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La «wikihistoria» del libro

Fuentes: CulturaLibre.org

Presentamos un texto inédito que responde al recientemente publicado Quevedo contra el copyright. Amador Savater le pidió a Diana Eguía que reflejara en un artículo las prácticas que, según su opinión, «hoy se considerarían atentados piratas contra la cultura» y que «promovieron la explosión creativa del Siglo de Oro». David García posteriormente ha pedido a […]

Presentamos un texto inédito que responde al recientemente publicado Quevedo contra el copyright. Amador Savater le pidió a Diana Eguía que reflejara en un artículo las prácticas que, según su opinión, «hoy se considerarían atentados piratas contra la cultura» y que «promovieron la explosión creativa del Siglo de Oro».

David García posteriormente ha pedido a Yeyo Balbás una respuesta al texto de Eguía, ya que a su entender contiene partes extremadamente discutibles y que conviene resaltar, para que se de un debate sobre cultura libre en términos más rigurosos, al menos a nivel histórico. Para contextualizar y complementar los textos de Eguía y Balbás, recomendamos también la lectura de Quevedo, el censor.  

Las opiniones de Balbás no tienen por qué reflejar las de la Asociación Cultura Libre. Que disfruten de la lectura.

Hay quien concibe a la historia como una especie de ley natural, a la que se apela para explicar la realidad humana. De este modo, lo «histórico» se convierte en un modelo social y si algo se aleja de él, resultará artificial e impostado. Sin embargo, lo «histórico», es decir, aquello que ocurrió en algún momento del pasado, fue la consecuencia de unas circunstancias igualmente pasadas que no tienen por qué repetirse. Y muchas veces no deberían.

Esta concepción de la historia como mera herramienta ideológica invariablemente conduce a la construcción de un pasado «a la carta». Algo que, desde los sectores que cuestionan a los derechos de autor y tratan de legitimar la «piratería», viene ocurriendo desde hace tiempo. El último intento de otorgar un respaldo historicista a sus postulados nos ha llegado gracias a uno de los blogs del diario Público, en el que Diana Eguía Armenteros no duda en asegurar que Lope de Vega fue un pionero de la autoedición y que, en su época, las copias manuscritas de los poemas habrían sido los primeros intentos de creación de obras colectivas como la Wikipedia. Su mismo título, Quevedo contra el copyright, resulta ya de por sí chocante: que este polifacético escritor madrileño se hubiera posicionado en contra de un concepto legal inexistente en su tiempo es demasiado sospechoso como para no ser algo forzado.

El diario Público es un buen exponente de todos los malabarismos ideológicos a los que nos tienen acostumbrados los apologetas de la new age cibernética, al ser uno de los escasos periódicos que ha defendido abiertamente la llamada «cultura libre». La paradoja reside en que, poco antes de la desaparición de su versión impresa, este medio realizó una campaña para buscar apoyo entre sus lectores, por lo que, durante meses, éstos pudieron encontrarse ante artículos que defendían su derecho a no tener que pagar por la adquisición de un libro, mientras que, en la portada, se les instaba a comprar el periódico como único modo de garantizar su supervivencia.

Tal vez haya sido ingenuo esperar que su desaparición de los quioscos hubiera desencadenado algún tipo de reflexión entre sus colaboradores. Aunque al menos este hecho nos sirve para ilustrar lo difícil que resulta conciliar ese modelo ideal con una realidad en la que aquellos que se dedican a escribir no son anacoretas que viven en una cueva perdida en el bosque, alimentándose con el liquen de las piedras, sino ciudadanos de a pie inmersos en preocupaciones tan mundanas como pagar una hipoteca y la cesta de la compra. Pero al igual que los defensores del neoliberalismo se obstinan en apostar por un modelo económico basado en una lógica inductiva, a pesar de que los hechos demuestran con igual de insistencia que sus postulados teóricos no funcionan, los defensores del «todo gratis» siguen sin emplear una sencilla lógica deductiva para alcanzar unas conclusiones al alcance de cualquiera.

El determinismo tecnológico imperante, que atribuye cualquier progreso humano a los sucesivos avances tecnológicos, ha contribuido a crear la idea de que, antes de la invención de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg en la década de 1450, era imposible que existiera una auténtica industria editorial. Según los defensores de la «cultura libre» en Internet, a partir de entonces habría surgido una especie de movimiento contracultural formado por editoriales «alternativas» que tratarían de democratizar la cultura, arrancándola de las garras de los grandes editores para acercarla al público; auténticos antecesores de filántropos de la World Wide Web como Kim Dotcom. Todo ello forma un cúmulo de mitos y apriorismos que se sedimentan hasta sepultar a la realidad histórica y, por ello, antes de abordar el tema que nos ocupa, hace necesario realizar un breve recorrido por la industria editorial anterior al Renacimiento.

