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Lamento boliviano o breve ensayo sobre cómo criticar a un gobierno progresista

Fuentes: Rebelión

El objetivo de este breve texto es realizar algunos apuntes que contribuyan a la crítica desde la izquierda boliviana a salir de la encrucijada en la cual se halla. El desafío básico que se le plantea a la izquierda, en el momento actual, es cómo criticar al gobierno progresista del MAS evitando caer en la […]

El objetivo de este breve texto es realizar algunos apuntes que contribuyan a la crítica desde la izquierda boliviana a salir de la encrucijada en la cual se halla. El desafío básico que se le plantea a la izquierda, en el momento actual, es cómo criticar al gobierno progresista del MAS evitando caer en la recurrente fórmula del lamento boliviano. Como reza con elocuencia implacable la canción: «que un día empezó, y no va a terminar, y a nadie hace daño». Se trata de un predicamento mayor, primero, porque los elementos que caracterizan a esta fórmula y que expongo a continuación conllevan a una crítica estéril y continuamente frustrada, que no logra generar molestia en sus pretendidos interlocutores. Segundo, porque algunos de los elementos que esta izquierda moviliza discursivamente coinciden con la crítica elaborada por los sectores conservadores. La encrucijada tiene que ver, por lo tanto, con que la crítica de izquierda no servil a la élite en el poder recupere su originalidad, su reflexividad y su perspicacia.

La fórmula del lamento boliviano se expresa de distintas formas, sin embargo en este caso me refiero específicamente a tres argumentaciones que encuentro especialmente problemáticas: 1.- la indignación por el irrespeto a la institucionalidad democrática; 2.- la crítica de la personalidad del líder, lo suficientemente atrevido como para considerarse sinónimo del «pueblo»; 3.- la contradicción del discurso gubernamental con su práctica (a saber defensa de la madre tierra, vivir bien, falso indigenismo, etc.). Todos estos argumentos se acomodan perfectamente a la fórmula señalada del lamento boliviano pues, de una u otra manera, encubren una apología de la impotencia o la debilidad. Es decir, la crítica a partir de cualquiera de esto argumentos carece de potencia, a causa del deseo «esclavo» -en alusión a la terminología de Hegel- que expresa en última instancia.

¿Defensa de la democracia? No, gracias

Antes de ingresar en la crítica de la defensa de la democracia, realizaré algunos apuntes sobre a qué me refiero con impotencia en este caso. De alguna manera, la posibilidad de las relaciones sociales y de la sociedad misma se funda en la apología de los sujetos por la propia impotencia. Esta es una idea fundamental que atraviesa algunas de las principales reflexiones filosófico-políticas del pensamiento occidental. El consentimiento societal de la propia impotencia supone la aprobación racional del establecimiento del orden social/simbólico/objetivo y, por lo tanto permite la co-existencia entre los sujetos. Esto es, la anulación de la potencia en favor de la potestas siguiendo a Spinoza, o la castración en favor del orden simbólico siguiendo a Lacan. En este sentido, la impotencia no debe ser comprendida como algo absolutamente negativo a priori, sino en la medida en que no obedece a una ética universal, acaso a relaciones desiguales de poder, de opresión y de explotación. La impotencia es, entonces, una forma paradójica de alienación, siendo que es necesaria y a la vez peligrosa.

La cordialidad o lo que generalmente se entiende como «trato civilizado» por ejemplo, es una buena muestra de la apología de la impotencia como forma paradójica de alienación. La cordialidad, se supone, reprime o evita el espontáneo despliegue de actitudes abyectas entre las personas. Lo contrario a la cordialidad sería el cinismo, incluso en los términos vindicativos del cinismo filosófico propuestos por Michel Onfray, cuando realiza una analogía con los perros: sin importar las circunstancias, cuando los perros se desean, cogen enfrente de todos, pelean, cagan, mean, incluso violan colectivamente, sin ninguna observancia de los demás (lo cual no quiere decir que sean completamente libres, sino todo lo contrario*). Por fortuna no somos perros y -se supone- podemos identificar socialmente las actitudes abyectas, condenarlas y censurarlas. En este entendido, un cierto nivel de alienación se plantea, a priori, como deseable.

