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Las apuestas del presidente

Fuentes: Rebelión

El primer fin de semana de octubre del 2020 estuvo marcado, en la capital de los Estados Unidos Mexicanos, por el debate y las reacciones que suscitaron las movilizaciones que llevaron a cabo los y las integrantes del Frente Nacional AntiAMLO (FRENA), una suerte de asociación —sin forma definida aún— en la que se aglomeran una diversidad y una multiplicidad de matices ideológicos (unidos por el móvil principal de revocar el mandato del presidente en turno, Andrés Manuel López Obrador, por la vía de la movilización ciudadana y la presión ejercida a través de la protesta social), aunque dentro de esa diversidad la punta de lanza de su organización está marcada por el signo del conservadurismo de tipo confesional y por sentimientos profundamente clasistas —de ese tipo de clasismo que siempre estuvo ahí, en la vida pública nacional, enmascarado y disfrazado con todo tipo de ropajes, pero que hoy amenaza con radicalizarse aún más—.

Un frente pues, que, por irónico que parezca, hoy, a poco más de tres lustros de los sucesos en los que el movimiento político de un López Obrador lanzado a la candidatura por la presidencia del país por primera vez en su vida, en 2006 (justo cuando la mayor parte de América del Sur transitaba hacia el progresismo de izquierda, mientras que en México, de la mano de Felipe Calderón, se arrojaba de lleno hacia los senderos de la ultraderecha), se valía de todos los medios a su alcance para manifestarse, plantarse y protestar por el desaseo, las irregularidades y el fraude sancionados en su contra; apela a estrategias bastante similares a las de aquel joven López Obrador para presionar por el abandono del cargo por parte del presidente. Y aunque es verdad que en la actualidad es impreciso, aún, argumentar que quienes constituyen al FRENA son las mismas personas que en aquel 2006 vilipendiaron a López Obrador por sus desmanes, plantones, marchas y tomas de protesta legítimas, lo que es un hecho es que entre aquellos y estos, entre las hordas que en 2006 pedían la cabeza del hoy presidente en bandeja de plata y quienes ahora marchan, se manifiestan y se plantan en avenidas principales y plazas públicas centrales, el rasgo de comunión es el mismo: el desprecio por la figura de quien hoy ocupa el Palacio Nacional como jefe del ejecutivo federal.

Que las capas medias aspiracionales que constituyen la médula de los intereses políticos de FRENA se valgan hoy de los medios que durante años han empleado las capas populares de la población (aunque éstas, a diferencia de aquellas, no tienden a marchar desde la comodidad de sus automóviles, y, por lo general, lo hacen porque históricamente han sido víctimas de un sistemático ejercicio de violencia política en su contra), pasando por alto el hecho de que ellas mismas, esas mismas capas medias, son las que durante décadas han despreciado las luchas, las protestas y las movilizaciones del vulgo (porque les bloquean el tránsito de sus autos, porque retrasan sus trayectos, porque afean la ciudad y porque ocupan un espacio público que consideran de su propiedad privada), no es, sin embargo, el centro de la discordia que se suscitó durante el fin de semana, mientras el FRENA extendía su plantón en la plancha del Zócalo capitalino.

El problema de fondo fue, antes bien, la manipulación que en redes sociales /y algunos medios de comunicación tradicionales) se hizo respecto de la magnitud de la movilización en cuestión. Y es que, días antes de que se celebrara dicha movilización, el presidente lanzó una afrenta directa a los dirigentes del frente: si lograban juntar más de cien mil personas movilizándose en su contra, él, el presidente electo por más de treinta millones de ciudadanos y ciudadanas, renunciaría al cargo. A estas alturas del partido, sin duda está por demás explicitar que el cargo de la presidencia es constitucionalmente irrenunciable. Así como también es un absurdo (pero uno trascendental) el que el presidente de México le esté apostando la vigencia de su cargo a cien mil individuos por encima de treinta millones de electores que ejercieron su derecho al sufragio. Ambas cosas, sin embargo, se entiende que tuvieron lugar porque el presidente confía en sus niveles de aceptación, en la gestión que hasta el momento él (y no necesariamente todo su gabinete) ha realizado en el cargo y en que la oposición a su proyecto de gobierno está electoral y moralmente derrotada desde el 2018.

Ahora bien, aunque con algunos matices (en realidad bastantes), quizás en esas afirmaciones simplistas y simplonas López Obrador tiene algo de razón, ello, no obstante, no justifica en ningún sentido la apuesta tan arriesgada que hizo al FRENA. Después de todo, aunque los videos públicos en los que se registran los niveles de ocupación del Zócalo capitalino durante las horas en las que el FRENA llevó a cabo su manifestación muestran que el aforo a esa plaza pública en verdad se halla entre los ocho mil y los dieciocho mil asistentes que las autoridades capitalinas y federales, respectivamente, contabilizaron (es decir, lejos del medio millón que algunos integrantes del frente afirman haber conglomerado), el fracaso de esa movilización (sumado al de la farsa de plantón que realizaron hace unas semanas, en las que casas de campaña fueron abandonadas en las vialidades de la capital porque los y las integrantes de frena no tuvieron el temple para sobrevivir la velada ahí) no significa que esas específicas expresiones de oposición sean las representativas de toda la oposición (nacional) que bajo las coordenadas correctas y el contexto adecuado tiene el potencial de articularse y plantearle a la 4T una agenda de oposición unificada (más aún en tiempos pospandémicos).

