Nuevamente los oídos sordos (intencionadamente sordos) del poder, que no escucha las palabras que salen de miles de labios que se mueven indignados. Se repite esta historia tan conocida de la cuerda que se corta por lo más fino (siempre). Y lo más fino, una vez más, somos los y las de abajo. Esta vez […]
Nuevamente los oídos sordos (intencionadamente sordos) del poder, que no escucha las palabras que salen de miles de labios que se mueven indignados. Se repite esta historia tan conocida de la cuerda que se corta por lo más fino (siempre). Y lo más fino, una vez más, somos los y las de abajo. Esta vez las compañeras trabajadoras sexuales (y trabajadores sexuales) que vieron por una pantalla azul, como la presidenta de la nación anunciaba con bombos y platillos la promulgación del decreto presidencial 936/2011, que entre otras cosas prohíbe el rubro 59 y los avisos de oferta sexual por «cualquier medio» de comunicación en todo el país, «con la finalidad de prevenir el delito de trata de personas con fines de explotación sexual y la paulatina eliminación de las formas de discriminación de las mujeres».
Nuevamente corta la afilada tijera que cercena derechos, posibilidades, que separa entre quienes son «ciudadanos» y quienes deben soportar sobre sus cuerpos el peso de un sistema absolutamente injusto. Porque nadie crea que un decreto así es «simplemente» no poder diferenciar entre la aberrante práctica de la «trata de personas», del trabajo sexual (que son cosas muy, pero muy distintas). No implica, nada más, no tocar en lo más mínimo estructuras mafiosas descomunales, como por ejemplo, una policía Federal que sólo por prácticas corruptas, alcanza una facturación de seis mil millones de pesos anuales [1] . Sino que en lo concreto significa que cientos de trabajadoras sexuales son obligadas a salir a la calle a sentir el frío y la violencia de la noche, donde la policía hace de las suyas (y ya sabemos qué significa eso para una policía que actúa como la gran burocracia armada del Estado con permiso para matar impunemente y a la vez como un poder corporativo propio, que en lugar de combatir delitos los regula, es decir, es cómplice o participe de ellos).
La violencia y desigualdad del sistema no es sólo una abstracción, son estómagos que duelen de hambre, fríos que pinchan las pieles, llantos que no tienen consuelo, violaciones que se continúan en un espiral infinito de violencia que se descarga en un cuerpo golpeado y forzado. La violencia y la injusticia del sistema no son palabras en un decreto, son ese decreto materializado en cuerpos que lo soportan, en vidas que deben cargar a cuesta un golpe más que viene desde arriba, siempre desde arriba.
Y encima el decreto 936 decide profundizar eso que los abogados llamamos selectividad penal, que en criollo es elegir qué delitos mirar y cuáles no, y sobre todo: a quienes seguir persiguiendo y criminalizando, y a quienes por el contrario, seguirles garantizando la impunidad. En este caso (como en muchos otros) se deja de lado la persecución de un delito realmente aberrante como el secuestro de personas que son luego obligadas a ser mano de obra esclava en prostíbulos, y se decide perseguir y criminalizar la fuente de trabajo de compañeras que tienen una familia que alimentar. Se libera a la mafia, se criminaliza a las trabajadoras.
Y entonces, cuando muchos ya creíamos que era demasiado con que las compañeras trabajadoras sexuales tuvieran que soportar diariamente un Código de Faltas inquisitivo, discriminatorio y racista como el de la provincia de Córdoba, que según el último informe oficial que se conoce, sólo en 2009 llevó a 54.223 personas a una celda. Cuando decíamos que ya basta del maltrato policial hacia las compañeras. Que era hora de que se les reconozcan sus derechos laborales y tuvieran por fin una obra social, vacaciones, licencia por maternidad, condiciones dignas de trabajo. Cuando cada vez más personas creíamos que ya era hora de avanzar, resulta que desde arriba deciden que no, que además de esa montaña de injusticias y oprobios, las compañeras ahora iban a ser cercenadas en sus derechos un poco más.
