La denominada «flexibilidad laboral» se erige como un mecanismo de opresión dirigido a satisfacer las exigencias del poder empresarial en contra del sector trabajador. Estas exigencias tienen un fuerte respaldo de los organismos internacionales de crédito. En pocas palabras, flexibilizar el campo laboral implica suprimir -total o parcialmente- toda la legislación que ampare los derechos […]
La denominada «flexibilidad laboral» se erige como un mecanismo de opresión dirigido a satisfacer las exigencias del poder empresarial en contra del sector trabajador. Estas exigencias tienen un fuerte respaldo de los organismos internacionales de crédito. En pocas palabras, flexibilizar el campo laboral implica suprimir -total o parcialmente- toda la legislación que ampare los derechos del trabajador. ¿El objetivo? Profundizar las asimetrías en la relación Patrón-Empleado en favor del primero.
De esta manera, el salario, las indemnizaciones por despido, la jornada laboral, las modalidades de contratación, la seguridad social, etc., quedan sometidas a las leyes del mercado. El estado permanece al margen, es un «gendarme» que custodia y defiende la «libre competencia»
Como podrán ver, el estado y el derecho forman un «corpus» meramente instrumental para garantizar un estado de situación. ¿Quiénes resultan favorecidos entonces? En primer lugar, los intereses privados, personificados en este caso, en el empresario capitalista que detenta los medios de producción. La burocracia estatal, recibe sus migajas también.
Karl Marx expresa en su libro «La ideología Alemana» (texto escrito entre 1845 y 1846, publicado en forma póstuma en 1932) que el estado «… es la forma bajo la que los individuos de una clase dominante hacen valer sus intereses comunes…». Si bien podríamos realizar importantes consideraciones y criticas a esta definición, lo cierto es que Marx no está del todo equivocado.
La teoría social clásica, esta vez, de la mano del sociólogo alemán Max Weber, nos provee otra importante definición de estado: El estado weberiano es aquel que busca «…la pretensión al monopolio del uso legitimo de la fuerza física en la imposición de su orden». Como bien señala Paul Ricoeur (filósofo francés recientemente fallecido) es un concepto pesimista de estado, que por cierto, no esta muy alejado de la definición leninista; en «Estado y Revolución», Lenin sostuvo que el estado estaba definido por los medios, vale decir, la coacción, la violencia. La diferencia estriba, en que para Weber la coacción no está sostenida por la violencia física, sino por la pretensión y creencia de legitimidad. Ricoeur diferencia estos dos conceptos debido a sus semejanzas. El hecho de que Weber haya relativizado el historicismo y por ende, la lucha de clases, para realizar un análisis atemporal, con una fuerte vocación universalista, nos aleja de la definición marxista esbozada líneas atrás.
Con este marco teórico, bastante precario por cierto, propongo analizar el caso argentino.
Estado y traición
El estado Argentino, por ejemplo, promovió desde 1989 en adelante, leyes que fueron en contra de la clase trabajadora. El menemismo -bajo la legitimación, entre muchos otros, de quien hoy es presidente de nuestro país – se encargó de cercenar derechos constitucionales referidos al trabajo. Todos sabemos lo que sucedió durante la presidencia de Fernando de la Rua; la reforma laboral (también conocida como la «Ley Banelco»), las coimas en el Senado, las valijas de Pontaquarto.
En la actualidad, el gobierno de Néstor Kirchner no tomó medidas serias y contundentes destinadas a la generación de empleo. Tampoco se evidencian proyectos que devuelvan al trabajador su dignidad. Mucho menos, políticas que distribuyan equitativamente el ingreso.
Un claro ejemplo de ello es la nueva ley laboral. Esta ley deroga la reforma laboral instrumentada por el gobierno de la Alianza. En primer lugar, se debería «anular» la ley por estar viciada en su estructura formal, es decir: el consentimiento de los legisladores que votaron la ley está alterado por las coimas. Anulando la ley, los convenios flexibles firmados durante la vigencia de «la banelco» dejarían de existir. «Derogando» la ley, no hay efectos retroactivos, y por lo tanto, los convenios persisten. Este en un primer punto. Un segundo punto es el monopolio que detentan los dirigentes sindicales para negociar salarios y condiciones de contratación. Los trabajadores quedan a disposición de personajes como Moyano, Rueda, Zanola, Cavalieri, comandantes de «sociedad de beneficencia», vale decir, lumpenproletariados, del sindicalismo argentino. El tercer punto refiere a la vigencia del «trabajo a prueba», un mecanismo que legaliza la arbitrariedad del empresario para emplear, evaluar, y luego despedir sin causa alguna.
Estos tres puntos constituyen un mero esbozo de los problemas de la ley. Existen otros puntos importantes, a saber: la constitucionalidad de la ley 24.557 de Riesgos de Trabajo, la ultractividad de los convenios laborales, los fondos de jubilaciones y pensiones, la reducción de los aportes patronales. Todos ellos exigen un análisis mas detallado. Análisis que dejo para otra oportunidad.
Propongo a continuación explorar el problema de la flexibilidad dentro del contexto de la educación.
Eficiencia y productividad
La ley federal de educación, expandió la flexibilidad laboral al ámbito educativo.
