Anarquista, simpatizante de la revolución rusa, cercano al partido comunista y luego al peronismo, Elías Castelnuovo que se consideraba un escritor proletario, dejó una marca en cuanto a los modos de ser un hombre de izquierda en el terreno literario
Castelnuovo fue un escritor cuya fuerte definición por la “literatura social” constituyó el sino más pronunciado de su desempeño intelectual. Nació en 1893. Inició su recorrido vital en Montevideo y, aún joven, se estableció en Buenos Aires con carácter definitivo.
El anarquismo (sobre todo en su variante anarco-bolchevique, que apoyaba a la revolución rusa) y después el comunismo concitaron sus simpatías. No se incorporó al partido comunista y protagonizó alguna polémica con sus dirigentes, pero se mantuvo en sus cercanías durante un buen tiempo.
En el anarquismo se inició muy joven, todavía en Uruguay, por intermedio de un peluquero ácrata que vivía en su casa. Ya en nuestro país trabó relación con intelectuales entonces libertarios como Julio Barcos. Quien fue fundamental para completar su formación y hacerle conocer a figuras destacadas del quehacer intelectual y político, como José Ingenieros y Mario Bravo.
Llegado el primer peronismo, Castelnuovo emprendió un camino diferente al de la amplia mayoría de los intelectuales de izquierda. Como César Tiempo o José Gabriel, apoyó al nuevo movimiento. Escribió en Mundo peronista y en La Prensa, ya expropiada.
Su nueva adhesión mantuvo el sesgo hacia la izquierda. Tomó parte del Instituto de Estudios Económicos y Sociales, dirigido por Juan Unamuno, que era percibido como un espacio de encuentro entre peronismo e izquierda.
Cuando dirigentes provenientes del tronco socialista junto a otros de procedencia trotskista conformaron el Partido Socialista de la Revolución Nacional el uruguayo-argentino fue designado presidente de su primer congreso.
En su quehacer literario su rol más destacado lo jugó como uno de los orientadores del grupo Boedo, junto con Leónidas Barletta, Roberto Mariani, Álvaro Yunque. El lugar como escritor se lo había ganado desde su primer libro, Tinieblas, de 1923, que obtuvo buenas críticas e incluso fue premiado.
Luego siguieron otras obras, incluso en el terreno teatral. Tuvo participación en los primeros emprendimientos del teatro independiente. Quizás su trabajo más recordado es su novela Calvario, de 1949.
En el filo de las décadas de 1960 y 1970 fue colaborador de algunos de los periódicos de izquierda que florecían en esos momentos de movilización social y política y radicalización ideológica. Escribió entre otros en Crisis y Nuevo Hombre.
El desarrollo del peronismo de izquierda contó con su participación. En 1971 publicó un ensayo Jesucristo, montonero de Judea. Castelnuovo tenía una propensión mística y devoción por el perfil humano del crucificado. En esa obra esa mirada entró en clara intersección con el momento político.
En 1973, la conducción de Rodolfo Puiggrós lo nombra profesor emérito honorario de la UBA.
Con el golpe de 1976, con más de ochenta años, el anciano escritor se replegó sin dejar de hacer algunas publicaciones y reediciones. Murió en octubre de 1982.
El testimonio de una vida y apuntes polémicos.
Sus Memorias fueron editadas en 1974, por la editorial estatal Ediciones Culturales Argentinas, dependiente del Ministerio de Educación de la Nación.
El volumen no contiene una narración de toda su trayectoria. Se detiene de modo un tanto abrupto en la década de 1930. Queda así privado el lector del testimonio de Castelnuovo acerca de su viraje peronista y de su inscripción en la efervescencia de las décadas de 1960 y 1970.
La escritura del libro en algunos pasajes adolece de un naturalismo un tanto tremendista, que en ocasiones se le ha reprochado al conjunto de su obra, y que el escritor recoge en tono satírico. De cualquier modo contiene un vigoroso tratamiento de un mundo de miserias e injusticias que acompañó una gran parte de la existencia del escritor.