Hacia el siglo V a.C., en la Grecia clásica los rollos de papiro o volúmenes contaban ya con una importante distribución, y su precio rondaba un dracma. Según Aristóteles, los discursos de oradores famosos se vendían por centenares, al igual que la obra de poetas y dramaturgos. Las copias eran realizadas en talleres por esclavos y las tiradas alcanzaron grandes proporciones; ya en época romana, se cifraban en millares de ejemplares: Plinio el Viejo nos habla de una modesta edición privada realizada para sus amistades, de la que «sólo» se hicieron mil copias. A pesar de esta producción en masa, según nuestros criterios actuales el precio de un libro era alto, fruto de su alto coste de producción: Séneca asegura que el valor de un servus literatus era de cien mil sestercios (la renta anual de una familia de campesinos rondaba los cuatrocientos y un libro podía costar veinte) y el papiro debía ser traído de Egipto y estaba gravado con impuestos.

No existían los derechos de autor, por lo que, una vez publicada una obra, cualquiera podía reeditarla o modificarla a su antojo. Sin embargo, la inexistencia de lo que muchos consideran el mayor freno para la democratización de la cultura no trajo consigo ninguna Arcadia. La publicación de libros se encontraba en manos de grandes empresarios, las ediciones sin el consentimiento del autor estaban a la orden del día, e incluso se atribuía la autoría de obras mediocres a escritores de renombre para así aumentar su valor. Los discursos de oradores y las disertaciones de los maestros eran transcritos a escondidas y sacados a la venta, y en ocasiones no reflejaban honestamente sus ideas. Quintiliano se vio obligado a publicar él mismo sus obras para invalidar falsificaciones, y Galeno hizo lo mismo con sus tratados de medicina, ante los continuos refritos de sus informes. Respecto a su calidad, el geógrafo griego Estrabón se quejaba de las apresuradas reediciones repletas de erratas que se vendían en el ágora de Alejandría y más tarde llegaban a Roma. Por su parte, Cicerón se muestra indignado ante los «libros llenos de mentiras» que encontraba en las librerías del Argileto (siendo «mentira» sinónimo de «errata»), pues en algunos casos faltaban pasajes enteros. La búsqueda de ediciones desprovistas de errores fue una constante preocupación para los bibliófilos, que llegaban a contratar expertos para asegurarse la adquisición de copias fidedignas.

El plagio estaba a la orden del día. Ya en la comedia Las ranas de Aristófanes, Esquilo y Eurípides se echaban en cara mutuamente utilizar textos ajenos, y a él mismo se le acusó de haber copiado la obra de Cratino y Eupolis. Incluso a Platón se le reprochó haber comprado unos manuscritos de Filolao, discípulo de Pitágoras, para elaborar alguno de sus diálogos. Marcial, Juvenal y Plinio coincidía, en definitiva, en que el escribir sólo otorgaba renombre: los editores no pagaban royalties y, por tanto, la literatura se convertía en un modo en el que los aristócratas transmitían sus ideas, tal y como hicieron César o Cicerón, y para los pobres un medio de ganarse el favor de los poderosos. Vinculados a todo ello, se encontraban los poetas que hacían trabajos de encargo, predecesores de los actuales «negros».

La caída del Imperio Romano de Occidente trajo un importante retroceso cultural a Europa, asociado a la ruralización de su sociedad. Sin embargo, hacia el siglo XII el mundo editorial dejó de ser un fenómeno exclusivamente monástico y en torno a las incipientes universidades comenzaron a proliferar los talleres de copistas, destinados a satisfacer la creciente demanda de libros de texto. Ya en la Baja Edad Media, existían talleres, agrupados en gremios, en los que trabajaban docenas de especialistas (escribas, iluminadores, etc.) capaces de realizar tiradas de cientos de ejemplares. Mientras que un monje del siglo XI sólo podía copiar tres o cuatro libros de tamaño medio al año, un profesional laico del XV, que cobraba por obra realizada, era capaz de ejecutar una obra completa en pocos días. El napolitano Giovanni Marco Cincio se jactaba de poder transcribir un códice extenso en algo más de cincuenta horas. Los libros acostumbraban a realizarse bajo demanda y, por lo normal, las ediciones eran costeadas por aristócratas en busca de reconocimiento.

