Se esperó pacientemente que las elecciones realizadas el anterior domingo en República Dominicana sirvieran de respaldo al último argumento con el que resisten.
Ansiaban presentarlas como un fracaso, un indicativo de que el miedo y el temor a contagios masivos constituye la antesala del ausentismo, ese que prioriza el quedarse en casa antes que concurrir a elegir nuevas autoridades. Determinadas también por la pandemia debían constituirse en la referencia irrebatible de cuan inoportuno puede ser el proceso electoral en Bolivia. Las elecciones expresaron un profundo compromiso y valoración institucional. La asistencia señaló números masivos y el evento transcurrió situando a la emergencia sanitaria como algo sensible pero que no detiene la construcción del Estado.
El suspirado y ansiado fracaso no llegó. La nueva normalidad electoral mostró su éxito en largas diez horas de jornada democrática. Con un padrón de votantes que tiene cifras idénticas a las de Bolivia, se alistaron 7.529.932 electores, cerca de medio millón de estos votantes se encuentra en el extranjero; sufragaron 4.163.275, en un sistema caracterizado por el voto voluntario desde el año 2010 y donde no existe sanción alguna por la no asistencia a elegir. Los observadores internacionales fueron 151 y pertenecían a diversos organismos. Estuvo presente la Misión de Observación de la OEA, la gente de la International Foundation for Electoral Systems (IFES), la Unión Interamericana de Organismos Electorales (Uniore), y el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, entre otros organismos. También estuvieron presentes en las ciudades de Miami, Nueva York y Madrid, lugares donde los dominicanos pudieron cumplir con el deber cívico.
El chileno Eduardo Frei, jefe de la Misión de Observación Electoral de la OEA desplegada en República Dominicana, aplaudió el comportamiento y compromiso de ciudadanos y autoridades electorales que, pese a la presencia de la pandemia, organizaron un momento electoral al que calificó de exitoso. En una coyuntura donde la manifestación crítica del COVID-19 es monotemáticamente la cuestión de referencia, el país centroamericano -que presenta cifras de población contagiada con coronavirus en números similares a Bolivia y que un día antes del acto eleccionario alcanzó la curva más alta de infecciones- priorizó el debate programático antes que la cuestión sanitaria.
La tragedia como opción política
Las elecciones han quedado señaladas para el 6 de septiembre. García Hamilton expone en su libro “¿Por qué crecen los países?” que el factor de la debida institucionalidad es uno de los elementos más sensibles que contribuyen al desarrollo y estabilidad de los Estados, dentro de ellos, de manera fundamental, la conformación y estructuración del gobierno. La tradición boliviana, de respeto a la constitucionalidad y a las formas democráticas de gobernarnos, no certifica indicadores que lleven a comprender que se han consolidado valores políticos/institucionales suficientes que los consagren como prioridades inquebrantables. En esa línea de tradición negativa, desde la promulgación a desgano de la Ley 1304 que establece fecha límite para la realización del proceso electoral en el país, de forma sistemática, el poder gubernamental y los sectores duros del noviembrismo se empeñan en detener, con diversos razonamientos y acciones, la cita electoral. ¿Cómo hacerlo posible?
Discursivamente, para los negacionistas del valor de la institucionalidad electoral, el énfasis comunicacional es una aceptación -no podría ser de otra manera- con rostro serio a la convocatoria del proceso eleccionario. En los hechos, solo la tragedia de miles y miles de contagios inducidos y de un pánico colectivo a la pandemia es lo que puede llevarlos a obtener su objetivo. Bajo ese lúgubre diseño estratégico, el país vive una cuarentena nominal y no efectiva, llevando a la calle a miles de bolivianos bajo formas de control aparente (los gobiernos municipales y departamentales, con sus gestiones ya concluidas encuentran en el perverso modelo la encantadora posibilidad de extender su mandato con administraciones facilitadas por la emergencia) y planes de rastrillaje sin realización de pruebas de contagio para guiarse, únicamente, por la sintomatología general de quien en apariencia puede ser un infectado. Todo un trazo meditado para colapsar los centros hospitalarios, y en ese cuadro dantesco, encontrar el respaldo argumentativo irrebatible de postergar las elecciones hasta el siguiente comunicado.
Impedir la votación nacional le significa al gobierno acumular adeptos entre quienes ya dejan en duda su convicción democrática y observan arriesgadas conductas no constitucionales. Bajo esa presión que impone la realidad nacional e internacional, la señora y sus adjuntos pretenden un proceso electoral calificado donde no todos alcancen tomar parte para ser electos, ni todos tampoco logren elegir libremente según sus afinidades. Desde el 22 de junio, un día después de promulgada la ley de elecciones, trajinan metódicamente en la anulación de dirigentes y políticos vinculados a los movimientos sociales y al partido con el que estos se instrumentalizan electoralmente. A contrarreloj y con la desesperación apoderada de sus rostros quieren al candidato opositor inhabilitado. Su idea de elecciones no es la convencional, acá también pretenden deformarla según su necesidad. Piensan en una jornada electiva entre iguales, sin oportunidad de perder y donde la participación se reduzca a cuatro agrupaciones representativas del gremio conservador, dejando excluida la versión popular y de izquierda que en el país representa una importante facción social. Una expresión acabada de cómo vive el noviembrismo su idea de democracia.
Con escasos 32 años, Albert Camus afirmó con experiencia octagenaria: “La inclinación más natural del hombre es hundirse y hundir con él a todo el mundo”. Negarle a un país la libertad para designar a sus autoridades en espacios de igualdad equivale a patrocinar a quienes ya se han adscripto a la destrucción institucional de Bolivia. Es un impulso más para instalar el odio y el racismo, es agrietar sin fin las diferencias con el otro en un insano sentimiento de superioridad. La grandeza solo está en el diálogo. La pacificación entre distintos es una construcción social para coexistir. Los monólogos, en cambio, solo necesitan la obediencia silenciosa de quien está obligado a escuchar. En elecciones, es una sociedad la que dialoga. En las prórrogas indefinidas, el diálogo se convierte en monólogo y este torna en autoritarismo.
Jorge Richter Ramírez es politólogo