Sin embargo, la cordialidad puede ser también una forma terrible de alienación, por ejemplo cuando una mujer, en una situación de subordinación laboral, se ve compelida a aceptar las insinuaciones sexuales de su jefe. La cordialidad la constriñe a otorgar falsas demostraciones de aprobación frente a la obscenidad. En este punto, la impotencia es correlato y corolario de la opresión. El problema se halla en que para la totalidad de los sujetos, es muy difícil distinguir el límite entre una u otra forma de impotencia. Esto tiene que ver con que es el mismo orden social que otorga las condiciones de bienestar, el que oprime y explota a la vez, y ambas cualidades se hallan íntimamente imbricadas. Es en el mismo orden social que opera como punto de referencia para la afirmación de la propia subjetividad, que las relaciones de opresión se despliegan como parte de su estructura.

¿Qué tiene que ver esto con la democracia? Desde finales del siglo XX, con la caída del bloque soviético y el advenimiento del neoliberalismo, se reconfigura la geopolítica global y, con ello, se emplaza un sentido común -siguiendo a Gramsci- propio del nuevo orden hegemónico. En la presente reflexión me refiero a varios de los elementos que conforman este sentido común que, para efectos didácticos, denominaremos neoliberal. Uno de los componentes de este sentido común neoliberal es la defensa escatológica de la democracia como único régimen político aceptable/deseable. Se trata de una noción que ha calado tan hondo, y que ha permeado todos los estratos sociales, al punto que parece imposible pensar o imaginar otra cosa. Sí, la defensa de la democracia en contra de las dictaduras militares fue una parte fundamental de la «lucha» de izquierda en Sudamérica en los años 70 y 80, lo cual no quiere decir nunca absoluta clarividencia ni mucho menos total albedrío, sino y solamente necesidad histórica. La democracia es, entonces, para Sudamérica, lo que el holocausto para los europeos, y lo que Mahoma para los musulmanes ortodoxos: el objeto pulsional innombrable en la crítica y/o la parodia.

En este sentido, en lo que respecta la defensa de la democracia, la apología de la propia impotencia se halla en el carácter reaccionario de la fórmula. Es el deseo de ver funcionar «correctamente» a una forma de institucionalidad servil a los intereses de los grupos dominantes, donde la circulación aparente de fuerzas políticas encubre las verdaderas relaciones de poder que tienen lugar en un determinado contexto social, pero que se supone es el mal menor en comparación con cualquier otra forma de gobierno. Para consuelo nuestro (¿?) no somos los únicos que desearíamos volver a un status quo en el que una aparente situación de bienestar es preferible a enfrentar la realidad. El siglo XXI es el siglo de las demostraciones estériles de «indignación». Y todos los que nos pensamos «de izquierda» hemos sido parte de alguna -o varias- de estas demostraciones. Incluso algunos todavía nos regocijamos en el recuerdo de ese momento participativo y «revolucionario» que no hizo más que hacernos gozar el síntoma. Aunque consistan en despliegues de rebeldía, estas demostraciones no dejan de ser reclamos cordiales: castrados e impotentes.

Otro tema que sirve para comprender a la defensa de la democracia como apología de la propia impotencia es el aparente auge de las «clases medias», que acompañó el proceso histórico de retorno a las democracias y emplazamiento de la hegemonía neoliberal. El siglo XXI es también el siglo del capitalismo flexible, siguiendo a Harvey, esto es la precarización de la explotación capitalista y el auge del sector terciario. Esto trajo consigo, un auge aparente de «clases medias», es decir el crecimiento de un sector de la población, explotado y precario, incapaz de darse cuenta de su lugar en el sistema de desigualdad. Y, es justamente esta fantasía ideológica de pertenecer a «la clase media» que explica, en parte, la pulsión de defender la democracia y el Estado de derecho. Mi punto en este caso, y para evitar interpretaciones simplistas y erradas, es que vivimos en uno de los momentos más violentos de la explotación capitalista, pero que cuenta con un sinfín de artefactos ideológicos, que son de sentido común, y que impiden comprender la realidad en su abyección.