Los primeros capítulos del testimonio se extienden sobre las difíciles primeras etapas de su transcurso por la vida. Una infancia y adolescencia en la que sufrió maltratos que lo llevaron a abandonar la casa familiar.
Luego emprendió un extenso vagabundeo por zonas del país oriental y de la Mesopotamia argentina, en condiciones de pobreza, ganándose apenas el sustento con mil ocupaciones diferentes.
Relata de modo vívido su formación cultural de autodidacta. Con la escuela primaria inconclusa, desarrollaría con el tiempo una pasión por leer que lo condujo a lecturas heterogéneas y algo desordenadas. Sin embargo fueron aptas para construirse una cultura vasta y adquirir un más que aceptable manejo de la escritura.
Avanzada su etapa de formación, abandonó la vida que había llevado en el medio rural para dirigirse a Montevideo. Allí entró en contacto con poetas y otros intelectuales. La capital uruguaya no tardó en parecerle un escenario limitado, por debajo de sus inquietudes y expectativas. Esa sensación lo llevó a tomar rumbo hacia Buenos Aires, a la que visualizaba como una metrópoli cultural que le permitiría desenvolverse.
Contiene el libro sus impresiones sobre la literatura nacional en las primeras décadas del siglo XX. En particular de su identificación “boedista”. Lejos de aquellos relatos que tienden a difuminar las diferencias con “Florida”, el autor establece un corte fuerte entre ambas corrientes.
Para él hay en Boedo un clivaje de clase, una concepción distinta de la literatura, una vocación innegociable por la escritura social totalmente ausente en el otro grupo.
Destaca el desempeño como trabajadores manuales del grueso de quienes se movían en torno a Antonio Zamora, la editorial Claridad y la revista Los pensadores. Escritores y artistas proletarios, preocupados por llevar la vida y la palabra de la clase obrera a la esfera cultural.
Ocupa un lugar el viaje a la Unión Soviética, en 1931, que luego le inspiraría dos libros. Brinda sobre la construcción socialista una mirada esperanzada pero no apologética. Incluso hay alguna indicación sobre persecuciones a los opositores, como Víctor Serge.
Dedica varias páginas a Roberto Arlt, de quien fue amigo. La amistad no lo priva de ensañarse un poco con las falencias culturales y las limitaciones en la escritura del autor de El juguete rabioso, así como con sus pronunciadas excentricidades. Defiende con énfasis la adscripción de Arlt a “Boedo”, con expresa crítica a quienes lo ubican al margen de esa corriente.
Se ocupa asimismo de dos autores de la generación anterior a la suya: Horacio Quiroga y Benito Lynch. Dos personajes “raros” a quienes trata con respeto como escritores y como hombres.
Por Quiroga se lo nota fascinado, tanto por su escritura única como por su existencia torturada. La inmersión en la selva misionera, unida a su cercanía con diversos horrores, son para Castelnuovo las claves que lo colocaron en su lugar de gran escritor.
Es algo más crítico con Lynch a quien adscribe a la visión del mundo rural que tenían los hijos de estancieros, condescendiente o abiertamente despectiva hacia el mundo de los peones y otros trabajadores rurales. Pese a esa marca de clase, parece considerarlo el más rescatable dentro de los autores de esa procedencia y orientación.
Castelnuovo cierra el libro retomando la valoración polémica de Boedo y la inclusión de Arlt en sus huestes. Apenas da algún indicio de hacer un balance acerca de su trayectoria literaria. Sí trasunta su valoración de la vida, exhibiendo una vez más su veta cristiana:
“Vivir en extensión, sin embargo, no es lo mismo que vivir en profundidad. Hay quien vive treinta y tres años tan solo como Cristo y sigue después viviendo durante veinte siglos, y quien vive más de cien y solamente uno se entera de su existencia recién cuando aparece su defunción en los Avisos fúnebres de la prensa”.
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