Más allá de paralelismos absurdos y argumentaciones teleológicas, un repaso honesto a nuestro pasado nos permite contemplar una realidad muy distinta a la que Diana Eguía Armenteros pretende vendernos en la edición digital de Público: «en el proceso de la copia, el lector-copista se torna co-autor, reescribiendo el texto, engordándolo, democratizándolo, exactamente igual que ocurre en la red». Sin embargo, desde los mismos orígenes del fenómeno editorial, la transcripción de una obra implicaba la difusión de erratas o, como mucho, de notas en los márgenes. Si se modificaba el texto, normalmente era para atribuirse la autoría, o para simplificarlo y crear versiones reducidas que obedecían al mismo coste del soporte (papiro, pergamino, papel) y la lentitud del proceso de copiado, lo cual suponía un empobrecimiento del original. La proliferación de epitomes en época romana tardía hizo que no se considerada necesario transcribir muchas obras completas, algo de lo que hoy se lamentan los especialistas. Las corrupciones en los escritos de tipo histórico suponen un auténtico quebradero de cabeza para los investigadores, cuando por ejemplo las diversas versiones de los códices aseguran que ciertos hechos suceden en lugares diferentes, porque algún copista se equivocó al transcribir su nombre. Otros cambios en la transcripción del texto surgían al ser modificados por la «corrección política» del momento: interpolaciones cristianas a textos mitológicos paganos, para adaptar los acontecimientos a las cronologías bíblicas, o cambios en los hechos históricos para ennoblecer linajes y convertir al antepasado del mecenas de turno en su protagonista.

En un conocido ensayo, Fernando Lázaro Carreter considera que, al contrario que la tradición oral, la característica fundamental de la literatura es su condición de «mensaje literal». Entendida como creación artística, la literatura es una actividad mediante la cual un autor expresa una visión personal y desinteresada del mundo. Desde un punto de vista científico, el hecho de que una crónica sea reescrita años después hace que su valor como fuente histórica desaparezca. Como ya hemos visto, la preocupación de los autores por preservar su obra tal y como la concibieron ha sido una constante desde los tiempos de Cicerón. En el prólogo de El conde Lucanor, don Juan Manuel narra la historia de un caballero, muy grant trovador, que, al escuchar cómo un zapatero modificaba una de sus cantigas a su antojo, hizo añicos sus cueros y calzado con la espada, para que supiera lo que era ver destrozado su trabajo.

¿Trajo consigo un cambio sustancial la invención de la imprenta y las ediciones «piratas»? Durante los siglos XVI y XVII el proceso de impresión era aún una tecnología costosa y por ello las imprentas estaban en manos de gente acaudalada. En otras palabras, no existían «editoriales alternativas» ni ningún fenómeno contracultural, sino adinerados empresarios que de este modo se ahorraban pagar la escasa remuneración que, por entonces, se entregaba a los autores, o no contaban con los derechos de publicación. Desgraciadamente, a pesar del enorme avance cultural que supuso la imprenta, el libro seguía siendo un producto de lujo. Por otra parte, en España el grueso de la producción editorial fueron obras de tipo religioso y, en menor medida, de contenido histórico, muchas veces editadas por la Corona u otras instituciones, con una finalidad propagandística. Las biografías de los santos y tratados militares formaban otra parte sustancial de ella, y todos estos contenidos difícilmente pueden considerarse «subversivos».

A pesar de que hoy en día les otorguemos un especial protagonismo, las obras de los literatos del Siglo de Oro (Quevedo, Góngora, Cervantes…) constituían un porcentaje reducido de la producción editorial, caracterizado por su mala calidad de impresión. Consideradas obras menores, simple literatura de consumo, sus tiradas oscilaban entre los mil y tres mil ejemplares. Dado que además en la España del Siglo de Oro el 75% de la población era analfabeta, su difusión entre el pueblo llano era escasa, a pesar de la costumbre de leer en voz alta, similar a cuando, hace unas décadas, el vecino más pudiente compartía su televisión o radio con el resto del pueblo. En realidad, la mayor parte de la población carecía de la cultura necesaria para comprender buena parte de las novelas que hoy consideramos clásicos y la verdadera literatura popular eran los pliegos de cordel y los romances de ciegos, de tosca impresión y reducido número de páginas, que narraban hechos de la familia real, milagros de santos, noticias e historias extraídas del antiguo romancero.