El pequeño «gran otro»

La segunda fórmula de apología de la propia impotencia es la crítica centrada en la persona del líder. Evo el impostor que busca convertirse en el «gran otro» o la personificación del pueblo. Entonces, primero vale la pena responder a la cuestión de ¿Cómo se construye esta imaginería de Evo como gran otro? A partir de la continua repetición de la tragedia que culmina heroicamente y que, de alguna manera, sería el reflejo de lo que sucede en el país: El líder sindical campesino, pobre, y tardíamente indígena, que supera los obstáculos (de la derecha, el imperio, etc.) y que llega a ser presidente, que viaja en un avión de lujo y construye una fortaleza lujosa apodada «La Casa Grande del Pueblo». Ojo, ninguno de estos aspectos es contradictorio, sino que forman parte de la misma imaginería, promovida cotidianamente por la élite en el poder. Entonces Evo es el pueblo, porque es el reflejo de lo que la sociedad boliviana habría alcanzado en esta década: prosperidad, reducción de la pobreza, desarrollo, sin perder el carisma de «lo popular», además de la recuperación de valores culturales esenciales. La sinonimia Evo/pueblo es la eficaz construcción del gran otro: el humilde pero clarividente paladín de la democracia (la misma que critico en la sección anterior).

¿Cómo criticar al gran otro? Obviamente, no a partir de antagonizarlo. Al antagonizar a Evo se refuerza, indefectiblemente, la figura del gran otro. Éste es el error que, paradójicamente, cometen todos los críticos del gobierno, más allá del punto cardinal en el que se sitúen. En todo caso, siguiendo a Zizek, desmontar al gran otro implica demostrar su inexistencia, la falsedad objetiva de sus relatos, ergo nuestra soledad absoluta. Esto implica preguntarnos si Evo es el pueblo, entonces el pueblo ¿cómo realmente está? Para responder a esta pregunta, un primer paso es evitar la trampa de los datos macroeconómicos, que forman parte del edificio discursivo del gran otro boliviano. Cada 6 de agosto y 22 de enero somos víctimas de cuatro horas de datos macro, comparados en retrospectiva. Ahora bien, evitar la trampa de los datos macroeconómicos no significa, de ninguna manera, el exceso posmoderno de negar su verosimilitud (aunque, efectivamente, a veces sean falseados para su pomposa exposición). Significa des-fetichizarlos, siguiendo la vieja fórmula marxista de descifrar el jeroglífico social que esconden o desmontar el orden velado que imponen.

Entonces tenemos que, para desmontar al gran otro a partir de demostrar su inexistencia, hay que des-fetichizarlo. Esto es, ridiculizar al gran otro a partir de demostrar que detrás de la virtuosa historia que intenta contar se halla la cotidianidad abyecta del pueblo o de «lo popular». Un ejemplo eminente de esta paradoja lo encuentro en la película Viejo Calavera (2016). En esta genial obra de Kiro Russo, el personaje de Elder Mamani irrumpe en el marchito pero orgulloso mundo de los mineros sindicalizados de la COMIBOL. En este caso, los mineros son portavoces o representación de un gran otro: el proletariado revolucionario del 52 que, aún en su decadencia, es pilar fundamental de la nación. Esta noción se refleja en la disciplina y solidaridad de los mineros, en su compañerismo en el trabajo y la seriedad de los personajes. Entonces irrumpe Elder como personificación de la realidad: el valeroso pueblo revolucionario no existe, sino el trabajador precario, pobre, huérfano, displicente y antipático, además de alcohólico e incapaz de comprometerse. A pesar de que los mineros lo rechazan por ser portador del horror de la realidad, tampoco pueden deshacerse de él.

