Aprovechar el carisma y el arrastre de López Obrador es aún indispensable para que el proyecto político y de gobierno que se inauguró en 2018 sobreviva y no perezca.
Al caer la noche, el 24 de enero del 2021, el presidente de México en funciones, Andrés Manuel López Obrador, le hizo saber al mundo, a través de una comunicación en sus redes sociales, que había dado positivo a Covid-19. La noticia se da luego de que prácticamente durante todo un año, desde enero del 2020, el jefe del ejecutivo federal logró sortear una enorme variedad de escenarios en los que la posibilidad de contagiarse de SARS-CoV-2 era enorme, y aun así nunca enfermó.
Desde eventos públicos con concentraciones tumultuosas, llenas de simpatizantes, cuando los índices de contagio en el país aún se mantenían dentro de dinámicas comunitarias; hasta viajes recurrentes en vuelos comerciales y reuniones con diversas figuras de los sectores político, civil y empresarial, a lo largo y ancho del territorio nacional; pasando por sus acostumbradas conferencias matutinas (las “mañaneras”); en cada una de esas situaciones, aun cuando en algunos casos trascendió en la prensa que se habían dado casos positivos de Covid-19 entre los y las asistentes, López Obrador resultó, siempre, negativo en los análisis que se le realizaban, como parte de los protocolos de monitorio permanente de su salud de los que es objeto, de cara a la epidemia en México.
El anuncio se da, asimismo, a pocos días de que el grupo de edad al que pertenece López Obrador comenzara a ser vacunado por el gobierno federal en contra del SARS-Cov-2, toda vez que, entre febrero y abril del año que corre, las personas de sesenta años y más, así como el personal de salud restante (aquel que no necesariamente se encuentra en la primera línea de reacción en la atención a pacientes con Covid-19) serían las poblaciones meta para inmunizar. Siendo un varón de más de sesenta años, que además tuvo que ser operado de emergencia, en 2013, por haber sufrido un infarto al miocardio, y que en los últimos años de su vida ha sido objeto de diversos tratamientos médicos por tener afecciones relativas a sus niveles de presión arterial, a pesar de haber afirmado que sus síntomas son leves, López Obrador entra dentro del grupo de personas que acumula una serie de comorbilidades capaces de potenciar (no hay certeza sobre la magnitud en cuestión) el nivel de letalidad del virus en su cuerpo. Las probabilidades de que el presidente de México se agrave y llegue a perecer, hay que decirlo abiertamente, son altas.
Contar con todos los recursos del poder ejecutivo federal a su disposición, sin duda, quizás haga cierta diferencia, respecto de lo observado en la línea evolutiva de otros enfermos de Covid-19 con comorbilidades similares a las suyas, habida cuenta de que ello podría impactar en el acceso que López Obrador tenga a ciertos tratamientos de costos elevados o en la posibilidad que tenga de ser atendido por personal de alta especialidad, monitoreando su progreso ininterrumpidamente. Si alguna oportunidad hay de que el caso de López Obrador sea la excepción que se le plantee a la regla, ese chance se encuentra ahí, en la solidez y la prontitud con la cual se atienda su salud, y no simplemente se le deje descansar, como es, justo, la regla que se aplica en el sector salud para aquellos y aquellas que desarrollan los síntomas de la enfermedad en grados que van desde lo leve hasta lo moderado.
Ahora bien, del universo de problemáticas que esta situación plantea para la vida política mexicana, una, en especial, parece ser de las más pertinentes y apremiantes para abordar en este espacio, y tiene que ver con la relación de fuerzas vigente en el país y la coyuntura electoral por la cual se atraviesa.
De ahí que sea obligado preguntar ¿y si el presidente no sobrevive? De acuerdo con la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el titular del ejecutivo federal puede tener dos tipos de ausencias: temporales y permanentes. Entre las segundas se encuentra, por su puesto, el fallecimiento de la persona que ocupe el cargo. Pero dependiendo de si esa ausencia se da en los primeros dos años del sexenio o en los últimos cuatro, lo que se podría instaurar en el país sería o una presidencia interina o una presidencia sustituta. Siendo el caso presente una situación que se da dentro del marco de los últimos cuatro años de gobierno de López Obrador, de acuerdo con el art. 84 de la Carta Magna, «si el Congreso de la Unión se encontrase en sesiones, designará al presidente substituto que deberá concluir el período. […] Si el Congreso no estuviere reunido, la Comisión Permanente lo convocará inmediatamente a sesiones extraordinarias para que se constituya en Colegio Electoral y nombre un presidente substituto».