Que se entienda bien: la prohibición no sirve en lo más mínimo para perseguir la trata de personas. Si prohibir nunca ha resuelto nada, en este caso mucho menos. Con esta medida no sólo se hace un rodeo al problema que supuestamente se pretende atacar: la trata de personas, sino que se obliga a las trabajadoras que ejercían el trabajo sexual de modo independiente a ponerse bajo el yugo de prostíbulos en los que el dueño se queda con gran parte de la ganancia producida. Lugares donde culpa de una montaña de hipocresía e intereses económicos, las trabajadoras no tienen más protección y amparo que la del sindicato de mujeres meretrices, donde muchas trabajadoras sexuales se nuclean y organizan (más de 700 en la ciudad de Córdoba).
Ahora, si realmente se quiere enfrentar a las redes de trata de personas, se tiene que avanzar en una limpieza de las fuerzas represivas del Estado, tanto de las policías que regulan el delito en los territorios, como de la gendarmería que permite el tráfico de personas por las fronteras de manera impune. Se debe impulsar una investigación hacia dentro del cómplice poder judicial. Se tiene que investigar a una clase política comprometida en muchos casos con estas redes de delincuencia (como en otras: narcotráfico, desarmaderos, etc.). Se debe avanzar seriamente en la investigación y desarticulación de verdaderas fuerzas parapoliciales como son las cuantiosas empresas de seguridad privada, ese ejército que reúne más de ciento cuarenta mil hombres armados de modo legal en todo el país (y otra cantidad de entre 75.000 y 110.000 más que actúan de modo ilegal) [2], al servicio de quienes los contratan. Son estos los nudos problemáticos que hay que enfrentar y desatar de una buena vez. Son estas las estructuras e instituciones que, como una mala pesadilla que se repite, son responsables en gran parte, de la imposibilidad de avanzar en una vida plenamente democrática en este país, que desde diciembre del 1983 cambió el verde oliva por el azul policial, que paulatinamente inunda cada vez más las calles y la vida de cada cual.
Sin embargo, tanto gobiernos (nacional y provinciales), como medios masivos de comunicación, empresas de armamentos y seguridad, nefastas fundaciones del norte (Manhattan Institute y Fundación Libertad a la cabeza), y una importante paranoia social que combina versiones de racismo criollo con una desigualdad angustiante, parecen ir exactamente en sentido contrario. Saturación policial -ahora también gendarmería y prefectura- (sólo en Córdoba hay 1 agente policial cada 141 habitantes aproximadamente, más de 23.000 en total); legislación penal y contravencional cada vez más gravosa, deshumanizante e invasiva de las libertades; más dinero destinado a «seguridad»; más cárceles; más violencia; más tercerización de la represión; más criminalización a la pobreza y judicialización de la protesta social. Un cúmulo de violencia que crece para luego estrellarse de manera implacable contra los de abajo.
Por eso, insistir en la democracia no es capricho. Es la necesidad de que quienes son objetos (sí, objetos) de medidas gubernamentales, puedan ser sujetos participantes y constructores de esas decisiones. Es machacar en la incompatibilidad que existe entre una vida democrática y un cuerpo policial y demás fuerzas represivas descomunales, que invaden cada vez más la vida de las personas. Es repetir que la existencia de más de 300 casos de gatillo fácil por año, los códigos contravencionales, las cárceles desbordadas, las cámaras de «seguridad», y un largo etcétera, nada tienen que ver con algún tipo posible de democracia. Que los espacios públicos y la ciudad son, y tienen que ser, de todos/as y no de unos pocos. Es terminar de una vez con la soberbia de quienes, desde arriba, deciden la vida de millones sin importarles en lo más mínimo las consecuencias.
El decreto presidencial 936/2011 no es sólo una bofetada a quienes ejercen el trabajo sexual, si bien son sus principales víctimas. Es por el contrario, un paso más que dan los de arriba desoyendo las voces que vienen desde abajo. Es un país un poco menos democrático, menos igual, menos seguro. Definitivamente, insistir en la democracia no es un capricho sino la condición mínima para empezar a crear un país realmente distinto, estructuralmente distinto, donde, por ejemplo, las redes de trata sean sólo un mal recuerdo de tiempos pasados.
Notas:
[1] Ricardo Ragendorfer. «Panorama incierto» Sudestada, año 10, nº 98, pág. 10
[2] http://www.oas.org/dsp/
Sergio Job es integrante del Colectivo de Investigación «El Llano en llamas» y militante del Movimiento Lucha y Dignidad en el Encuentro de Organizaciones de Córdoba.
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