A pesar de los esfuerzos de quienes tratan de malear la realidad pasada para que se ajuste a una supuesta realidad presente, la tradición manuscrita del Siglo de Oro nada tuvo que ver con una corriente contracultural democratizadora basada en el copyleft. Una sociedad preindustrial, sin apenas clase media y sin educación pública, jamás podría funcionar en ese aspecto como una sociedad occidental moderna. Durante siglos, el libro fue un fenómeno restringido a una élite socioeconómica y, como instrumento de transmisión de ideas, siempre estuvo controlado por el poder, algo que favorecía el mero hecho de que imprimir no estaba al alcance de cualquiera. Y esto, inevitablemente, nos lleva al mecenazgo; nombre que procede de Cayo Cilnio Mecenas, consejero y hombre de confianza de Augusto, protector de artistas y poetas como Horacio, Virgilio o Propercio. No es casual que la obra de todos ellos presente al primer emperador romano como un nuevo Rómulo, y la desaparición de la República se considere un paso necesario para el advenimiento de una nueva era de paz y prosperidad.

A pesar de que hay quien considera que hablar de cultura y dinero resulta algo irrelevante e incluso soez, lo cierto es que para comprender el contenido de cualquier obra artística es indispensable saber cómo se ganaba la vida su creador. En este caso, si el libro que escribió era un encargo de la Corona, de alguna familia aristocrática, de la Iglesia o de alguna otra institución; o si se trataba de un simple pasatiempo de algún aristócrata.

Durante un viaje por los Países Bajos, Alberto Durero redactó un diario en el que se han conservado varios modelos de contratos de trabajos de pintura. Gracias a ello, sabemos que las especificaciones del encargo llegaban incluso a detalles como la calidad de los pigmentos empleados, la clase de soporte, el modo en que debía ser abordado el tema, la cantidad de figuras y el tipo de fondo. En la Roma antigua, desde las representaciones teatrales hasta la construcción de edificios, estaban reguladas por un modelo de contrato similar, llamado locatio conductio operis, que convertía al artista/empresario en garante del cumplimiento de una serie de requisitos, bajo la amenaza de una sanción económica. No es muy difícil imaginar el grado de libertad que podría disfrutar un literato bajo la protección de un mecenas. La dependencia económica del artista hacia él suponía, en definitiva, que inevitablemente su obra se convertía en una herramienta al servicio del poder.

Obviando este complejo universo de luces y sombras, Diana Eguía Armenteros, intoxicada por su ingenuo optimismo digital, asegura lo siguiente:
«La imprenta asimismo introducía en el tablero todo un nuevo mundo de posibilidades. La copia impresa pirata no fue infrecuente. El mismo Lope de Vega se hartó de ver Madrid inundado de sus comedias pirateadas y decidió ejercer un activo e infrecuente rol en la moderna industria editorial, la publicación de sus propias obras, convirtiéndose en lo que denominaría uno de los primeros poetas auto editados de Europa.»

Desgraciadamente, la correspondencia de Lope de Vega con el duque de Sessa, su mecenas, nos muestra una realidad mucho más descarnada; aunque, al fin y al cabo, una realidad real. El famoso escritor llega a pedir a su protector una manta vieja de alguno de sus caballos para poder abrigarse, y en otra carta, redactada en junio de 1610, la necesidad le induce a decirle que «si mi sangre fuera necesaria a un caballo de V.E. no dudaría en sacármela toda». Incluso se ofrece a que «mire cómo y en qué quiere entretenerse, que como lebrel de Irlanda esté a sus pies». Cervantes, quien dedicó la primera parte del Quijote al duque de Béjar y la segunda al conde de Lemos, señalaba con amargura que un escritor sólo publicaba por su cuenta sus obras escénicas si no había alcanzado éxito en las tablas. Dado que las tres cuartas partes de la población española no sabía leer, la reproducción impresa del texto de una comedia difícilmente suponía una mayor difusión que las representadas en teatros. Las Partes de comedias, extractos de obras teatrales populares en el siglo XVII, no siempre se publicaban con el permiso del autor y en ocasiones la autoría se atribuía a otros. En realidad, la «piratería» jamás ha sido un movimiento antisistema. «Combatir al sistema» pasa por la creación de una cultura que muestre una realidad distinta a la que imponen los círculos de poder; no consiste en distribuir libremente los productos que el sistema crea. Y, desde luego, las «ediciones piratas» del Siglo de Oro no se hacían para regalar.