En este momento, las Cámaras del Congreso no se encuentran en sesiones, pero para los días en los que la enfermedad de López Obrador podría empeorar irremediablemente, esa situación cambiará, pues el primer periodo de sesiones del año comienza en febrero, y se extiende hasta abril. De tal suerte que, de faltar el titular del ejecutivo, lo que presenciaríamos en el país sería que el Congreso se constituiría como Colegio Electoral para designar a un presidente o una presidenta sustituta (en escrutinio secreto y por mayoría absoluta de votos) que ocupe el cargo de manera inmediata para no dejarlo vacío y, dentro de los siguientes diez días, posteriores a dicho nombramiento, emitirá una convocatoria para elegir a un nuevo presidente, que sólo ocupará el cargo hasta completar el periodo que quedó vacante.
En términos formales, todo lo que habría que hacerse ante la posible ausencia de López Obrador está cubierto por el texto constitucional. Por eso, el procedimiento no es el problema. La verdadera tragedia de la situación estaría en que ésta se presenta en una coyuntura inusualmente compleja para la sociedad mexicana, en general; y, sobre todo, para sus izquierdas, en particular. Y es que, en efecto, hay que precisarlo con todas sus letras: el costo político y social que se desprende de que llegue a ocupar la presidencia un proyecto de gobierno como los que en su momento encabezaron Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón o cualquiera de sus antecesores hasta los años de inauguración del neoliberalismo mexicano, en la situación imperante, eso, constituiría una crisis nacional de proporciones aún incalculables.
Y ello, no únicamente porque la totalidad del programa social de la 4T (de redistribución de la riqueza y reducción de las distancias de clase aún imperantes) podría estar en peligro de paralizarse, sino que, más allá de eso y de la probabilidad que existe de que lo echado a andar se detenga, dadas las enormes presiones que el empresariado nacional y extranjero han estado ejerciendo en contra de la presidencia de López Obrador, un cambio de signo ideológico en la titularidad del ejecutivo federal podría significar una reversión total de lo hasta ahora alcanzado. Llegar a ese extremo, en un contexto de crisis como el que atraviesa el país, es poco más que una fórmula perfecta para acelerar y agudizar los niveles de empobrecimiento y de explotación de las capas mayoritarias de la población que habita este territorio. Y la cuestión es que ésta no es pura especulación edificada sobre el aire. Si algo han dejado ver las derechas unidas en Va por México y el empresariado con presencia en el país, que más se ha visto afectado por la política social de la 4T, eso es la virulencia y la agresividad con la cual los representantes de sus intereses están dispuestos a contratacar para recuperar los privilegios y los espacios de poder que les fueron arrebatados —que no son muchos, pero tampoco son menores—.
Morena, en este sentido, al mantener aún el control mayoritario de las Cámaras del Congreso, sin duda no tendría ningún problema para imponer al resto de los partidos su opción de presidenta o de presidente sustituto que habrá de cubrir la vacante mientras se celebran los comicios extraordinarios. Sin embargo, en el desarrollo de esas elecciones, lo que podría experimentar es una profunda debacle en la que se articularían los efectos adversos causados por las medidas de contención y de mitigación de la transmisión de SARS-CoV-2 y el vacío dejado tras de sí por parte de la que sigue siendo su figura más carismática, y la que más arrastre colectivo tiene entre las masas. Si a ello se le suman las disputas internas en el seno del partido y el cúmulo de errores que su presidente en turno ha venido cometiendo desde su nombramiento (motivados por el anhelo de imponer proyectos personalistas de sucesión presidencial que tienen en la figura de Marcelo Ebrard a su principal postor), el escenario de derrota no puede ser mayor, ni más propicio. Morena, en solitario (pues sus partidos rémoras no son más que eso: rémoras), en una situación así, ante la alianza de Va por México, cuenta con pocas probabilidades de sostener su posición predominante.