Es decir, que los y las integrantes del FRENA no fueron capaces de movilizar a más de un par de decenas de miles de voluntades en contra de López Obrador es un hecho; tanto, como los son el que en el cierre de campaña de López Obrador, en su evento de toma de protesta; en las marchas en repudio de la presidencia de Enrique Peña Nieto, por el asesinato de los estudiantes de Ayotzinapa, por los cincuenta años de la masacre de Tlatelolco y, con Felipe Calderón, con la carava por la Paz y otras manifestaciones de rechazo a su política de violencia los números en cada una de esas expresiones siempre fueron abismalmente mayores a los que en estas fechas el Frente AntiAMLO presume tener como musculo social y colectivo. Pero que hasta ahora el FRENA se vaya distinguiendo más en su trayectoria por acumular fracaso tras fracaso y el que hasta el momento las múltiples oposiciones que enfrenta la 4T no hayan encontrado terreno común para articularse de manera conjunta, en un movimiento unificado a pesar de las diferencias internas de los intereses que representan, no quiere decir que el presidente, ni ninguno de sus personeros, deba dar por hecho que puede vilipendiar a la posición así, sin más, esperando que a la postre no hayan consecuencias de dichos actos.

Seguro, López Obrador se siente a gusto con sus niveles de aceptación y con la poca batalla que las oposiciones partidistas le dan en la arena pública. Y sí, también es verdad que la narrativa que ahora emplea en rededor del movimiento del FRENA le sirve, para todos los efectos, como un centro de gravedad de la discusión política que, al construir como rival al frente, le facilita el movilizar su agenda en los medios y en el imaginario colectivo nacional. Y sí, las actitudes del FRENA, en lo que va de su existencia, también sirven al presidente para mostrar las hipocresías racistas, clasistas y sexogenéricas (por la vía confesional) que operan como sentidos comunes en sectores más amplios de la sociedad, tradicionalmente hostiles a las causas de los estratos más avasallados por la violencia en el país. Nada de eso hay que negarlo: ahí está un asidero de construcción de capital político para su proyecto.

El problema de fondo, por ello, es saber qué tanto el discurso y las apuestas de López Obrador a movimientos como el FRENA ayudan a radicalizar y a hacer que más personas, hasta cierto punto ajenas al frente, se decidan a formar parte de su agenda; situación que, de ser tratada de otras maneras, en lugar de conducir a una mayor radicalidad de la oposición permitiría desarticularla. Y es que, por supuesto, no se trata de llegar a extremos de negociación, como los practicados, por ejemplo, por la campaña de reelección de Dilma Rousseff, en Brasil (mismos que, de la mano de la derecha con la que se alió la condujeron a su deposición), sino, antes bien, de observar que la actitud retadora del presidente, así como opera para hacerle ver a sus bases y a cierto electorado siempre en el margen (indeciso) las contradicciones presentes en la ideología dominante en el actuar de sus oponentes, asimismo, ese golpeteo sirve a las oposiciones que lo encaran para tomar cartas en el asunto por la vía de la confrontación, antes que buscar obtener de la 4T concesiones que a la postre le permitan fortalecer sus posiciones antagónicas.

Después de todo, y al final del día, treinta millones de votos no significan treinta millones de voluntades inamovibles, permanentes. Una parte importante del apoyo que sostiene a López Obrador viene de la capacidad que se tuvo para aglutinar en el ¿partido? ¿movimiento? a sectores de signos ideológicos tan contrarios y mutuamente excluyentes que de ninguna manera, al hacerse el reparto de la dirección del Estado, se van a sostener en los débiles y delicados equilibrios que funcionaron para darle el triunfo electoral a la 4T. López Obrador y su círculo cercano en la gestión del gobierno (no así en sus más próximos colaboradores por fuera de la política institucional, entre los círculos de los intelectuales que hoy se encargan de atenuar el volumen de la discusión política que le es hostil al presidente) parecen no darse cuenta de que el sexenio va avanzando con el fortalecimiento de una quinta columna bastante numerosa y capaz en las entrañas mismas del gobierno vigente; menos aún parecen estarle prestando la atención que se merece el desaseo al interior del ¿partido? ¿movimiento? (Morena) y lo desastrosa que puede ser, en términos de conseguir un proyecto de continuidad transexenal, la victoria de, por ejemplo, un Porfirio Muñoz Ledo en la presidencia de dicha entidad política.

El total estado de incompetencia y el letargo en el que se encuentra Morena, el desmoronamiento de las bases de apoyo colectivas del ¿partido? ¿movimiento? y la falta de trabajos de base y de instrucción política popular (más allá de lo que se hace desde instancias como el Instituto de Formación Política, a cargo de Rafael Barajas) que durante dos años han dejado un enorme vacío entre las filas del morenismo; sumado todo ello a la necia insistencia del presidente de acicatear a sus oposiciones, en un contexto próximamente pospandémico, y de cara a dos coyunturas electorales (las elecciones de medio término y la consulta popular de revocación de mandato), son dinamita pura no únicamente para el presidente, cuya figura y popularidad entre la sociedad tienen toda la capacidad de resistir y sobrevivir a la debacle, sino, y sobre todo, para la continuidad de experiencias progresistas en los tres niveles de gobierno y en los tres poderes de la Unión; lenta pero sistemáticamente cada vez más congruentes, con posturas más claras y definidas, y sin la necesidad de tener que velar por su supervivencia cuidándose de no romper las alianzas que hoy por hoy son las que les dan los números a la hora de votar en el congreso y las entidades.

Ricardo Orozco. Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México

@r_zco