La película concluye con el desmontaje del orden velado y la aceptación de la realidad: primero con la borrachera de los mineros, la indefectible abyección del sujeto explotado es asentida. Luego en la escena en que Elder cuida de su tío minero borracho, y ambos se hallan en la parte de trasera de una camioneta. La libertad no se alcanza a través de la apología de la propia impotencia, a saber la afirmación del orden simbólico y de los artefactos ideológicos que lo legitiman, sino a través de su contestación a partir, primero, de reconocer la ficción. Y éste es siempre el paso más difícil e, indudablemente, el más doloroso. En el caso del gran otro que nos ocupa, desmontarlo supone observar íntimamente la vileza de la realidad del pueblo, no bajo el esquema maniqueo de bueno-malo, sino haciéndola legible: a pesar del relato del gran otro, el pueblo es desigual -incluso más que antes-, más pobre que rico y, por lo tanto, más cargado de vicios que de virtudes. El pueblo se muere de hambre encerrado en su casa; asalta a su vecino para robarle los chuños que tenía para vender; vende patitas en mal estado porque no tiene otra fuente de ingreso; quema las casas de sus vecinos para tomar sus tierras. Eso es, en realidad lo que algunos idealizan como «lo popular».

En este sentido, Evo no es más que un pequeño «gran otro». El auge de sus políticas populistas se basa en la continuación, disimulada retóricamente, de las políticas neoliberales de los gobiernos anteriores. La aparente re-distribución de la riqueza a partir de programas en su mayoría insuficientes y menos grandilocuentes de lo que quisieran hacernos creer, es la carta con la que una y otra vez pretende jugar. La mayoría de los logros de desarrollo que ha presentado son fábulas cuya moraleja es, en el fondo, bastante trágica. Por otra parte, se pueden notar otras expresiones del sentido común que intento desmontar. El otro funcionario del gobierno, que forma parte del relato pueril del «gran otro» es el vicepresidente. En varias ocasiones circularon videos del vicepresidente, en comunidades campesinas, refiriéndose en tono paternalista a las personas, explicándoles como si fueran idiotas sobre las tragedias que vendrían si Evo dejara el poder; enseñándoles como si fueran tarados mentales cómo votar por el MAS. Luego, estas actitudes abyectas son legitimadas por fotos del mismo funcionario sentado de cuclillas, comiendo lawa en otra comunidad. He ahí el sentido común a descifrar. Si un funcionario blanco todavía puede referirse públicamente a los campesinos como si fueran idiotas; y si sigue siendo novedoso e incluso sugerente ver al mismo funcionario comer lawa de cuclillas, es justamente porque nada ha cambiado.

Sentido común neoliberal o la tragedia de los activistas

La tercera fórmula del lamento boliviano, y quizás la más espinosa, es la denuncia de la contradicción entre el discurso del gobierno y la práctica. Desmontar el orden velado, luego de una década de Estado Plurinacional, implica reconocer que buena parte de la crítica de grupos que se afirman de izquierda, utiliza los mismos códigos que cimentan la imaginería del gran otro. La gran mayoría de los críticos del gobierno, «desde la izquierda», y me incluyo en este grupo, hemos cometido el error de reclamar al «gran otro» el incumplimiento de sus «compromisos revolucionarios»: cuidado de la madre tierra y protección de los pueblos indígenas principalmente. Esta crítica la realizamos esgrimiendo conceptos de moda como extractivismo, pluralismo, ecología, vivir bien, etc. En última instancia, lo que nos ha molestado en los últimos años no ha sido el emplazamiento del orden velado del «gran otro» en cuanto tal, sino que no fuera el «gran otro» que esperábamos. Esto es, en términos francos y quizás molestos, que Evo no ocupó el lugar que, desde nuestro imaginario profundamente colonial, consideramos que le correspondía: el de ser el presidente «buen salvaje». La parafernalia del Estado Plurinacional nunca fue otra cosa que eso (y esto incluye a los defensores escatológicos del gobierno, que sí creen que Evo ha sido el buen salvaje que se esperaba).