Quizá las figuras más sobresalientes del partido o afines a él, en puestos clave del gabinete actual del presidente, le apuestan tanto a los grados de exposición mediática de los que han gozado en estos años como a la derrota política y moral del priísmo, del panismo y del perredismo en los comicios del 2018, para sentir que tienen asegurada la continuidad de la 4T a pesar de faltar la figura de López Obrador. Sin embargo, un factor importante que esas personalidades y que el grueso de las capas dirigentes de Morena en realidad no está alcanzando a dimensionar es que su éxito propio no únicamente depende en gran medida de la asociación que el público hace de sus personas con la de López Obrador (y en ese sentido estarían sobreestimando sus propios logros y su capacidad de arrastre político entre la colectividad), sino que, además, en estos dos años, la tarea más elemental que tenía que cumplir el partido para garantizar márgenes mínimos de continuidad transexenal no fue ya no se diga cumplida, ni siquiera fomentada. Esto es: la formación de cuadros dirigentes y la formación política de los enormes sectores poblacionales que en 2018 endorsaron el proyecto de la 4T.
Es decir, en Morena y en el gabinete se le puede estar apostando a los grados de conocimiento que la sociedad mexicana tiene de algunas de sus figuras principales. Sin embargo, es a todas luces claro que ello no es condición suficiente para vencer la alianza de tres de los más grandes partidos nacionales de México que, en los últimos dos años, han estado trabajando por recuperar bases sociales de apoyo, mientras que Morena se mantenía en una cómoda posición de autocomplacencia con su propio relato de la derrota política y moral de la oposición. Y es que, en efecto, hay que señalarlo con todas sus letras y resaltando todas sus implicaciones: el movimiento de masas que le concedió a López Obrador la presidencia en el 2018 no era un movimiento partidista con grados mínimos de coherencia y de cohesión entre la multitud de sectores que lo alimentaron y de intereses en los cuales se representaron.
Transformar a ese movimiento en un auténtico partido (si se quiere en uno de masas), era una tarea ineludible que, no obstante su importancia, parece haber sido relegada a la última posición en la lista de prioridades de las capas dirigentes de Morena. Sólo honrosas excepciones como las llevadas a cabo por Paco Ignacio Taibo II, a través de los círculos de lectura del Fondo de Cultura Económica (que no es en estricto una estrategia de formación política del partido, sino más bien una campaña de concientización histórica y política de la sociedad, en sentido amplio), por un lado; y el concretado por Rafael Barajas “El Fisgón”, a través del Instituto Nacional de Formación Política de Morena (INFP) se han dado a la tarea de cubrir ese vacío dejado en las bases sociales de apoyo del partido. Y, sin embargo, a pesar de lo enorme de esas dos empresas, éstas no han sido ni mínimamente suficientes para alcanzar a sectores de la población por fuera de las capas tradiciones de apoyo del Movimiento de Regeneración Nacional lopezobradorista.
Es pues, a este difícil escenario ante el cual se enfrenta los proyectos de izquierda en México. Y es que si bien es verdad que en el plano ideal nada de lo anterior tendría que depender de una única figura (en este caso la del actual presidente de México), la realidad de la cuestión es que en el contexto presente así es cómo se encuentra configurada la correlación de fuerzas políticas en el seno del Estado. No debe dejarse pasar por alto, después de todo, que si hay algo en el gobierno federal vigente que ha sido capaz de contener los más arteros embates de la derecha ese algo es la persona de López Obrador.
Transitar hacia una cultura política de izquierda que no dependa todo el tiempo de sus propios caudillos o políticos carismáticos es sin duda una exigencia y un imperativo (ético, político, histórico: estratégico) que se debe de cumplir en el mediano plazo. Sin embargo, ahora mismo, esa condición no está dada y no se halla ni mínimamente trabajada. Los y las intelectuales de Morena, en particular; y de la 4T, en general; siendo el sector que más debería de estar contribuyendo a alcanzar ese escenario, han pasado los últimos dos años concentrado más sus fuerzas en lograr mejores acomodos en el reparto de los cotos de poder que en la formación de sus propios cuadros y bases sociales de apoyo. Por eso, aprovechar el carisma y el arrastre de López Obrador es aún indispensable para que el proyecto político y de gobierno que se inauguró en 2018 sobreviva y no perezca ni con la muerte del titular del ejecutivo federal ni con la carnicería que se lleva a cabo en las entrañas mismas del movimiento.
Ricardo Orozco, internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México, @r_zco
Blog del autor: https://razonypolitica.org