Fiel a las consignas del neoliberalismo, la ley receptó dos principios: eficiencia y productividad. Los sistemas deben atender, en principio, a los parámetros del capital. Reducir costos implica, por ejemplo: despedir personal improductivo, precarizar el salario real, contratar introduciendo cláusulas leoninas, disminuir gastos en capacitación.
Al compatibilizar el interés del capital, vale decir, reunir a las empresas, bancos, entidades financieras, fabricas, con el fin de ser mas «eficientes y productivos», se elabora una perversa estrategia en donde todo vale. Rige así, la ley del más fuerte.
Es bien sabido que uno de los principales objetivos del capital es consolidar un sistema educativo que produzca mano de obra barata.
Es sabido también, que las políticas educativas instrumentadas desde el menemismo hasta hoy están diagramadas por los organismos internacionales de crédito. Los gobernantes de turno se limitaron a recibir las órdenes del Banco Mundial.
El sistema educativo sufrió un grosero ultraje. Nos hicieron creer que educar era costoso, que los docentes tienen muchos beneficios sociales, que la posibilidad de acceder al sistema educativo es privilegio de unos pocos.
El sociólogo Gerstner Fabián explica que las políticas de la Banca Internacional «…tienen el objetivo global de disminuir el gasto estatal para derivar fondos hacia el pago de la deuda externa». A titulo de ejemplo, el estado argentino permitió la intervención del Banco Mundial en la organización de las finanzas nacionales. El BM nos decía donde debíamos destinar las partidas presupuestarias. Al mismo tiempo – dice Fabián – el Banco Mundial «…actúa como prestamista colocando dinero a alto interés para que se financie el ajuste de los sistemas».
De esta forma, asistimos a una desvalorización del estado como principal diagramador y operador de la política educativa. El estado resigna maliciosamente su soberanía para satisfacer los intereses del capital.
Otro aspecto importante según Fabián es el control ideológico. El Banco Mundial no sólo nos dice «cuánto debemos gastar» sino que, además, nos dice «qué debemos enseñar». Ejemplo de ellos son el programa de Contenidos Básicos Comunes (CBC), los Contenidos Básicos de la Capacitación Docente, los criterios para tomar evaluaciones (Sistema nacional de evaluación de la calidad de educación)
Ya lo había dicho Marx: «La clase que dispone de los medios de producción de la vida material, dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios de la producción intelectual».
El sistema de ideas y valores, es propiedad del capital. Es también, el medio para difundir las ideas que legitiman el dominio burgués.
Por otro lado, si la escuela era el lugar donde los alumnos concurrían para aprender, hoy es, además, el lugar donde los alumnos van a comer. Pensar en una institución educativa supone hoy, pensar en un comedor escolar. Y si esto es, por parte del estado y de la dirigencia política, un crimen, es por parte de los docentes y padres, un acto de resistencia.
Pensemos por un instante en lo que comúnmente se llama «cooperadoras». ¿Por qué surge una cooperadora? ¿Por qué las escuelas, unidades policiales, centros culturales, clubes de barrio, hospitales, dependen de la buena voluntad de algunos ciudadanos para poder subsistir? El «nacimiento de una cooperadora» es un síntoma de abandono estatal. Defender las instituciones es, hoy en día, tarea de los ciudadanos.
La lucha de clases y la distribución de la riqueza
El abandono estatal fue producto de una macabra conspiración contra los ciudadanos. No estamos hablando de un estado que «se equivocó»; tampoco de un estado que hace «lo que cree mejor para la sociedad»; mucho menos hablamos de un «fracaso». Nada de esto es cierto. El estado elaboró un plan estratégico en connivencia con la clase dominante, vale decir, la burguesía nacional e internacional.
Todos ellos sabían que, por ejemplo, privatizar los servicios públicos (agua, luz, teléfono) era un gran instrumento para perpetuar la acumulación de capital mientras la población sufría el aumento de pobreza y la desocupación. El estado tenia conciencia de lo que iba a suceder.
Por lo tanto, podría decir que, por un lado, la sociedad no solo suple al estado en sus funciones indelegables. Además tiene que luchar contra un gobierno corrupto que conspira contra su propio pueblo.
Por otro lado, diría que el conflicto argentino (al igual que el conflicto mundial) es un conflicto de clases. Como dijo Marx al principio del «Manifiesto Comunista» (1848): «Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases». Naturalmente, este conflicto esta repleto de matices.
Pero antes que nada cabria preguntarse ¿Qué es una clase?
Anthony Giddens explica en «Capitalismo y moderna teoría social» que para Marx las clases «… no son más que desigualdades en la distribución del ingreso». Las clases se determinan por la relación de producción. En esa relación, un grupo minoritario – propietario de los medios de producción- se apropia de la producción excedente. De esta forma, el capital explota al trabajo asalariado
Por lo tanto, el estado asegura los intereses de la clase dominante al acompañar, fiscalizar y legitimar el proceso de acumulación del capital.
La ecuación resultante de este proceso es presentada por Karl Popper en «La sociedad abierta y sus enemigos»: el estado protege, sirve y ampara la permanencia de una situación que posibilita el aumento de riqueza en la burguesía numéricamente decreciente, y el aumento de la miseria en la clase trabajadora numéricamente en aumento.