En su afán de sustentar la idea de que Francisco de Quevedo era crítico hacia el copyright, un concepto inexistente en su época, Eguía Armenteros se pregunta: «¿Sabía Quevedo que los textos de los Sueños y del Buscón iban a ser alterados cuando los puso a circular? Podemos especular que conocía lo suficiente los circuitos de la cultura como para utilizarlos en su favor, por tanto, además de ser consciente de las posibles consecuencias de lanzar un texto manuscrito al bullicio copista-lector, las avivó. ¿Qué mejor manera de burlar los flujos inquisitoriales que con el astuto tráfico manuscrito?»

De nuevo, la realidad histórica nos saca de este especulativo ensueño digital para mostrarnos a un Francisco de Quevedo que distaba mucho de ser un escritor subversivo y enemigo de la censura, pues de hecho durante años desempeñó el cargo de censor, tanto eclesiástico como civil, faceta que hoy conocemos gracias a una serie de documentos inéditos estudiados por Fernando Bouza. Lo cierto es que la relación de este escritor con la Iglesia y la Corona fue mucho más compleja de lo que en ocasiones se pretende.

Como colofón a esta interminable sucesión de «presentismos», Eguía Armenteros concluye: «El ejemplo del Rey Planeta (la Ley Habsburgo, que apodaríamos por imitación a la Ley Sinde-Wert) serviría de inspiración para nuestros políticos si no fuera porque los impresores se limitaron a cultivar su oficio en otros reinos, como el de la vecina Corona de Aragón, en ocasiones incluso sin trasladarse, simplemente, falseando los datos del pie de imprenta.»

Este nuevo paralelismo traído por los pelos se ajusta de una forma tan conveniente a las expectativas de ciertos sectores actuales como para no despertar cierto rubor. La realidad es que, desde sus inicios, el desarrollo de la imprenta en España estuvo muy retrasado con respecto al resto de Europa, sobre todo si la comparamos con el eje existente entre el norte de Italia y los Países Bajos. Por ese motivo, era habitual recurrir a impresores extranjeros (flamencos, franceses o italianos) para realizar ediciones de libros en castellano… ediciones que, muchas veces, fueron promovidas por la Corona, la Iglesia o algún mecenas. Desgraciadamente, no hace falta explicar mediante subterfugios legales o deslocalizaciones empresariales ese retraso tecnológico español, causado, en gran medida, por la inexistencia de una burguesía y la creencia generalizada de que el trabajo artesanal era algo innoble.

A partir del siglo XVII, gracias a la consolidación de una clase media y la secularización de la sociedad, el artista al fin tuvo acceso a un público, entendido como una masa universal de consumidores anónimos. En las artes plásticas, el nacimiento de los salones en el siglo XVIII, donde se exponían cuadros y esculturas para su venta, hizo que en torno a ellos surgieran jurados que valoraban la calidad de las obras. Dentro del ámbito de la literatura, la difusión de publicaciones periódicas y las ediciones de libros, sustentados gracias a sus ventas, también ayudó a que los escritores se independizaran de los mecenas. Por primera vez, la calidad artística estuvo sujeta a debate, y el sustento del creador dependía de su capacidad para satisfacer los gustos del gran público, y no las pretensiones de su clase dirigente. Una vez adquirida esta dimensión pública y mercantil, ajena al yugo del protector y mecenas, al fin se alcanzaría a una auténtica «democratización de la cultura».

No obstante, esta realidad es demasiado inconveniente para ser enunciada y, en su lugar, somos testigos de la creación de una wikihistoria, reescrita una y otra vez a conveniencia, para tratar de otorgar una «dimensión histórica» a quienes se lucran con al trabajo ajeno, al mismo tiempo que se presenta a los derechos de autor como algo artificial e injusto. Si algo nos enseña la historia es que, cuando la cultura alcanza sus niveles más altos, es gracias un modelo de civilización urbana que permite la especialización social y, con ello, el nacimiento de una clase dedicada en exclusiva a la creación cultural. Y es que, al igual que cualquier otra actividad humana, el arte requiere una profesionalización para alcanzar la excelencia.

Fuente: http://www.culturalibre.org/?p=268