¿Por qué se trata de la fórmula más espinosa? Justamente porque para superarla es necesario admitir, en primer lugar, que los términos de nuestros reclamos se han fundado en los mismos artefactos ideológicos de los que se vale el gobierno para «construir hegemonía», como a sus intelectuales orgánicos les gusta afirmar. Y lo pongo entre comillas, porque ellos mismos no están libres de la contradicción. No se trató nunca de una nueva hegemonía, sino de la consolidación del orden hegemónico neoliberal que comenzó a edificarse hace tres décadas. Para comprender mejor este señalamiento, otra película se plantea como ejemplo ideal. En este caso, no una interesante como Viejo Calavera, sino una película absolutamente ideológica, Avatar de James Cameron. Esta película celebra la visión etnográfica romántica de los pueblos indígenas que viven en armonía con y cuidan a la naturaleza, amenazada por el hombre blanco occidental, evidenciando un aspecto fundamental de la ideología hegemónica en el presente: la marginalización de poblaciones, que antes, en el periodo colonial, ocurría a partir de la imposición de la diferencia, en el presente se lleva a cabo a partir de la celebración de la diferencia. Paradoja de la que las izquierdas son especialmente víctimas en el momento actual (en la academia, la militancia y el activismo).

La película fue celebrada como obra anticapitalista par excellence, y el propio Evo Morales salió a elogiarla realizando una tierna analogía con el «proceso» boliviano, personificado lógicamente por él mismo. Desde luego, algunos activistas indigenistas/ambientalistas no tardaron en desmerecer, no la película, sino el desafortunado paralelismo. Resulta pues paradójico que buena parte de la crítica de izquierda al gobierno se refiere a las mismas nociones antropológicas obsoletas de las que se vale el propio gobierno para construir la imaginería del gran otro. Por ello es que para algunos de nosotros, durante algún tiempo, hacer «resistencia» frente al gobierno consistió en reivindicar la virtud de grupos poblacionales marginales, que vivirían en comunidad y con economías morales, siendo parte del paisaje natural y «más allá» del capitalismo. Otros van más lejos, al exceso de afirmar que «los pueblos indígenas salvarán a la humanidad». Pero, al final del día, todos cotorrean dentro de los mismos marcos categoriales e ideológicos.

Pareciera, entonces, que la izquierda ha perdido la virtud fundamental del pensamiento crítico: la sospecha. Si el corpus discursivo de la crítica moviliza los mismos artefactos que son promovidos por la ONU, el Banco Mundial, el gobierno, las ONG y Hollywood, algo necesariamente anda mal. Pero, más allá de la aparente simplificación, ya que obviamente no se puede equiparar la reivindicación culturalista del presidente con la de grupos poblacionales marginales, el punto es que justamente esta reivindicación culturalista impide dar cuenta de los aspectos estructurales reales: desigualdad y opresión. En este marco, des-fetichizar al gran otro implica primero des-fetichizar las nociones y visiones con las cuales fundamentamos nuestras diatribas. En última instancia, el gran otro no es Evo pueblo, sino el orden ideológico que lo determina tanto a él como funcionario del Estado Plurinacional, como a los activistas que contestan las políticas públicas del gobierno.

