distrito Federal, con intentos de desaparición, arrestos arbitrarios, infiltrados y agresiones policiacas, y en «dosis» mayores en Chilpancingo y en Guerrero, con choques violentos y aplastamiento de la protesta, pero el envío de 2000 policías federales en la capital de la entidad, junto a casi otros tantos en Acapulco, habla de una respuesta con mano dura, no frente al crimen organizado, sino frente al descontento social y a la exigencia de justicia y refundación de instituciones podridas.
Sombras
No son certezas, son hipótesis e indicios. Pero también, hasta la fecha, son hipótesis las declaraciones del procurador Murillo Karam quien, con «cansancio» y movido por el afán de cerrar el caso y presentarlo como un episodio local y no como un crimen de estado, el 7 de noviembre difundió la versión de tres detenidos del grupo Guerreros Unidos que presuntamente habrían quemado a los normalistas en el basurero de Cocula y arrojado sus restos en bolsas de plástico en un río.
Hay muchas dudas acerca de esta narración: las lluvias que habrían caído en la madrugada del día 27 en Cocula; los reportes de incendios en otros parajes cercanos pero no en aquel basurero; el comportamiento hostil de los militares, relatado por los estudiantes sobrevivientes, en la noche del 26; la no intervención de las fuerzas armadas ante lo que estaba ocurriendo y sus justificativas los días siguientes; y finalmente la declaración de los forenses argentinos quienes, si bien han confirmado la identificación de los huesos calcinados del normalista Alexander Mora realizada en Innsbruck, no han podido certificar cómo es que llegaron los restos en la zona en donde fueron recogidos en bolsas de plástico.
Finalmente, el día 11 de diciembre, científicos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) desmintieron la hipótesis de la Procuraduría General de la República (PGR): «Es imposible que hayan sido quemados en Cocula, y la autoridad está en un serio problema porque si no se quemaron en Cocula, ¿quién los quemó y en dónde se quemaron?», afirma Jorge Montemayor, investigador titular del Instituto de Física de la UNAM. Según el investigador, para cremar 43 cadáveres se requieren 33 toneladas de troncos de cuatro pulgadas de diámetro, equivalentes a dos trailers de leña y 53 kilos de gas por cada cuerpo. Si, como también sostiene la PGR y los narcos confesos, el rogo se hizo con llantas, según los científicos de la UNAM, se hubieran necesitado unas 995 llantas de autos para llevarlo a cabo, por lo cual estiman que la hipótesis oficial no tendría «ningún sustento en hechos físicos o químicos naturales».
Todo esto abre el espacio a interpretaciones distintas que, inclusive, podrían involucrar en la matanza a otros actores y, entre ellos, el ejército y, en especial, al 27 batallón que ha estado operando «como si nada» en una zona repleta de fosas clandestinas durante años. «Acuérdense que en la guerra sucia, si alguien era experto en desaparecer personas, era precisamente el Ejército», dijo Omar García, uno de los normalistas sobrevivientes. Hasta una presunta narcomanta, firmada por el cabo Gil, lugarteniente del capo de Guerreros Unidos, Sindronio Casarrubias, colgada el 31 de octubre, apuntaba hacia el Ejército, pues mencionaba los nombres del teniente Barbosa y del capitán Crespo como responsables de la desaparición de los 43.
En efecto, no se han abierto oficialmente líneas de investigación que involucren al sector castrense, pese a indicios cuando menos «sugerentes». Francisco Javier García, alcalde de Chilapa, Guerrero, declaró hace unos 10 días que pese a la fuerte presencia de las fuerzas federales en el municipio el crimen sigue actuando, básicamente a la sombra del ejército. Es otro ejemplo, evidentemente no el único. De la misma manera, Abarca no es que un ejemplo entre muchos, solapados por las autoridades durante años, pues también trascendieron las relaciones cercanas de la «pareja imperial», los Abarca, no sólo con el narco guerrerense, brazo y cómplice dela policía municipal y del alcalde, sino también con los altos mandos militares en Iguala, aunque estos han declarado que se trataba sólo de relaciones institucionales.
En julio 2013, el portal del estado de Guerrero reportó la desaparición de otros 17 estudiantes en Cocula y, según algunos testimonios, hubo el involucramiento de la policía municipal. ¿Acaso no estaba allí el Ejército para brindar algún tipo de seguridad a la ciudadanía y combatir a los narcos en el marco de la llamada «guerra al narcotráfico»? Si la policía y los narcos ya se tornaron una corporación asociada y están coludidos, ¿no intervienen la Marina y el Ejército para frenar esa deriva? ¿Para qué están allí? Parece que las fuerzas de seguridad, no sólo las militares, se instalen más para garantizar la salvaguarda mínima de las compañías mineras, de las infraestructuras, de las multinacionales y para el control social que para «pacificar», además de que el concepto de «hacer la paz» con las armas es un oxímoron de por sí.
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