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La toma feminista de la CNDH

Fuentes: Rebelión

La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) fue creada por decreto en 1990 por el expresidente Salinas de Gortari, para promover y vigilar que las instituciones gubernamentales cumplieran con sus obligaciones de defender y respetar los derechos humanos.

Originalmente como parte de la Secretaría de Gobernación, fue transformada en una “agencia descentralizada” por una reforma constitucional, sin embargo, su eficacia ha sido cuestionada en más de una ocasión debido a la cercanía del ombudsman con el régimen que detenta el poder en turno.

De acuerdo con un informe de Human Rights Watch del sexenio pasado “la CNDH no ha ejercido plenamente su amplio mandato ni maximizado el uso de sus cuantiosos recursos. Una y otra vez, la CNDH no impulsa a las instituciones del Estado a reparar los abusos que ha documentado, no promueve las reformas necesarias para prevenir abusos futuros, no se opone a leyes, políticas y prácticas abusivas y contrarias a estándares internacionales de derechos humanos, no entrega ni difunde información que posee sobre casos de derechos humanos y no siempre se relaciona constructivamente con actores claves que buscan promover el progreso de los derechos humanos en México.” Contra esas inercias del periodo neoliberal deben luchar los funcionarios de la 4T, sin embargo, es claro que incluso muchas de las colectivas que han tomado oficinas en algunos estados del país, votaron por el actual mandatario con la esperanza de que la situación en la atención a las violaciones a los DDHH cambiara, pero ello no ha ocurrido.

Algunos datos para comprender la histórica toma de la CNDH  que de acuerdo con la periodista Laura Castellanos durante los 5 primeros meses de la contingencia por la pandemia, según el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, la Red Nacional de Refugios y Católicas por el Derecho a Decidir, ha habido 550 casos de mujeres, niñas y adolescentes desaparecidas que, representan el 41% a nivel nacional; hemos tenido en estos cinco meses más de 1500 casos de mujeres asesinadas, 21 mil denuncias por delitos sexuales y más de 90 mil casos por violencia intrafamiliar y un aumento de 71% atendidas en la Red Nacional de Refugios.

Pero si buena parte de la población cree que el régimen puede cambiar por qué no habría de hacerlo el feminismo. Estamos frente a lo que algunas teóricas de dicho movimiento enmarcan como la cuarta ola de feminismo en México, que tiene como antecedentes la candidatura independiente de Marichuy, que no llegó a las boletas, una mujer indígena postulada por el Congreso Nacional Indígena (cuya campaña se centró en señalar al patriarcado y al capitalismo como los enemigos de la civilización humana), los encuentros internacionales de mujeres en territorio zapatista; a los que siguieron: la campaña internacional #Yo también,un performance que le dio la vuelta al mundo de la colectiva chilena Las Tesis, hasta llegar al 8M en plena pandemia. La toma de instalaciones en instituciones educativas como la UNAM y el IPN, en los que se tomaron colegios, facultades y preparatorias para denunciar el acoso sexual, el machismo o el patriarcado. El impulso anterior sólo pudo ser contenido por la pandemia del coronavirus pero ahora se ha desbordado.    

El caso de Yesenia Zamudio cuya hija fue víctima de feminicidio en 2016 es tan sólo la punta del iceberg de la conjunción de madres que ya no se resignan a llorar en sus casas (único rol posible y aceptable por la sociedad), que reciben la sororidad (concepto acuñado por la antropóloga argentina Rita Segato) sobre todo de jóvenes que provienen de barrios y colonias de la periferias de las grandes urbes como la Ciudad de México. A pesar de la diversidad de participantes, las jóvenes de clase media letradas no parecen liderar el actual movimiento que va en ascenso pese a la miopía e insensibilidad de varios funcionarios y gobernantes de todos los partidos políticos.

La toma de una de las oficinas de la CNDH en el centro de la capital del país y de las que se han ido sumando en los estados, no se justificaría en un país en el que efectivamente se salvaguardan los derechos de las víctimas y se hace justicia sin necesidad de consultas y plebiscitos, con fines político-electorales.