En efecto, basta con observar la prosa de muchos grupos de activistas, e incluso de algunos académicos reconocidos, para comprender que la relación lógica ha sido pensar que la agenda neoliberal se opone a la existencia de las «formas de vida indígenas»: Proyectos de infraestructura que amenazan territorios; Explotación de recursos naturales, etc, que amenazan al sujeto antropológico clásico: el buen salvaje. El problema es que esta prosa activista es incapaz de comprender que el sistema hegemónico se vale, justamente, de la emergencia de una multiplicidad de «resistencias» fragmentadas para llevar a cabo su agenda. Esta es quizás la tragedia del enamoramiento del activismo con la palabra «resistencia»: las resistencias se despliegan siempre dentro de los marcos de la hegemonía, y son en última instancia dirigidas por los grupos dominantes. Esta es la tragedia del término resistencia, la ilusión de transgresión que refuerza el orden dominante.

Además a esta contradicción se debe sumar la participación creciente en la interpelación al gobierno, de grupos reaccionarios, utilizando los mismos razonamientos «críticos». Esta problemática la refieren trabajos críticos serios, como Adam Kuper en The Return of the Native, quien al igual que Luis Vázquez señalan que la demanda de derechos especiales por determinadas poblaciones, a partir de la idea de «lo nativo» se funda en el mismo razonamiento que los grupos reaccionarios de derecha utilizan en el presente para rechazar la llegada de inmigrantes. El principio cristiano medieval de prior in tempore potior in iure (los primeros en tiempo son los más fuertes en derecho), planteado por el papa Bonifacius VIII, en el siglo XIV. En este sentido, la paradoja sistémica de la modernización neoliberal por un lado, y reconocimiento de derechos culturales para pueblos indígenas por el otro es quizás una de las principales amenazas/contradicciones de nuestro tiempo. Y, la crítica desde la izquierda ha sido, ingenuamente, una de sus principales portavoces.

En suma y a modo de redondear la contradicción del sentido común neoliberal que caracteriza a buena parte de la crítica desde la izquierda, no sólo en Bolivia sino a escala global: Incluso las posturas radicales de rechazo rotundo de las negociaciones a partir de las concesiones propuestas por el neoliberalismo multicultural, caen en la misma trampa de pensar que este rechazo provendría de espacios societales con albedrío clarividente y más allá del gobierno neoliberal (o lo que Huasca Salazar denomina: la «constelación de organizaciones sociales en lucha con horizontes políticos diversos»). Esta postura es tan peligrosa e ingenua como el esencialismo de pensar que si los indígenas ganaran terreno en el ‘establishment’ neoliberal sus intereses se verían servidos.

En La ideología alemana, Marx criticaba el quehacer filosófico de los neohegelianos como una lucha estéril entre frases, que en nada afectaba al mundo real existente. Sin embargo, pareciera que en el presente nos hallamos en la situación opuesta, todos quieren actuar para cambiar el mundo real existente, y a nadie parece importarle el ejercicio filosófico de «luchar contra frases», a saber, pensar, discutir, sospechar. Desde todas las direcciones aparecen individuos y colectivos de activistas, todos dispuestos a hacer un cambio. Algunos proponen cosas más superfluas que otros, y las acciones consideradas más radicales acaban siendo las demostraciones estériles de indignación a las que me refiero al inicio. Que en Bolivia hace falta una agenda política desde las clases subalternas no cabe la menor duda. La pregunta crucial es cómo se construirá esa agenda y cuál será su contenido ideológico. Hace falta, para pensar en ello, dejar de lado categorías, más rimbombantes y confusas que funcionales, a saber «movimiento social», «lo popular», «resistencia», entre otros, y sumergirse en discusiones serias que partan de la autocrítica. Una verdadera agenda de izquierda no será la construcción de «puentes para la articulación de lo diverso».

Salir de la fórmula del Lamento Boliviano será un ejercicio doloroso, pues implicará desprenderse de nociones que incluso le han dado sentido a buena parte de nuestra vivencia política, de pretensión crítica. Pero pienso que es el punto de partida para enarbolar una crítica sería, propiamente de izquierda y que genere una molestia real en las estructuras del poder. Y esta es una encrucijada que atañe a todos los niveles donde se elabora la crítica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.